Sobre los principios que deberían mover a la comunidad, escribí:
Todo lo anterior se colocó en el blog que hicimos, que contenía los compendios de las reflexiones semanales. A pesar que lo negaron varias veces (bueno, en realidad solo el pastor de jóvenes lo negó), teníamos la seguridad de que algunos pastores leían sobre nuestras reflexiones. Cosas que decían lo insinuaba.
Cuando el grupo se formó y los pastores se enteraron, vino la explosión, la confrontación directa con ellos, ya que pasamos de la teoría de las discusiones por correo electrónico a la práctica de la formación de una comunidad. Era realmente absurdo, porque ellos quisieron defender su monopolio de la enseñanza e iniciativas misiológicas con formas poco agradables, cuando en realidad todos sabemos que el Espíritu Santo puede actuar de maneras realmente extrañas a nuestro entendimiento. Dicho de otra manera, si el recién graduado y yo convocábamos a la gente para hablar, no sé, de fútbol, de moda, de juegos de video, de internet, no habría ningún problema; pero si juntábamos a la gente para conversar sobre temas bíblicos, debíamos tener la venia clerical, su permiso. ¡Una ridiculez total! Rápidamente renacieron los devocionales del pastor de jóvenes, hablando de la inutilidad del conocimiento que por sí solo no es más que basura, de que nosotros solo buscábamos admiradores, que nos autoimpulsamos solos y que buscamos plataformas personales, de nuestra terquedad y el vivir criticando a la iglesia con una nuestra nefasta actitud, de las frivolidades que traen los temas exóticos de debate, de las tendencias independentistas con búsqueda de gloria personal, del servicio prioritario en la iglesia, de las necesidades serias que se multiplicaban por la baja autoestima de los que liderábamos el grupo… en fin, cosas de ese tipo. Toda una guerra no declarada.
Lo que agravó las cosas es que el pastor titular, semana tras semana, comenzó a incluir en sus prédicas algo sobre nosotros, platicando sobre la sumisión a los pastores, la inutilidad de la independencia, la unidad de la iglesia, nuestros oscuros corazones pecaminosos, nuestras malas motivaciones, entre otras cosas diversas. Con algo de horror ―debo confesarlo― descubrimos que el pastor titular siempre habla en sus prédicas de los problemas de la gente. ¿Comenta sobre la infidelidad? Seguro un líder le sacó la vuelta a su mujer. ¿Lanza su verborrea sobre los hijos contumaces? Algún joven está recibiendo su reprimenda. Entonces, era nuestro turno por osarnos a hacer las cosas por nuestra cuenta. Fin de semana a fin de semana era igual; no lo dejó de hacer ni siquiera en el domingo siguiente en que murió Gabriel. Nada de tregua tras el fallecimiento de mi hermano, nada de lutos ni consideraciones. Las semanas siguientes, sangrantes para mí, siguieron en el mismo plan. La teología del martillo en su expresión más pura.
El pastor asistente, recuperado parcialmente de una enfermedad, se encontró con ese escenario y nos visitó una semana, interesado en el fenómeno rebelde, que ya a esas alturas era conocido por varios pastores de la denominación. Él observó las poses de algunas personas y del grupo como un todo (cierta autosuficiencia y superioridad respecto a la iglesia), el peligro de nuestro anarquismo para la vida de los hermanos, la necesidad de guía pastoral (en realidad, de SU monitoreo) y la llegada de personas que no pertenecían a la iglesia, con otros trasfondos cristianos, cosa que él consideraba muy peligrosa. No aceptamos su propuesta de intervención. Luego los otros jóvenes de la iglesia nos bautizaron: las células oficiales se llaman CDA (Células de alabanza) y nosotros pasamos a ser CDR (Célula de rebeldes). Creativos, debo reconocerlo. De esa manera nos convertimos en un elemento muy incómodo y políticamente difícil: no podían hacer nada por detenernos sin provocar una pésima imagen; el nulo margen de acción desesperaba al clero.
Me fue muy difícil aguantar ese ataque homilético, en especial cuando me encontraba en una situación tan vulnerable, y estaba perturbándome cada vez más. En la prédica navideña de 2006, cayó la gota que rebasó el vaso, sobrepasando la necesidad de estructura que me mantenía en la iglesia. En lugar de tener una exposición sobre la navidad, Belén, la kenosis, la venida del salvador o algún otro tema vinculado, el pastor titular habló sobre el pecado de algún miembro de su liderazgo con una sorprendente contundencia. Salí literalmente asqueado. Allí decidí cortar todo: renuncié a la iglesia (cansado que hablen de mí y del grupo cada domingo. ¿Acaso el pastor titular tenía una obsesión con nosotros? Seriamente parecía que era así) y bloqueé al pastor de jóvenes de mi cuenta de correo electrónico, evitando la llegada de sus devocionales envenenados. Comenzó un año lejos de la comunidad que me había acogido por 14 años, convirtiéndome plenamente en un cristiano sin iglesia. ¿Lograría el grupo sobrevivir? ¿Qué tendría que hacer para que eso suceda? ¿Tendría la capacidad de poner en práctica las nuevas ideas eclesiológicas o fracasaría en el intento? ¿Debería buscar otra iglesia? ¿Podría encontrarla? Muchas preguntas salían de la nada, urgidas de respuestas que no tardarían en llegar.
CRECIMIENTO: La comunidad quiere crecer, pero priorizando el crecimiento espiritual sobre el numérico. La salud comunitaria y personal de cada uno de los miembros es lo más importante. Crecer en madurez, en conocimiento de Dios. No es una renuncia a la evangelización, es renuncia al crecimiento neoplásico sin consistencia.
REVOLUCIÓN HOMILÉTICA: El monólogo del sermón es reemplazado por el dialogo plural. Supone el abandono del discurso pero el impulso intenso del dialogo entre iguales, donde uno aprende del otro.
ESPONTANEIDAD: La comunidad renuncia a la rigidez programática. Cree que es bueno planear, pero siempre es sensible a lo que ella misma quiere y es abierta a los cambios a los que el Espíritu Santo la lleva. La espontaneidad se lleva también a los aspectos económicos: se renuncia al diezmo y se abre a la voluntariedad absoluta a la hora de la necesidad de la comunidad como un todo o de un miembro específico.
INNOVACIÓN: La comunidad considera con respeto los 2000 años de historia cristiana y, en ese espíritu, se abre a la innovación en las formas eclesiales, la manifestación de la fe y maneras creativas de hacer la misión, como tantos hermanos cristianos lo hicieron en el pasado.
DIMENSIONALIDAD: La comunidad considera que los paradigmas del tiempo y el espacio se han roto. No son necesarios templos ni tiempos específicos para desarrollar la vida lutúrgica. Para la comunidad, cualquier espacio y cualquier momento puede ser adecuado para un encuentro con el Señor Jesucristo.
CELEBRACIÓN: La comunidad prioriza la alegría y la celebración como elementos fundamentales dentro del compartir cristiano. La alimenta su convicción de estar trabajando en la misión de Dios, de crecer en madurez y de ser parte de la maravillosa creación de Dios, y desde allí concluye que permanentemente hay motivos de celebración y compartir como comunidad.
PLURALISMO: Aunque la comunidad ha encontrado su propia manera de acercarse a Dios y vivir el cristianismo, reconoce la multiplicidad de experiencias de fe, tanto tradicionales como no tradicionales, en las cuales Dios trabaja y manifiesta su amor, obrando mediante su Espíritu Santo de la misma manera que lo hace con ella. Este reconocimiento implica respeto porque considera que todos somos hijos de Dios alabándolo de maneras distintas, llenas de nuestras propias experiencias siempre distintas.
DIGITALIDAD: La comunidad aprovecha las nuevas tecnologías mediante las cuales la Palabra puede ser expresada y se adosa a ellas. Blogs, Youtube, Skype, messenger, redes sociales y otras metodologías son espacios en los que la comunidad se puede expresar, y lo hace efectivamente.
Todo lo anterior se colocó en el blog que hicimos, que contenía los compendios de las reflexiones semanales. A pesar que lo negaron varias veces (bueno, en realidad solo el pastor de jóvenes lo negó), teníamos la seguridad de que algunos pastores leían sobre nuestras reflexiones. Cosas que decían lo insinuaba.
Cuando el grupo se formó y los pastores se enteraron, vino la explosión, la confrontación directa con ellos, ya que pasamos de la teoría de las discusiones por correo electrónico a la práctica de la formación de una comunidad. Era realmente absurdo, porque ellos quisieron defender su monopolio de la enseñanza e iniciativas misiológicas con formas poco agradables, cuando en realidad todos sabemos que el Espíritu Santo puede actuar de maneras realmente extrañas a nuestro entendimiento. Dicho de otra manera, si el recién graduado y yo convocábamos a la gente para hablar, no sé, de fútbol, de moda, de juegos de video, de internet, no habría ningún problema; pero si juntábamos a la gente para conversar sobre temas bíblicos, debíamos tener la venia clerical, su permiso. ¡Una ridiculez total! Rápidamente renacieron los devocionales del pastor de jóvenes, hablando de la inutilidad del conocimiento que por sí solo no es más que basura, de que nosotros solo buscábamos admiradores, que nos autoimpulsamos solos y que buscamos plataformas personales, de nuestra terquedad y el vivir criticando a la iglesia con una nuestra nefasta actitud, de las frivolidades que traen los temas exóticos de debate, de las tendencias independentistas con búsqueda de gloria personal, del servicio prioritario en la iglesia, de las necesidades serias que se multiplicaban por la baja autoestima de los que liderábamos el grupo… en fin, cosas de ese tipo. Toda una guerra no declarada.
Lo que agravó las cosas es que el pastor titular, semana tras semana, comenzó a incluir en sus prédicas algo sobre nosotros, platicando sobre la sumisión a los pastores, la inutilidad de la independencia, la unidad de la iglesia, nuestros oscuros corazones pecaminosos, nuestras malas motivaciones, entre otras cosas diversas. Con algo de horror ―debo confesarlo― descubrimos que el pastor titular siempre habla en sus prédicas de los problemas de la gente. ¿Comenta sobre la infidelidad? Seguro un líder le sacó la vuelta a su mujer. ¿Lanza su verborrea sobre los hijos contumaces? Algún joven está recibiendo su reprimenda. Entonces, era nuestro turno por osarnos a hacer las cosas por nuestra cuenta. Fin de semana a fin de semana era igual; no lo dejó de hacer ni siquiera en el domingo siguiente en que murió Gabriel. Nada de tregua tras el fallecimiento de mi hermano, nada de lutos ni consideraciones. Las semanas siguientes, sangrantes para mí, siguieron en el mismo plan. La teología del martillo en su expresión más pura.
El pastor asistente, recuperado parcialmente de una enfermedad, se encontró con ese escenario y nos visitó una semana, interesado en el fenómeno rebelde, que ya a esas alturas era conocido por varios pastores de la denominación. Él observó las poses de algunas personas y del grupo como un todo (cierta autosuficiencia y superioridad respecto a la iglesia), el peligro de nuestro anarquismo para la vida de los hermanos, la necesidad de guía pastoral (en realidad, de SU monitoreo) y la llegada de personas que no pertenecían a la iglesia, con otros trasfondos cristianos, cosa que él consideraba muy peligrosa. No aceptamos su propuesta de intervención. Luego los otros jóvenes de la iglesia nos bautizaron: las células oficiales se llaman CDA (Células de alabanza) y nosotros pasamos a ser CDR (Célula de rebeldes). Creativos, debo reconocerlo. De esa manera nos convertimos en un elemento muy incómodo y políticamente difícil: no podían hacer nada por detenernos sin provocar una pésima imagen; el nulo margen de acción desesperaba al clero.
Me fue muy difícil aguantar ese ataque homilético, en especial cuando me encontraba en una situación tan vulnerable, y estaba perturbándome cada vez más. En la prédica navideña de 2006, cayó la gota que rebasó el vaso, sobrepasando la necesidad de estructura que me mantenía en la iglesia. En lugar de tener una exposición sobre la navidad, Belén, la kenosis, la venida del salvador o algún otro tema vinculado, el pastor titular habló sobre el pecado de algún miembro de su liderazgo con una sorprendente contundencia. Salí literalmente asqueado. Allí decidí cortar todo: renuncié a la iglesia (cansado que hablen de mí y del grupo cada domingo. ¿Acaso el pastor titular tenía una obsesión con nosotros? Seriamente parecía que era así) y bloqueé al pastor de jóvenes de mi cuenta de correo electrónico, evitando la llegada de sus devocionales envenenados. Comenzó un año lejos de la comunidad que me había acogido por 14 años, convirtiéndome plenamente en un cristiano sin iglesia. ¿Lograría el grupo sobrevivir? ¿Qué tendría que hacer para que eso suceda? ¿Tendría la capacidad de poner en práctica las nuevas ideas eclesiológicas o fracasaría en el intento? ¿Debería buscar otra iglesia? ¿Podría encontrarla? Muchas preguntas salían de la nada, urgidas de respuestas que no tardarían en llegar.