domingo, 28 de noviembre de 2010

La ilusión de la pureza

Que estamos en el mundo pero que no somos del mundo es un adagio, plenamente bíblico, que nos enseñan en las iglesias en las primeras clases de verdades fundamentales del cristianismo. Es evidente ―a mis ojos de seguidor de Cristo a-eclesial― que la interpretación del texto en cuestión no es literal, sino que es más relacionada a la desvinculación del sistema de pecado que impera, a nuestra nueva ciudadanía, a nuestra transformación de creaturas de Dios a hijos de Dios. Pero lo que ha sucedido, para variar, es una tremenda malinterpretación del texto que ha llevado a las iglesias latinoamericanas a padecer de un mal cuya patología provoca profundas ganas de aislamiento, complejos de superioridad, instauración de microculturas y tufillos santificadores: el mundo es malo; lo que produce el mundo es malo; yo no soy del mundo; no debo vincularme con el mundo ni con las cosas que produce porque quiero ser puro, no pecador como los del mundo; lo mejor es estar lo más aislados posibles, viviendo en nuestras cuatro paredes; así seré un cristiano feliz, listo para cuando me llamen al cielo, donde mi mansión me espera.

Entonces, me haré más puro si me aíslo del malévolo mundo, creando mis códigos de lenguaje, usando vestimentas particulares o viviendo en rutinas absorbentes que me ayuden a ocupar mi tiempo. Por ello, es frecuente que los evangélicos no tengan amigos de verdad en el mundo; o, si los tienen, sean contados, ninguno profundo por temor a la contaminación: se nos invita a las amistades con hermanos de la iglesia, se nos instruye diciendo que esas amistades son superiores. Ya ni hablemos del tema del yugo desigual (estar de novios o casarse con alguien del mundo), otra tremenda malinterpretación de la que seguro escribiré un día de estos. Como acabo de decir, percibo una patología generalizada, de contumaz resistencia a intentos de medicación.

Las tendencias monacales evangélicas tienen distintos matices, aunque son inconsistentes en todos los casos. Es decir, si digo que el mundo es ontológicamente malo y no deseo contacto con él, pues lo que debo hacer, realmente, es seguir el ejemplo de los monjes orientales en un estricto anacoretismo, viviendo sobre un árbol o sobre una columna. Pero hacer esto es un ingente absurdo. Si me ubico más al centro, decidiendo filtrar, escogiendo qué tomo y qué rechazo más allá de los principios y valores que perentoriamente necesitamos discernir, entramos en el más puro dominio de la especulación. Esta extensión de las maldades del mundo más allá de los límites ético-morales no ha hecho más que traer un caos total. Por ejemplo, a cuenta de agradar a Dios rechazaré la moda del mundo y me vestiré de estricto saco y corbata (una moda que también es del mundo) o con largos vestidos hasta los tobillos, pero a cuenta de hacer la obra que Dios me ha encomendado elijo evangelizar al mundo con todos los medios que la tecnología me permite: Twitter, Facebook, radio por internet, canales de TV, spam, y un larguísimo etcétera. ¿Cómo sustentar los filtros parciales que rechazan moda y aceptan los últimos avances en tecnología de la información? No hay manera.

A mi entender, es absurdo pensar que redactar un blog o escribir libros digitales es anticristiano porque la tecnología vino del mundo. Por aquí anda el error de los amish, que deciden no mezclarse al rechazar la tecnología: siendo puristas, deberían vivir como los cromagnon o los no contactados de la amazonia y no con los avances del siglo XIX que serían igual de pervertidos que los del siglo XXI. La tecnología va más allá de pantallas planas e I-phones: también son procedimientos, pensamientos e ideas nuevas. Nos es claro que un Nintendo Wii y un auto híbrido es tecnología, pero también lo es, a su manera, los modelos de medición del riesgo de mercado, las leyes ambientales, el coaching, el mentoring y la gran gama desarrollada en la teoría de las organizaciones. Debería, entonces, ser indiferente usar electricidad, implantar un esquema de iglesia online, o desarrollar en una iglesia un modelo bajo las últimas teorías desarrolladas por los gurúes en Recursos Humanos (claro está, sin olvidar en foco en los principios bíblicos). Es una quimera la pureza que digo tener si evito usar las “teorías de ese pecador que hasta divorciado es”, o la página web de aquel ateo que enseña técnicas para la crianza de hijos hiperactivos. Atar de esa manera la técnica y la persona es un error.

A pesar de lo que podemos pensar, estos desarrollos se hacen desde una parte de la naturaleza humana que compartimos con Dios por ser su imagen: la capacidad de crear. Lo simpático del asunto es que no hay restricción a su uso en la iglesia salvo evidentes conflictos morales como los que, quizá, podrían existir en los avances actuales de la biología. Por ello la iglesia cambia, se mueve con los tiempos, abandona preceptos viejos, reflexiona y establece adagios nuevos, que seguramente serán reemplazados por la generación siguiente, como debe ser. Este proceso de cambio no lo provoca el mundo, sino que es un aspecto natural de la humanidad, que seguramente existiría si Adán y Eva no se hubiesen comido la manzana. Resistir este proceso no me hace más puro ni merecedor de la aureola del apóstol Pedro. Defender el dogma implantado por nuestros abuelos es verdaderamente ir contra la corriente, es ser antinatural. Por ello, adelante con la iglesia online, las nuevas teologías, las renovadas liturgias, las nuevas organizaciones eclesiales. Eso no es el mundo entrando en la iglesia, es ser cristianos siendo humanos de verdad: creadores, no estáticos, llenos de la vida que Dios nos regala.