Inocencia interrumpida
En marzo del 2000 el pastor de jóvenes dejó el trabajo y fue reemplazado por una persona nueva. Unos pocos meses atrás se nos anunció a los líderes su salida por motivos personales (resumidos en un agotamiento feroz y la propuesta de estudios en el extranjero) y la noticia nos cayó como un balde de agua fría por lo inesperada que fue. Recuerdo claramente la reunión en el aula de al lado de la secretaría, donde estábamos todos incluyendo a la esposa del pastor saliente. ¿Porqué tiene que irse si todo está bien? ¿Qué vendría ahora? ¿Qué cambiaría? ¿Qué sería de nosotros? Demasiadas preguntas y cero respuestas.
Bien se sabe que estos movimientos no son como el reemplazo de un jugador por otro en el entretiempo de un partido de fútbol, ya que en todo tipo de organizaciones el proceso de cambio es sensible y peligroso; si se hace mal, puede destruir vidas y causar heridas que pueden permanecer por años. Si es así en organizaciones empresariales, es mucho más serio en comunidades eclesiásticas, donde las relaciones que se forman son casi del tipo familiar, llenas de afecto, compañerismo y estima. El tratarse de “hermanos” en el mundo evangélico no es algo casual, sino que tiene un significado profundo. Por lo tanto, apresurarse en las transiciones o escoger a un individuo que aún no está listo para hacer una función que potencialmente lo puede desbordar puede ser fatal, desastroso.
Esta nueva persona venía del mundo corporativo, el cual había dejado tras una carrera algo larga como ejecutivo. Pertenecía a la “generación de oro” de la denominación (la mayoría de los pastores que hoy tienen los cargos directivos o manejan congregaciones importantes se convirtieron y entraron al seminario en la misma época) aunque escogió ir a la universidad porque no sintió llamado alguno. Dos décadas involucrado en distintas actividades en las iglesias de las que fue miembro lo hacían elegible en la misión de ser el pastor de jóvenes. Eso, sin embargo, no necesariamente es suficiente, porque ser pastor no es una tarea sencilla sino compleja y emocionalmente desgastante, al extremo de mutarnos en una estrella famosa a punto de implosionar, como Lindsay Lohan o Britney Spears. Una causa de la gran crisis del pastorado latinoamericano es que los púlpitos hoy están llenos de gente no idónea para el puesto, con formación teológica frágil, poco criterio pastoral y, especialmente, no lista desde el punto de vista psicológico. Cristo decía que un ciego no puede guiar a otro ciego porque ambos caerían en un hoyo (Mt. 15:14), y eso es lo que sucede en muchas congregaciones cristianas cuando analizamos la consejería: zanjas llenas de lisiados con poca esperanza de rehabilitación.
Pastores con serias heridas emocionales dirigiendo enormes congregaciones se encargan de tratar los conflictos de los laicos. ¿Es sostenible eso en el tiempo? No lo es. Personas que han pasado por la vida de manera marginal, levantadas como guías de las iglesias, ¿No explican los miles de tiranuelos que copan el pastorado latinoamericano? Toda persona con buenas intenciones que desea obispado (1 Tim. 3:1) debe tener el corazón reparado, lesiones bien curadas y cuentas saldadas, sin resentimientos pendientes o patologías sin tratar, porque si los complejos lo inundan irá destruyendo el camino por donde quiera que vaya. Pero ni se te ocurra sugerirles una terapia con un psicólogo: se ofenderán y hasta son capaces de mandarte a la congeladora o someterte a la muy temida disciplina. Este es un tema tabú.
Ese marzo del 2000 el pastor titular de la iglesia cometió dos errores muy serios. En primer lugar, se apresuró, y decidió que el nuevo pastor comience rápidamente su trabajo con nosotros. Que vaya al ruedo como sea, con un plan de transición mal concebido (los jóvenes suelen ser un grupo poco interesante al contrario de los matrimonios, cuyo peso especifico es mucho mayor), una bien a la peruana a-ver-qué-nos-sale-y-que-Dios-nos-ayude, pensando que la experiencia del nuevo pastor en el mundo corporativo podía ayudar: lo mandó a los leones sin escudos ni lanzas, sin considerar siquiera un período de adaptación con el pastor saliente, o algún tipo de esquema intermedio. El segundo grave error es que el pastor titular pensó que la madurez espiritual es función directamente proporcional a los años de membresía en la iglesia, y que los posibles conflictos personales internos se resuelven solos, por la sola inercia del accionar del Espíritu Santo. Por ello, no juzgó la personalidad de la persona ni evaluó las probabilidades de colapso de las capacidades psicológicas del aspirante que pudieran provocar un desmoronamiento personal que arrastre a la iglesia como un todo. En otras palabras, permitió el ingreso de una persona con varios problemas no resueltos a un escenario que expondría esas dificultades y la dejaría al borde del abismo. Que un pastor de veinte años de experiencia no se haya percatado de ello nos dejó expuestos a todos ante la trituradora: al nuevo pastor de jóvenes, y a los jóvenes de la iglesia. La catástrofe era inevitable, sin Chapulín Colorado que nos pueda defender.
A mi estructura santa e incólume, a mi ídolo de pies de barro, le quedaba poco tiempo de vida. Le pusieron fecha de defunción.
Los errores del pastor titular nunca debieron significar que nosotros teníamos carta blanca para meter la pata, pero así lo hicimos. A los pocos meses, luego de extenuantes reuniones, maratónicos retiros, consejerías constantes, agrias reuniones del comité de líderes, puntos de vista encontrados en todos los temas ―desde cómo hacer células hasta nuestro sometimiento a la autoridad―, reprimendas severas (recuerdo una en especial, a las diez con treinta de la noche, luego del encuentro de líderes 2001 en Pueblo Libre, cuando atravesamos la ciudad para recibir una exhortación santa) y una serie grande de desencuentros, llegamos a un punto sin retorno. Aunque casi todos nos sentimos tremendamente incómodos, yo en especial me porté como un patán con demasiada frecuencia, manifestando una actitud muy agresiva a pesar de que el pastor siempre tuvo las mejores intenciones conmigo e, inclusive, ayudaba a mi endeble economía permitiendo que le enseñe matemática a su hijo mayor una vez a la semana. Tan idiota era yo que una noche él se cansó de mí, me mandó a la mierda y me botó de la iglesia, pero me negué a irme diciéndole que quien debía irse era él porque yo tenía más años en la congregación. Estúpido argumento el mío. Se me olvidó el cristianismo básico a pesar de mi condición de aspirante al seminario denominacional. La mucha Biblia estuvo de adorno, solo para llenar pizarras en mis clases. Esa cegadora inmadurez mía que dañó a varias personas dominaba mis impulsos e hizo las cosas peores.
Poco tiempo después le conté la situación ―desde mi punto de vista― al pastor asistente. Él tuvo la idea de crear una clase de técnicas de consejería pastoral en enero de 2001, donde estábamos todos los líderes y el pastor de jóvenes. Fueron sesiones apabullantes, las más tensas de mis años de cristiano. Todo terminó en la ida del pastor de jóvenes en marzo de 2001, sin gloria, con una enorme pena y con la inocencia perdida: en la iglesia también puede pasar lo mismo que en "el mundo".
Todo eso, aunque nos heredó dos años y medio de libertad de acción en el ministerio de jóvenes, me dejó tremendamente agotado y con un profundo desconcierto. La iglesia ya no era la comunidad perfecta, y me di cuenta de que yo podía convertirme en un ogro si las circunstancias lo provocaban. El cansancio me empezó a invadir poco a poco de manera gradual y otros factores personales contribuyen en hacerlo más grande: el inicio de la relación con la que ahora es mi esposa ―vivencia nueva para mí―, mis últimos ciclos en la universidad, mis prácticas pre-profesionales, el seminario de la denominación y los eternos problemas familiares. El cansancio, como el agujero que hace gotas constantes sobre la roca, lentamente hizo mella en mí, dejándome más expuesto al maremoto que estaba por llegar, aunque antes tuvimos un período de extraordinaria calma, un invernadero en medio del frío intenso, que nos regalo cosas impresionantes.
En marzo del 2000 el pastor de jóvenes dejó el trabajo y fue reemplazado por una persona nueva. Unos pocos meses atrás se nos anunció a los líderes su salida por motivos personales (resumidos en un agotamiento feroz y la propuesta de estudios en el extranjero) y la noticia nos cayó como un balde de agua fría por lo inesperada que fue. Recuerdo claramente la reunión en el aula de al lado de la secretaría, donde estábamos todos incluyendo a la esposa del pastor saliente. ¿Porqué tiene que irse si todo está bien? ¿Qué vendría ahora? ¿Qué cambiaría? ¿Qué sería de nosotros? Demasiadas preguntas y cero respuestas.
Bien se sabe que estos movimientos no son como el reemplazo de un jugador por otro en el entretiempo de un partido de fútbol, ya que en todo tipo de organizaciones el proceso de cambio es sensible y peligroso; si se hace mal, puede destruir vidas y causar heridas que pueden permanecer por años. Si es así en organizaciones empresariales, es mucho más serio en comunidades eclesiásticas, donde las relaciones que se forman son casi del tipo familiar, llenas de afecto, compañerismo y estima. El tratarse de “hermanos” en el mundo evangélico no es algo casual, sino que tiene un significado profundo. Por lo tanto, apresurarse en las transiciones o escoger a un individuo que aún no está listo para hacer una función que potencialmente lo puede desbordar puede ser fatal, desastroso.
Esta nueva persona venía del mundo corporativo, el cual había dejado tras una carrera algo larga como ejecutivo. Pertenecía a la “generación de oro” de la denominación (la mayoría de los pastores que hoy tienen los cargos directivos o manejan congregaciones importantes se convirtieron y entraron al seminario en la misma época) aunque escogió ir a la universidad porque no sintió llamado alguno. Dos décadas involucrado en distintas actividades en las iglesias de las que fue miembro lo hacían elegible en la misión de ser el pastor de jóvenes. Eso, sin embargo, no necesariamente es suficiente, porque ser pastor no es una tarea sencilla sino compleja y emocionalmente desgastante, al extremo de mutarnos en una estrella famosa a punto de implosionar, como Lindsay Lohan o Britney Spears. Una causa de la gran crisis del pastorado latinoamericano es que los púlpitos hoy están llenos de gente no idónea para el puesto, con formación teológica frágil, poco criterio pastoral y, especialmente, no lista desde el punto de vista psicológico. Cristo decía que un ciego no puede guiar a otro ciego porque ambos caerían en un hoyo (Mt. 15:14), y eso es lo que sucede en muchas congregaciones cristianas cuando analizamos la consejería: zanjas llenas de lisiados con poca esperanza de rehabilitación.
Pastores con serias heridas emocionales dirigiendo enormes congregaciones se encargan de tratar los conflictos de los laicos. ¿Es sostenible eso en el tiempo? No lo es. Personas que han pasado por la vida de manera marginal, levantadas como guías de las iglesias, ¿No explican los miles de tiranuelos que copan el pastorado latinoamericano? Toda persona con buenas intenciones que desea obispado (1 Tim. 3:1) debe tener el corazón reparado, lesiones bien curadas y cuentas saldadas, sin resentimientos pendientes o patologías sin tratar, porque si los complejos lo inundan irá destruyendo el camino por donde quiera que vaya. Pero ni se te ocurra sugerirles una terapia con un psicólogo: se ofenderán y hasta son capaces de mandarte a la congeladora o someterte a la muy temida disciplina. Este es un tema tabú.
Ese marzo del 2000 el pastor titular de la iglesia cometió dos errores muy serios. En primer lugar, se apresuró, y decidió que el nuevo pastor comience rápidamente su trabajo con nosotros. Que vaya al ruedo como sea, con un plan de transición mal concebido (los jóvenes suelen ser un grupo poco interesante al contrario de los matrimonios, cuyo peso especifico es mucho mayor), una bien a la peruana a-ver-qué-nos-sale-y-que-Dios-nos-ayude, pensando que la experiencia del nuevo pastor en el mundo corporativo podía ayudar: lo mandó a los leones sin escudos ni lanzas, sin considerar siquiera un período de adaptación con el pastor saliente, o algún tipo de esquema intermedio. El segundo grave error es que el pastor titular pensó que la madurez espiritual es función directamente proporcional a los años de membresía en la iglesia, y que los posibles conflictos personales internos se resuelven solos, por la sola inercia del accionar del Espíritu Santo. Por ello, no juzgó la personalidad de la persona ni evaluó las probabilidades de colapso de las capacidades psicológicas del aspirante que pudieran provocar un desmoronamiento personal que arrastre a la iglesia como un todo. En otras palabras, permitió el ingreso de una persona con varios problemas no resueltos a un escenario que expondría esas dificultades y la dejaría al borde del abismo. Que un pastor de veinte años de experiencia no se haya percatado de ello nos dejó expuestos a todos ante la trituradora: al nuevo pastor de jóvenes, y a los jóvenes de la iglesia. La catástrofe era inevitable, sin Chapulín Colorado que nos pueda defender.
A mi estructura santa e incólume, a mi ídolo de pies de barro, le quedaba poco tiempo de vida. Le pusieron fecha de defunción.
Los errores del pastor titular nunca debieron significar que nosotros teníamos carta blanca para meter la pata, pero así lo hicimos. A los pocos meses, luego de extenuantes reuniones, maratónicos retiros, consejerías constantes, agrias reuniones del comité de líderes, puntos de vista encontrados en todos los temas ―desde cómo hacer células hasta nuestro sometimiento a la autoridad―, reprimendas severas (recuerdo una en especial, a las diez con treinta de la noche, luego del encuentro de líderes 2001 en Pueblo Libre, cuando atravesamos la ciudad para recibir una exhortación santa) y una serie grande de desencuentros, llegamos a un punto sin retorno. Aunque casi todos nos sentimos tremendamente incómodos, yo en especial me porté como un patán con demasiada frecuencia, manifestando una actitud muy agresiva a pesar de que el pastor siempre tuvo las mejores intenciones conmigo e, inclusive, ayudaba a mi endeble economía permitiendo que le enseñe matemática a su hijo mayor una vez a la semana. Tan idiota era yo que una noche él se cansó de mí, me mandó a la mierda y me botó de la iglesia, pero me negué a irme diciéndole que quien debía irse era él porque yo tenía más años en la congregación. Estúpido argumento el mío. Se me olvidó el cristianismo básico a pesar de mi condición de aspirante al seminario denominacional. La mucha Biblia estuvo de adorno, solo para llenar pizarras en mis clases. Esa cegadora inmadurez mía que dañó a varias personas dominaba mis impulsos e hizo las cosas peores.
Poco tiempo después le conté la situación ―desde mi punto de vista― al pastor asistente. Él tuvo la idea de crear una clase de técnicas de consejería pastoral en enero de 2001, donde estábamos todos los líderes y el pastor de jóvenes. Fueron sesiones apabullantes, las más tensas de mis años de cristiano. Todo terminó en la ida del pastor de jóvenes en marzo de 2001, sin gloria, con una enorme pena y con la inocencia perdida: en la iglesia también puede pasar lo mismo que en "el mundo".
Todo eso, aunque nos heredó dos años y medio de libertad de acción en el ministerio de jóvenes, me dejó tremendamente agotado y con un profundo desconcierto. La iglesia ya no era la comunidad perfecta, y me di cuenta de que yo podía convertirme en un ogro si las circunstancias lo provocaban. El cansancio me empezó a invadir poco a poco de manera gradual y otros factores personales contribuyen en hacerlo más grande: el inicio de la relación con la que ahora es mi esposa ―vivencia nueva para mí―, mis últimos ciclos en la universidad, mis prácticas pre-profesionales, el seminario de la denominación y los eternos problemas familiares. El cansancio, como el agujero que hace gotas constantes sobre la roca, lentamente hizo mella en mí, dejándome más expuesto al maremoto que estaba por llegar, aunque antes tuvimos un período de extraordinaria calma, un invernadero en medio del frío intenso, que nos regalo cosas impresionantes.
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