miércoles, 28 de julio de 2010

Dejados atrás (27)

E) La informalidad

Al igual que tantas otras organizaciones en Latinoamérica, las iglesias son profundamente informales. Suelen funcionar a la volada, como sea, tratando de subsistir sin planificación ni visión de largo plazo. La mayoría de sus prácticas rozan lo irregular. Desde el lado económico, estilan no pagan beneficios sociales (como no los pagan las empresas informales), no provisionan para la jubilación (hermanos, Dios proveerá, y más si es para los llamados por Él), hay atrasos en los sueldos que, para peor, suelen estar por debajo del salario mínimo aunque a veces están en el otro extremo. No hablemos del pago de impuestos municipales o gubernamentales, o los simples pagos de los servicios básicos, para los cuales hacen milagros. Las finanzas son un caos total, pero se presupone siempre la confianza en Jehová Jireh que entregará todo lo necesario. En ocasiones se teologiza, hablando de la falta de fe o, tal vez, de la doctrina de la prosperidad que han manipulado profundamente a miles de congregaciones, instruyéndolas a que den mucho dinero para que los laicos puedan ser ricos. Hay cosas tan anormales como las que vive el personal adosado a una iglesia, como las secretarias, conserjes u otros. Los pastores, al menos, tienen una base escritural neotestamentaria cuando se dice que “digno es el obrero de su salario”, tal cual lo escribió el apóstol Pablo. Los demás, en cambio, no tienen nada que extraer de la Biblia de manera explícita y, además, algo adicional les juega en contra: la lógica del “servicio”. ¿A qué me refiero? Que su salario se recategoriza y pasa al rubro de “ofrenda”, por lo que ningún beneficio les corresponde. Así, también, se justifica el pagar sueldos menores al mínimo establecido por ley. Realmente lo que hacen –a los ojos de esas iglesias- no es un trabajo tal cual lo harían en una empresa cualquiera. Es un servicio para Dios que tiene lugar en la iglesia local. ¿Visión errónea? Evidentemente. Por supuesto, así no es en todas partes, pero la práctica campea sin control. Son los derivados de la informalidad.

La natural tendencia a la autocracia pastoral, el orgullo y el control que sofocan el ambiente desde Tijuana a Ushuaia, se aprovechan de esta característica tan particular de nuestras sociedades, generando estructuras inequitativas que les brindan grandes beneficios. Es como Alberto Fujimori en la década de los noventa. Aprovechando la coyuntura de lucha contra la subversión, la oposición congresal, el descontento popular y la debilidad de las instituciones peruanas ―una suerte de informalidad estatal y política―, cerró el Congreso en 1992 ―con un noventa por ciento de aprobación de la ciudadanía al comienzo, yo entre ellos―. Lentamente, comenzó un proceso de copamiento de las instituciones: el Congreso, el Poder Judicial, las Fuerzas Armadas, los medios de comunicación, los jurados electorales, todo apoyados por la corrupción más grande de nuestra historia: la fujimontesinista, que hoy quiere volver al poder bajo el amparo de la hija del líder, hoy condenado por delitos de lesa humanidad. Todo se hundió tras el fraude electoral del 2000 y la evidencia de la putrefacción política que todo el Perú vio en un video donde Vladimiro Montesinos compraba conciencias y votos a favor de Fujimori, obligando al dictador a renunciar vía fax desde su otra patria, Japón, donde llegó a postular al poder legislativo. En las iglesias es lo mismo. La fragilidad institucional permite a los autócratas, poco a poco, copar los espacios, arrebatar el control que los laicos podrían tener, para finalmente hacer sus propios feudos, amparados en una exégesis bíblica deficiente. Lo que agrava todo es la necesidad de las masas latinoamericanas por un liderazgo fuerte, aplastante, que nos marque el camino y nos diga qué hacer. Una simbiosis perfecta que en las iglesias junta a un roto con un descosido. Todos felices en la distorsión de la disfuncionalidad, jubilosos en el fango, en el hedor del chiquero.

El pastor titular pasó por un proceso similar. Casi sin que la gente se de cuenta, cambió la manera de administrar la iglesia, pulverizando el consistorio ―donde laicos comprometidos podían contrapesar su poder― para pasar a un esquema vertical de administración, donde él decidiría todo, determinando un cuerpo administrativo compuesto por laicos, pero que sólo tendrían capacidades operativas, no políticas. Es curiosa la manera de argumentación de los cambios. A los laicos de la iglesia nos decía que “la iglesia no es una democracia sino una teocracia”, argumento que nunca me dejó satisfecho aunque se enseñaba mayoritariamente en toda la denominación. Con frecuencia discutí sobre él con varias personas. Sin embargo, en otras esferas ―léase, entre el gremio pastoral o ante laicos maduros― el discurso era distinto. Se esgrimía que la democracia en la iglesia es algo que se debe enseñar, algo que se debe aplicar paso a paso. Por ello, las normas de la denominación sugieren un modelo de control completo de los pastores titulares que permita enseñar a los laicos cómo debe ser la democracia para instruirlos y, después, cambiar la forma de gobierno. O sea, se hablaba de una temporalidad del control absoluto. Pero ese argumento es ridículo si los pastores no están dispuestos a entregar el control cuando la iglesia esté “lista” para esquemas democráticos. Es como decir que te enseñarán democracia con dictadura. Esto podría funcionar en otras realidades, pero aquí, donde muchos líderes religiosos son adictos al poder y el control, es imposible. El esquema está destinado al fracaso.

El poder total agregado a la informalidad trae como resultado repúblicas bananeras, casi al estilo del Otoño del Patriarca de García Márquez. Puedo tomarme la libertad de hacer un símil eclesiológico y hablar de iglesias bananeras, donde se hace lo que al líder se le da la gana, por encima de todo, y donde las normas y leyes han sido dadas o interpretadas a la medida. Por ejemplo, es pasmosa la falta de transparencia en la iglesia. En las asambleas, las cifras se dan en números agregados, instruidos los expositores a no dar las cifras en detalle. Nunca entendí el por qué. Hay temas tabú de los que nadie habla o interroga. Por ejemplo, ¿cuánto gana el pastor titular? ¿Por qué los miembros de la iglesia, que aportan diezmos y permiten la subsistencia de la iglesia, no pueden saber eso? ¿Qué ingresos adicionales recibe el pastor titular en sus viajes como conferencista o como director de una organización paraeclesiástica? Me pueden decir que eso es irrelevante ya que esos ingresos son independientes a los que la iglesia le paga al pastor titular, pero si él trabaja a tiempo completo para la congregación, entonces está recibiendo un sobresueldo o, en otras palabras, se le está pagando por un servicio no brindado o entregando a alguna otra organización. Un sueldo por no trabajar, tal cual lo reciben malos funcionarios públicos que reciben dos o tres sueldos de tiempo completo. ¿Cuánto ganan los pastores asistentes? ¿Por qué la gran diferencia con el sueldo del pastor titular? ¿Cuánto se gasta por administración? Si yo pago, ¿Por qué no tengo capacidad de decisión? ¿Se les paga a los pastores-misioneros que colaboran con la iglesia? Si no es así y si la iglesia crece, ¿Por qué no traer más pastores, por qué una iglesia del mismo tamaño y más pobre tiene más pastores que la nuestra, en teoría más pudiente? ¿Quién decide el monto de los sueldos? ¿Por qué es el pastor titular? ¿No es un riesgo que tome decisiones monetarias? ¿Por qué se subsidia casa, auto y estudios para los hijos? ¿No es mejor que, como el resto de la gente, directamente sea el clero el que pague por sus gastos, sin ningún tipo de subsidios? ¿Por qué el pastor titular tiene que decidir por todo los ámbitos de la iglesia? ¿Quién controla las decisiones del pastor titular? ¿A quién acudimos si una de sus decisiones nos parece injusta, errada, condicionada? ¿Qué hacemos si no hay nadie a quién acudir? ¿Estamos perdidos? ¿Quién limita su espiritualización? ¿Quién evalúa sus enseñanzas teológicas? ¿Existen mecanismos mediante los cuales podemos prescindir, de ser necesario, de los servicios del pastor titular, el pastor asistente o el pastor de jóvenes? ¿Existen mecanismos por los cuales podamos cambiar las normas denominacionales? Existe una falta de transparencia tremenda, y esto es por lo endeble de las políticas, criterios y normas: es el pastor titular que lo decide todo. ¿Existe un estatuto de la iglesia local? ¿Está a disposición de los miembros? ¿Quién estableció el estatuto? ¿Estamos en la capacidad de cambiarlo? ¿Quién representa a los laicos en las asambleas denominacionales? ¿Nadie? ¿Por qué es así? Resumiendo todo, ¿Podemos hacer algo si un pastor se apodera de una iglesia local? ¿Podemos hacer algo si un grupo de pastores se apodera de una denominación? La respuesta siempre debe ser sí, aunque por ahora lamentablemente es no. Todo funciona informalmente, al margen de leyes o normas, sin control, a merced de la voluntad de un(os) iluminado(s). Y ya se sabe que si se tiene todo el poder… el riesgo de corrupción se incrementa. Cuestiones irregulares ya se han dado. ¿Se esperará a que las circunstancias empeoren? ¿Creen que el nombrar como vitalicio al pastor titular contribuirá a solucionar los impases? Nuevamente la respuesta es no. Los cambios profundos se hacen necesarios: la iglesia los merece. La missio dei los requiere. El futuro los demanda.

domingo, 25 de julio de 2010

Dejados atrás (26)

En realidad, tanto la máscara como las cinco características de la personalidad eclesial del pastor titular son, con varios matices, un arquetipo que está muy extendido en toda América Latina. ¿Cómo nos libramos de estas patologías? Pienso que podemos combatir estas anomalías si nuestra praxis parte del seno de la comunidad, de toda la gente unida que se compromete a avanzar paso a paso en la vida cristiana, apoyándose, siendo amigos, conociendo más el amor de Dios, madurando bíblicamente en pos de la santidad. Sin comunidad no hay cristianismo; sin comunidad hay sólo apatía y distorsiones. No en vano Jesucristo les dijo a sus discípulos que “donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. (Mt. 18:20, RV60) Es en el espacio vívido de la comunidad donde la presencia de Cristo se hace sólida porque mediante la vida en común (Hch. 2:42b) es que Dios nos permite conocerle mejor. Es así porque al vivir en comunidad replicamos el modelo trinitario. La trinidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas independientes pero una completa al mismo tiempo, es nuestro ejemplo por excelencia de comunidad. Como la trinidad, nosotros somos varios pero a la vez podemos ser uno en el amor del Señor, preparados para disfrutar y enfrentar las alegrías y penas de la vida, juntos. El ejemplo trinitario de equidad, comunicación y amor incondicional nos impulsa a capturar el modelo que debe ser el norte de nuestra praxis de vida cristiana.

La vida en comunidad nos recuerda la entrega de Jesucristo al venir a la cruz para morir por nosotros, abandonando su dignidad divina a la diestra del Padre (Fil. 2:5-11). Esto nos habla del trato entre los miembros de la comunidad. Si el mismo Jesucristo se hizo como una persona humilde, nacida en un establo y crecida en un pueblo insignificante, ¿quiénes somos nosotros para manifestar actitudes de superioridad? ¿De mayor santidad por vano orgullo? ¿De soberbia? ¿De afán de control? ¿Porqué si Cristo fue de arriba hacia abajo (Divinidad-encarnación-pesebre-crucifixión) nosotros pretendemos ir de abajo hacia arriba (mundano-converso-líder-pastor-¿apóstol?) en nuestras propias relaciones en las iglesias? Por lo tanto, es en humildad que un miembro decide someterse a otro de manera voluntaria. ¿Qué implica este principio de humildad? Primero, la igualdad absoluta entre todos los miembros sin importar nuestro cargo funcional en la iglesia. Segundo, el realce del sacerdocio de todos los creyentes y el hecho de que absolutamente todos tengamos que hacer la misión de Dios. La suma de ambas nos trae una conclusión determinante: no existe la línea entre el laico y el pastor. No existe porque somos ontológicamente lo mismo; no existe porque todos somos iguales. Por lo tanto, no hay cabina a pretensiones controladoras ni son necesarias las máscaras, porque no existe imagen qué proteger. Tercero, la entrega de los miembros por su otro, por su hermano, en actitud permanente de servicio abnegado. Pensar en lo mejor para el hermano, porque eso es lo que nos dijo el Señor y lo recalca, con otro énfasis, el apóstol Pablo (Mt. 22:39; Gal. 6:10). Con esto, no existe el considerar al laicado como objetos para usar.

Hacia adentro la comunidad, valga la redundancia, subsiste para hacer comunidad, hermandad, compañerismo, vida en común, koinonía. Hacia afuera la comunidad está para cumplir la misión que Dios nos ha puesto en la tierra. ¿Qué misión? La comunidad debe impulsarse activamente en una actitud solidaria con el mundo, comprendiendo lo mejor posible lo que sucede en la sociedad y estando prestos a dar, porque de esa manera podremos comprometernos con la idea de construir el reino de Dios en la tierra. Ese dar implica predicar el evangelio con firmeza pero a la vez estar presente en las vivencias de la gente, allá afuera, en sus actividades comunales y sociales, en sus fiestas y entierros, en los nacimientos y graduaciones, en la construcción de la plaza del pueblo o jugando el campeonato de fútbol del fin de semana. Aquí aprendemos a desarrollar la empatía en la mejor de las maneras. Aprendemos a soñar y reír con el otro, a comprender su alma, a amarlo de verdad. La insensibilidad pasa a mejor vida, a consumirse en el lago de fuego y azufre.

Es en el seno de la comunidad donde se manifiesta el núcleo del poder. Nunca el control es cedido a una persona en exclusividad; ya se adelanta eso cuando se nos dice que nos sometamos los unos a los otros y nos explican el esquema de la autoridad esposo-esposa, hijo-padre, amo-esclavo, iglesia-Cristo. Por lo tanto, es la comunidad es quien debe validar cualquier mensaje llegado a algún miembro de su seno. Uno no se las sabe todas. Ya no existe el sumo sacerdote. Si alguien tiene una visión-llamado-profecía-palabra-revelación, es la comunidad la que, en un espíritu de reverencia, debe contrastar si lo recibido viene de lo alto o de lo bajo, de las nubes o de nuestras tripas. Así evitamos espiritualismos vacíos, nos libramos de fiascos e invitamos a que el equilibrio se establezca entre nosotros. La comunidad como gobernadora cancela las inclinaciones controladoras porque desaparece el predominio de uno sobre los demás, pulverizando los alimentadores del orgullo, dejando en inanición a los adictos al control y permitiendo que el sacerdocio de todos los creyentes se manifieste en toda su extensión, logrando que la misión de Dios sea más pura, dirigida, abierta y hermanada. El equilibrio, tal cual se manifiesta en la trinidad, es quien dirige todo. No hay, entonces, pastores-oráculos, pastores-dictadores, pastores-gerentes. Nada de eso existiría. Allí está el fundamento de un nuevo modelo de iglesia: abierta, inclusiva, receptora y emisora del amor de Dios, predicadora de la real y absoluta libertad.

viernes, 23 de julio de 2010

Dejados atrás (25)

Los primeros en entregarnos a la iglesia somos aquellos que hemos tomado a la congregación para llenar nuestros vacíos (mi caso), sin darnos cuenta que estamos ante una moledora de carne que nos triturará si nos salimos de la línea. Al principio, todo será excelente mientras te mantengas en regla, pero si un día objetas al clero y, como el clero está convencido de tener la razón ―considera que las voces opositoras vienen del diablo―, eliminarán la disidencia en una especie de cruzada personal. El opositor se convierte en sarraceno jerosolimitano que debe ser expulsado. El fin justificará los medios. “No me importa quienes se vayan. Vendrán otros, la cosa es mantener las cosas como están”. Increíble cómo la iglesia, en vez de curar, destruye. Nos pasó a los miembros de nuestro grupo de reflexión, pero sé que también le ha sucedido a incondicionales al pastor, que decidieron marcar distancia por cuestiones diversas, recibiendo tras su salida un trato frío, con mentiras incluidas con el fin de guardar las apariencias ante los demás. Ellos, convencidos de minimizar los daños a la iglesia por amor a los hermanos, optaron por el silencio, pero así han perpetuado la disfuncionalidad corrosiva que dirige las acciones del clero.

La cuarta característica que puedo observar del pastor titular es su fuerte tendencia a la espiritualización, que lo ha convertido, en la práctica, en un oráculo. Con frecuencia enfatiza los largos tiempos de oración que tiene, comentando sobre sus momentos de intimidad y cercanía con Dios donde la misma Divinidad le habla. Afirma siempre que sus decisiones las toma luego de mucha reflexión y largos momentos de oración. Bien por eso. Sin embargo, cuando las experiencias místicas de los momentos de oración se convierten en el validador de las decisiones, el dominio de la subjetividad se hace muy grande. ¿Habla Dios o habla mi yo? Me hace acordar a aquel joven que un día le dijo a una chica: “Dios me ha dicho que tú debes ser mi enamorada”, aunque ella nunca oyó alguna voz celestial. Es claro que en este caso “Dios” eran las hormonas y la calentura. Por ello se hace perentoria la validación de los “mensajes”, y la manera más fácil de contrastar si realmente Dios habló es mediante los resultados al estilo del testeo de la voz profética (Deut. 18.21-22). Aquí el pastor titular tiene sendas derrotas. Para muestra dos botones. El primero es el caso que ya conté respecto a los tremendos errores que cometió al contratar al reemplazante del pastor de jóvenes de la década del noventa. Una desgracia total, ―según él, bajo la venia de Dios, por supuesto―. El segundo es un caso más actual y más sensible. Es la compra del nuevo templo.

Fue el pastor titular el que insistió que se compre el local donde la iglesia funciona ahora porque así Dios se lo había dicho. Yo pude ver las proyecciones financieras del proyecto de compra. Un riesgo tremendo, porque se estimaban los flujos proyectados en base a los aportes voluntarios de unas pocas personas, las más pudientes de la iglesia, de las que no tienes la seguridad de que permanezcan en los próximos años. Además de esto, el pago mensual al Banco por el préstamo implicaba un porcentaje alto de los gastos futuros de la iglesia. ¿Y si el flujo de diezmos y ofrendas decae? El pastor afirmó con seguridad que las dudas financieras eran una simple señal de falta de fe, dudas de la provisión y el poder de Dios. “Las finanzas de Dios se manejan bajo otros parámetros” le dijo a algunas personas. En estricto, el proyecto de compra jamás debió realizarse, pero el pastor titular insistió con él con terquedad, en una decisión espiritualizada, subjetiva. Hoy, los diezmos se han reducido y la iglesia sufre para afrontar sus gastos corrientes, acumulando diversas deudas. ¿Las finanzas de Dios incluyen esos desórdenes? Evidentemente en el tema del templo al pastor titular no le habló Dios sino su ego: quería ser el constructor del templo, mostrarse con su obra ante el resto del clero de la denominación, ser el más importante. Todo, sustentado en una espiritualización falsa, que le colocó un barniz de santidad a su deseo.

La quinta y última característica que puedo observar es el exquisito dominio del pastor titular de la manipulación a los miembros de la iglesia. Percibo varias aristas en las prácticas manipulatorias. La más evidente es su uso de las prédicas dominicales con fines distintos a los que menciona Orlando Costas , cuando reflexiona sobre los caracteres de la homilética: teologal (el conocimiento de Dios como fin de nuestra predicación, más allá del simple evangelismo de primer nivel), cristológico (Cristo como eje debido a su papel de mediador de un nuevo pacto. Ver Hch. 8:5, 35; 9:20; 10:36, 1 Cor. 1:23, 2 Cor. 4:5), evangélico (se anuncia preminentemente la actividad de Dios en Cristo a favor de la humanidad), antropológico (el hombre como receptor por excelencia del mensaje), eclesial (el contexto de la predicación es la iglesia y está íntimamente atada a la existencia y misión de ésta), escatológico (la predicación pertenece a los sucesos de los últimos tiempos ―porque, por si acaso, ya en tiempos neotestamentarios se pensaba que se estaba en los postreros días. Ej. 1 Jn. 2:18― y confronta al hombre con sus realidades futuras), persuasivo (mediante la predicación se convence a los hombres de entregarse completamente al Señor), espiritual (es un acto testificante del Espíritu Santo) y litúrgico (la predicación unifica la adoración pública, hace contemporánea la victoria del evangelio y provee el tema del culto).

Predicar es una tarea de gran responsabilidad. La multiplicidad de aristas de la predicación se resalta cuando Santiago escribe que “nos nos hagamos muchos de nosotros maestros, porque recibiremos mayor condenación” (Sgo. 3:1). A pesar de lo delicado de la advertencia, puede pasar que a veces la experiencia nos juegue una mala pasada. Me explico. En economía existe un concepto llamado marginalidad. ¿Qué quiere decir? Imagina que eres una persona estás en un día de más de cuarenta grados de calor y te mueres de sed. Buscas una Inca Cola. La primera te sabe a gloria, la mejor sensación del mundo, pero quizá la novena no la podamos beber. Esta es una forma de entender la marginalidad: la utilidad de los bienes consumidos disminuye gradualmente mientras sigamos consumiendo el bien, hasta que, quizá, en un momento se haga cero o incluso negativa.

La marginalidad se aplica al púlpito, la predicación y la experiencia del pastor titular. Seguramente sus primeras prédicas las preparó como si se fuera a exponer frente al mismo Jesucristo, pero poco a poco esta emoción inicial se fue perdiendo, y luego de veinte años ya estaba en piloto automático. Puede ser un excelente orador, pero movido por la inercia, por la degeneración. Ya no mira a Dios como antes, ha olvidado lo que la predicación es. El sermón se ha vuelve seco, repetitivo, laxo, emocionante para el recién llegado pero árido para el cristiano con algo más de recorrido por el camino de la fe que se conoce hasta las bromas que hará el pastor junto a la anécdota graciosa que cuenta (y tal vez el libro de donde las saca). El sermón se convierte en una tribuna para la corrección de la congregación cada domingo, para la expresión de sus opiniones particulares sobre cualquier tema o persona, con frecuencia sesgadas y sin conocimiento de causa pero supuestamente con justificación bíblica. Desde el púlpito el pastor habla de una situación “supuesta” introducida en su prédica, cuando en realidad es el problema que en la semana aquejó a algún miembro de la congregación. ¿Habla sobre la fidelidad a la mitad de un sermón sobre la fe? Descubrió algún marido infiel. ¿Sobre la violencia familiar cuando el tema es la navidad? Algún ujier golpea a su esposa. En este nivel ya el púlpito se ha devaluado, el valor marginal de la predicación ya es negativo. Lamentable hasta las lágrimas. Se perdió la brújula. Quizá donde con más frecuencia se utiliza mal el púlpito es cuando se lo usa para presionar sobre el diezmo, asunto sumamente recurrente en los discursos pastorales.

Aunque las prédicas del pastor titular son estructuradas y coherentes, la marginalidad ―fruto de sus más de treinta años de experiencia― hace que sus sermones sean masticados, unidireccionales, sin nada para pensar. Todo es conclusión, todo está resuelto, no se permite la apertura de pensamiento, no brinda opiniones discordantes, jamás insinúa una diversidad de perspectivas. Por lo tanto, hace a la gente dependiente, convencida de que recibirán la verdad de él como conducto preferente: la mente crítica no cabe en su modelo. Es como un dador de la ley, al estilo de Moisés. Su palabra debe seguirse, sin discusión, aunque no está liberado de polémica, en especial cuando trata cierta temática como la de la homosexualidad, donde el pastor titular tiene una opinión sumamente conservadora e intransigente. Para hacer el circuito completo, es reacio a que la gente interactúe con hermanos o pastores de otras iglesias. Este recelo no es exclusividad del pastor titular sino un mal generalizado que he observado en diversas denominaciones. El contacto con otras realidades podría “abrir los ojos” de algunos laicos o, al menos, generar cierto pensamiento crítico, una escandalosa “mala palabra” del fundamentalismo.

Otro mecanismo de manipulación que observé es la política de mantener al laicado en ignorancia. Aunque es verdad que suele existir cierto desinterés en conocer los detalles del funcionamiento de la iglesia, tampoco es que el pastor titular esté incentivado a que exista un involucramiento de los laicos en las dinámicas operativas y menos en la toma de decisiones. Por ejemplo un día eliminaron el consistorio y la gente prácticamente no se dio cuenta de lo que sucedió. Le preguntas a alguien que estuvo presente en la asamblea sobre por qué razón votó así y no tiene ni idea. Pocos sabían exactamente qué estaba pasando. ¿Exceso de confianza? ¿Dejadez? A algunos les conviene que las cosas sean así, y se han aprovechado de la situación.

miércoles, 21 de julio de 2010

Dejados atrás (24)

Una tercera característica de la personalidad del pastor titular, y quizá una de las más peligrosas, es una profunda insensibilidad ante el dolor propio y ajeno que se deriva de una inexistente capacidad de empatía. La máscara que tiene puesta todo el tiempo es impermeable al sufrimiento, perdiéndose cualquiera de los sentimientos más naturales: amor, júbilo, tristeza, soledad. Da la impresión que todo se oculta, todo pasa, todo resbala, todo rebota, por ello su actitud siempre plana ante las circunstancias. Recuerdo con claridad dos eventos muy tristes que hablarán más que un millón de palabras.

Pocos días después que le detectaran leucemia a mi hermano Gabriel, me vi en el simple dilema de seguir con el curso de maestría en misiología que comenzaba el fin de semana siguiente. Al final, decidí asistir. En clase, muchos ya sabían el drama familiar que me aquejaba. Para la asignatura de ese mes se inscribió el pastor titular (es el mismo curso del que escribí párrafos atrás) junto a otros tres pastores de distintas iglesias, y dos hermanos más. Antes de comenzar, el profesor oró por mí y mi familia, y no pude evitar llorar sin parar por varios minutos. Mientras el profesor oraba, varios se me acercaron, abrazándome para tratar de darme fuerzas. Fue un momento especial. Sorprendentemente, el pastor titular se quedó en su sitio, sentado, con los ojos cerrados, inmóvil, como si no hubiera sabido qué hacer. Yo era miembro de su iglesia, ¿no debía ser el primero en aproximarse? No. La triste circunstancia la sintieron todos en el corazón excepto él. Se quedó allí, atornillado. ¿Por qué? ¿Pretendió respetar el espacio pastoral ajeno? Es posible, pero lo dudo bastante.

El otro de los eventos también tiene que ver con Gabriel. El acababa de morir. Estaba en su cama, acostado, con toda la familia reunida alrededor en el cuarto que fue mío hasta el día que me casé. Al rato todos los pastores de la iglesia estaban allí, junto a otras pocas personas, muy cercanas. La funeraria ya estaba en camino. Yo estaba afuera del dormitorio con los dos renunciantes, en silencio, intentando aplacar lo que sentía, tratando de justificar los meses de preparación del alma para ese momento avasallador. De pronto el pastor titular, que se encontraba junto a su esposa, me llama. De su posición podía ver directamente a mi hermano muerto en su cama, con mi hermana Gema en la cabecera, abrazándolo, dándole besos, despidiéndose.

Abel, mira, no es bueno que Gema esté allí tocando el cuerpo de Gabriel. Eso no le hace bien. Por favor, dile que se haga a un lado, que sólo lo observe― me dijo con seriedad.

Les juro que me dejó absolutamente desconcertado. Gema y Gabriel eran muy unidos. Sólo se llevaban un año, compartían el mismo grupo de amigos, Gema era enamorada del mejor amigo de Gabriel, sus vidas enteras eran compartidas con intensidad. ¿Cómo decirle a mi hermana que esté a lo lejos si pronto llegaría la funeraria, tras lo cual el contacto físico con el cuerpo de mi hermano se haría nulo, restringido a la división de un frío vidrio? ¿Cómo negarle el adiós? Era un absurdo, una palabra de alguien que no entendía la esencia de los sentimientos, que obviaba lo sentido e imprescindible de los detalles, las pequeñas cosas, que desconoce la parafernalia de los adioses. Lo ignoré por completo. Entré al dormitorio con mi esposa, nos sentamos del otro lado de la cama y acaricié a mi hermano, llorando un poco junto a Gema. El pastor vio eso; seguramente no le gustó nada mi pequeño desafío a su instrucción. No pude olvidar la sensación de confusión que me produjeron sus palabras.

Ante los demás aparenta no tener corazón. Eso se extiende a cuestiones ministeriales. Cuando una persona ya no sirve a sus propósitos particulares o si se decanta en su oposición, la arroja sin importar los años de servicio ni sus vínculos con la iglesia ni el amor con el que quiere servir a Dios. Al no existir vínculos emocionales profundos, lo que se crea es la visión de la gente como individuos para usar que deben darle lo que necesita. Nos convertimos en recursos, casi en inventarios contables. Hace un tiempo le robaron el carro y rápidamente pretendió que la congregación haga una colecta para comprarle otro nuevo. Utilitarismo al estilo más puro, porque no dudaron en pedir dinero a personas con pocos ingresos. Indignante. Recurro nuevamente a la ironía para hacer mi historia más gráfica.

Juan Rebelde escucha, en los anuncios que siempre dicen luego de la prédica, que hay una reunión al final del culto con todos los líderes de la iglesia. Insisten que el tema es sumamente importante. La cara de Jorge Iscariote, encargado de las finanzas de la iglesia, es de seriedad. “¿Será por el tema del diezmo, otra vez?” se preguntó Juan. “Si es por eso, pucha, me caerá entonces mi café por ser un líder que no diezma”. Juan piensa que lo toleran solo porque aún es necesario por la escasez de líderes.


Pepe Caifás (pastor asistente): Hermanos, los hemos reunido aquí por un tema muy importante. Quizá algunos saben que hace unos días, el Reverendo Anás (pastor titular de la iglesia), recibió una invitación para predicar en una iglesia de la denominación por su aniversario, y mientras se encontraba allí le robaron su carro. Hemos orado para que Dios castigue a los malhechores que han hecho esa monstruosidad contra un siervo amadísimo por Dios. Sin saberlo, esos individuos han acumulado sobre sus hombros un castigo feroz por parte del Dios de los cielos y de la tierra. Lamentablemente el mal está hecho y, por eso, el tesorero Jorge Iscariote tiene una propuesta que hacerles.


Sube el tesorero. La gente, muda, nerviosa, no dice ni una palabra.


Jorge Iscariote: Hermanos, como ya escucharon, el reverendo Anás no tiene carro por el robo sufrido mientras predicaba la palabra de Dios. Por ello, surge la necesidad imperiosa de que un siervo de Dios como él tenga la reposición del vehículo. No es digno de él que se tenga que movilizar en taxis o en el transporte público. Creemos también que a pesar de los pocos ingresos de la iglesia por el poco compromiso que hay (los magros diezmos) debemos responder a esta oposición del demonio con la mayor dedicación, expresando la fe de la mejor manera.
Juan Rebelde (susurrando a su amigo de al lado): Esto no me gusta nada…
Jorge Iscariote: Por lo tanto, creemos que la expresión de la fe es reemplazar el carro del pastor robado, un auto coreano del año 1995, por una SUV del año, preferentemente de fabricación europea. Así le responderemos al diablo, dejándolo en ridículo y proclamando la victoria del Señor mediante la manifestación tangible de la dignidad de sus hijos.
Juan Rebelde (susurrando otra vez a su amigo de al lado): Se viene la estocada, acuérdate de mí…
Jorge Iscariote: Para que esta expresión de victoria se concrete, necesitamos de la ayuda de todos ustedes. Se requiere una cuota extraordinaria, independiente del diezmo, de doscientos dólares por familia con hijos, cien dólares por persona sola con salario independiente, veinte dólares por persona que recibe una pensión de jubilación y lo mismo por jóvenes mayores de 18 años. ¡Hermanos! ¡Este ataque espiritual contra el reverendo Anás debe ser respondido! ¡Ataquemos con las armas de la fe! ¡Entre todos, compremos algo digno de la investidura del reverendo y Satanás no se atreverá a tocarlo nunca mas! Hermanos, llamaré al pastor Caifás para orar y luego recibiremos preguntas y sugerencias.


Tras la oración, la mano levantada de Juan Rebelde era la única que se distinguía entre todas las cabezas silenciosas


Juan Rebelde: Hermanos, antes de comentar, una pregunta previa: ¿el auto tenía seguro?
Reverendo Anás: Juan, tomar un seguro es una falta de confianza, es no creer en el cuidado de Dios. Jamás seremos acusados de falta de fe en el cuerpo pastoral de esta iglesia.
Juan Rebelde: Entiendo. Eso quiere decir que no hay ni un sol para recuperar del robo; y los pasivos al cuadrado de ese descuido los debemos tomar nosotros.
Reverendo Anás: No entiendo…
Juan Rebelde: Si hubieran tomado el seguro, se hubiera repuesto como la mitad del costo del carro. Allí se tendría algo. Pero bueno, aceptemos que no se tome el seguro. Lo que me parece absolutamente incomprensible es que en las condiciones de los diezmos de la iglesia pretendan hacer que los líderes paguen una 4x4 de 25,000 dólares, y más con el manipulador argumento ese de “derrotar al diablo” y “la dignidad del siervo de Dios”.
Jorge Iscariote: ¿Te opones a la compra? ¿Para ti nuestro reverendo debe andar por allí como un cualquiera? ¿No vez todas las bendiciones que Dios hace a través de él?
Juan Rebelde: Me opongo por principio a los privilegios. Si me roban el carro que seguro compraré en el futuro con mucho esfuerzo, y si cometo la irresponsabilidad de no tener seguro, pues debo asumir los costos totales. Y si quiero reponerlo con uno mucho más caro, pues debo tener los ahorros suficientes para ello o una línea bancaria aprobada. ¿Por qué no hace eso el pastor Anás? Que frescura. Me encantaría perder algo caro y que la iglesia lo pague. Así cualquiera. Los pastores en esta iglesia definitivamente tienen muy, muy, muy buenos privilegios.
Jorge Iscariote: Tu mezquindad es colosal. ¿Qué problema tienes? ¿No dice la Biblia que cuidemos a nuestros pastores?
Juan Rebelde: Claro, pero si pretenden comprar un auto –cosa que se puede discutir-, pues que sea usado. Todas las semanas nos repiten y nos repiten y nos tienen hartos con el asunto ese del diezmo: que no dan, que hay poco, que hay deudas, que no han pagado sueldos, que la luz, que el agua, que los teléfonos. Si es así, hay que ser prudentes y considerados, siendo conservadores. ¿Doscientos dólares por familia? Es un abuso, la verdad es que es un verdadero abuso. A propósito, ¿A nombre de quién está el carro?
Jorge Iscariote: En este caso, de quien lo usa. O sea, a nombre del Reverendo Anás.
Juan Rebelde: ¿Y no debería estar a nombre de la iglesia? ¿Porqué a nombre del pastor Anás si con los diezmos de la iglesia se compró el carro anterior?
Pastor Caifás: Estamos entre hermanos, y hay confianza total. Lo de la propiedad es algo irrelevante.
Juan Rebelde: No es irrelevante. Tampoco la pretensión de comprar un carro tan caro. Si es así, mañana querrán construir un templo para mil personas sin tener el dinero necesario para eso. Pasado querrán una radio, luego un canal de TV, esquilmando a los miembros, manipulando algunos textos bíblicos para justificar, hablando siempre que "la fe", "la fe" y "la fe". ¿Se podrán tolerar esas irresponsabilidades? Mejor cortar eso por lo sano desde ahora, y nos libraremos de cosas muy ingratas en el futuro. La sanidad financiera ante todo, hermanos.

lunes, 19 de julio de 2010

Dejados atrás (23)

D) La degeneración

Recuerdo con claridad mis primeras clases en el seminario de la denominación en un marzo de 2001 rebasado del calor veraniego. Una expectativa gigante me ahogaba con algo de misticismo, presto a un conocimiento más profundo de la Divinidad. Me sentía en mi lugar, en casa, siguiendo la vocación de mi vida. Lástima que algunas cosas cambiaran rápido, cuando cierta decepción se instaló en mi cabeza por el pobre nivel académico, aunque algo que me permitía superar esa contrariedad eran mis compañeros de clase. Gente sencilla, entregada, dispuesta a darlo todo por su Señor. Sus ojos reflejaban pasión, fuerza, emoción, vida, amor, convicción, fe. Su sinceridad me desbordaba: quizá yo sabía más cosas, tal vez tenía a la mano más herramientas pero no tenía su entrega. Yo confiaba en mi inteligencia, en mis capacidades; ellos dependían con sencillez y humildad del creador de todo lo existente. Simplemente querían servir a Dios en el lugar donde Él los pusiera. Ya en esos tiempos yo ponía las cosas en duda, sopesándolas con el rigor del cuestionamiento. Ellos eran en verdad como niños, confiando en Dios a ojos cerrados.

Un viejo profesor me dijo que el seminario no ha cambiado a pesar del paso del tiempo, que el espíritu se mantiene aunque las caras mutan. Entonces, puedo inferir que ese mismo fuego en los ojos que mis compañeros de clase tenían, seguramente lo poseía el pastor titular cuando comenzó su paso por las mismas aulas cuando tenía menos de veinte años. Una mirada diáfana y sincera. Sin embargo, en algún momento se inició un proceso lento, milimétrico, microscópico, tan imperceptible como el movimiento de los continentes que, cuando te das cuenta, ya están apartados; te fijas, y América del Sur y África están separados por el Océano Atlántico. Cuando comparamos al estudiante ilusionado de primer año de seminario con su imagen tras dos décadas de experiencia podemos encontramos con un evidente declive. Domina la tendencia autócrata, persiste una extrema espiritualización que condiciona la toma de decisiones a momentos cuasi-místicos, se impone la manipulación con el fin de utilizar a la gente. Existe una mutación del carácter intrínseca al proceso del envejecimiento, una secuencia degenerativa. El resultado es el perfil promedio de los pastores maduros de la denominación: (1) su afirmación de infalibilidad, (2) la nula aceptación de los propios errores por una gran soberbia con egolatría incluida, y (3) un total convencimiento de que Dios les habla, privatizando el carisma que, para los temas importantes, solamente puede venir a través de ellos, los ungidos. Esta triada define su forma de liderar.





El pastor titular calza con la descripción que comparte con muchos colegas de su generación. Sin embargo, analizarlo personalmente con más detalle es muy difícil debido a los pocos elementos que tengo disponibles ya que ha sabido marcar distancias con los miembros de su iglesia. Hablar de él es especular, conjeturar en base a unas pocas señales que me deben bastar para armar un marco conceptual de su temperamento eclesial, pero asumiré el reto a pesar del riesgo de insuficiente precisión. Palabras, actitudes públicas, hechos prácticos, varias charlas y mucha observación es lo que tengo, y con esa base trataré de construir el perfil que me permitirá analizar a la iglesia de una manera más profunda. Como en el caso del pastor de jóvenes, es una descripción ABSOLUTAMENTE PERSONAL.

El pastor titular es, en cierta manera, un desconocido. Nunca se ha mostrado vulnerable. No es nada transparente, siempre ha sido el “perfecto”, el “sin errores”, el “sin problemas” ―lleva siempre puesta una máscara con gesticulación nula e imagen permanente, fruto de un paradigma pastoral que él aprendió y afianzó, que viene de mucho tiempo atrás: el pastor solemne, distanciado de la gente, casi sacerdotal, dueño del lugar santísimo―. Sus ademanes, gestos y tonos de voz, son artificiales, una claro signo de la máscara gigante que se pone cada día, un real moai pascuense. Hasta predica de la misma manera en la que habla. ¿Tener la máscara todo el tiempo es señal de una baja autoestima o es que su ideal del yo es tan incompatible con su yo real? Su cabeza ya está automatizada, mimetizándose, al menos públicamente, con su máscara, generando un cinismo que lo ha convertido en un personaje calculador de manera tan natural que él no se da cuenta de eso, como el adicto que aun no ha dado el primer paso, rechazando el gran problema que tiene encima. Un enmascarado es una persona en extremo negadora de si misma porque confunde a la máscara con su propio yo. Ya no sabe quién es quien en verdad. Es un problema profundamente serio pero, afortunadamente, con una solución a la vista que pasa por la psicoterapia. Sin embargo, el pastor titular jamás aceptará algo así. Todo lo que ha construido en la vida se vendría abajo. Su pedestal colapsaría. ¿Cómo uno de los principales pastores de la denominación puede ir a psicoterapia? ¿Cómo puede permitir tamaña muestra de fragilidad? ¿Qué diría el laicado? Las iglesias tienen un prejuicio completamente infundado hacia la psicología que aún no logran superar. Pasarán años hasta que acepten que uno de sus líderes puede ir a terapia o tome algún tipo de medicación. Prefieren dejar que patologías como la máscara, fruto de un modelo que poco a poco está colapsando, permanezcan extendidas por todas partes.

Al pensar en la relación del pastor titular con la congregación, encuentro cinco aspectos en su personalidad que marcan el trato profundamente, condicionando el comportamiento de la comunidad como colectivo social. Cinco aspectos negativos que han enfermado a la iglesia lentamente, con tal sutileza que muchos no se dan cuenta de la carga que tienen encima, caminando por la Franja de Gaza cuando en su mente creen andar por las arenas de Tahití. La primera característica de la persona del pastor titular es que posee una necesidad de control sobre la gente tan grande que es ya un vicio, como lo es para Alberto Fujimori o Hugo Chávez. ¿Por qué un líder religioso puede llegar a desarrollar este tipo de adicción? Creo que lo que potenció esta patología es su ingreso al clero a una edad muy temprana. Él entra al seminario en un contexto de crecimiento explosivo de la denominación, un real avivamiento. Ya de estudiante tuvo responsabilidades pastorales, y con relativa rapidez se hizo pastor titular de la primera iglesia en la que ministró, antes de cumplir los treinta años. Desde muy pronto tuvo gente a su control, y es bastante probable que esto lo haya desubicado, de la misma manera que la fama afectó a Diego Armando Maradona: la popularidad temprana lo deformó, llevándo al diez al caos que gobierna su vida hasta el día de hoy. Lo mismo puede causar el poder temprano. Alan García fue presidente a los treinta y cinco, pero dejó al país en la peor de sus desgracias. ¡El riesgo de la inmadurez es poderoso! A eso se expuso el pastor titular y sucumbió: Hoy en día cree que merece el control sobre los demás. No es sólo su culpa; la comparte con quienes lo pusieron en una posición tan sensible con tan pocos años. Por supuesto, ellos hablarán del avivamiento, de la gran necesidad de pastores a inicios de los ochentas, del crecimiento, de la mies madura y los pocos obreros. No puede evitar su responsabilidad: sembraron las semillas de una adicción cuyos malos frutos se cosechan ahora.

Lo segundo que observo es que el pastor titular tiene una enorme necesidad de decir que es el primero, el más importante, de imponer sus puntos de vista, de dar la primera, la segunda, la tercera y la última palabra, de tener siempre la razón. Se cree superior a los laicos, una persona especial, llamada. La humildad no es algo que especialmente lo caracterice. Recuerdo una clase que llevé con él en la maestría en misiología. Algo que distingue al centro donde estudié es el aprendizaje por la diversidad, la construcción de pensamiento en base a las ideas de alumnos y profesores. La metodología me encantaba, y tras mi sexto curso ya tenía claro de la definición de conceptos nuevos en base a la interacción con cristianos de muchos trasfondos. Sin embargo, el pastor titular pisoteó todo. Siempre imponía sus puntos de vista, minimizaba los del resto, dirigía la conversación a sus propios intereses, quería ser el centro de todo, pontificando constantemente. Menos mal que sólo fue a la mitad de las clases del curso. Pueden suponer que nadie lo confronta y nadie se atreve a corregir sus defectos. Un día llegué a la cuna de la iglesia para dejar a mi hijo, y la encontré apuntalada por todas partes. Querían construir un tercer piso, y descubrieron que las columnas no eran lo suficientemente fuertes para un piso adicional (el local del templo se compró hacía dos años atrás). Un ingeniero o arquitecto se habría dado cuenta rápidamente. ¿Por qué nadie le dijo al pastor titular? Nadie se atrevió. ¿Quién le diría al ungido que el edificio que él escogió se puede caer si se construye la ampliación que planeó en el momento de la compra?

Tan poco le gusta la crítica, tan renuente es a la voz opositora que ha llenado su cuerpo pastoral de gente sumisa, timorata, aplatanada, dócil, que no le objetará nada nunca jamás, que le dirán sí a todo con una sonrisita a pesar de que por dentro pueden no estar de acuerdo. Varios de sus colaboradores son solteros de más de cuarenta años con fuertes ganas de casarse, sin carga familiar, con doscientos por ciento de disponibilidad para el trabajo, fácilmente controlables. No tiene una voz que equilibre su ímpetu; su contorno tiende al silencio, al chi-cheñó, es frágil ante su temperamento avasallante. Es, en la práctica, un rey con todo el poder junto a una corte flácida que jamás le dará la contra.

sábado, 10 de julio de 2010

Dejados atrás (22)

C) La indispensabilidad

Casi todo el mundo odia los monopolios. Que nos impongan el precio (esto es así por la especial condición de precio-decisor que poseen. Si soy el único que vende un bien, puedo cobrar un poco más), que estemos atados ante un mal servicio, que nos llenen de rodeos ante nuestros pedidos de explicación, que se apropien de parte del beneficio social que nos corresponde, es detestable. Ningún monopolio es popular, pero existen y, con frecuencia, su formación se hace inevitable, un mal necesario.

No es raro que una empresa sea la única que vende un producto sin que exista otro bien que se comporte como un sustituto cercano. Los economistas tenemos un consenso respecto a la causa fundamental del monopolio: no es más que es el establecimiento de barreras a la entrada. ¿Qué significa esto? Que otras empresas no pueden competir con un monopolio debido a una serie de mecanismos que le impiden ingresar al mercado. ¿Por qué se da esto? A veces, un recurso clave es propiedad de una empresa, como ciertos componentes de los medicamentos o el código de un software especial. Puede pasar que los gobiernos permiten monopolios: recordemos a Telefónica con sus dos mil millones de dólares; a muchos la empresa ibérica no les gusta pero a pesar de todo trajo una expansión exponencial de la telefonía fija y celular en el país. En ocasiones, sin embargo, el surgimientos de monopolios es algo natural debido a la propia naturaleza del negocio (la competencia encarecería la producción de los bienes). ¿Se imaginan 3 compañías distribuidoras de agua? Nuestras calles serían un desorden total porque tendríamos tres sistemas de tuberías, una sobre la otra. Si el tráfico es espantoso hoy, ¿Cómo sería en ese escenario? Un cataclismo. Por eso, es mejor una sola compañía en situación monopólica: nos hace la vida más fácil.

El interés del monopolista es, por supuesto, mantener las barreras a la entrada para conservar su condición de precio-decisor. En otras industrias se trata de replicar este principio, limitando el acceso de otros competidores al mercado. Por ejemplo, no cualquiera puede entrar con éxito al mercado cervecero, sino recordemos los célebres conflictos entre Ambev y Backus por las botellas de tamaño estándar. Los grupos profesionales hacen lo mismo, sólo permitiendo ejercer sus profesiones si se está colegiado, certificado o si se tienen determinados títulos. Aquí en Perú, por ejemplo, un premio Nobel en Economía no podría enseñar, si así lo desease, en un colegio público. Vargas Llosa no podría enseñar Literatura, Teófilo Cubillas no podría enseñar educación física, y Gustavo Gutiérrez no podría dictar un curso de Religión. Sólo pueden ser profesores los que tienen un diploma de pedagogía, sin importar si estudiaron en el instituto más mediocre del mundo o en la Universidad del Chavo del Ocho. Kiko y la Chilindrina podrían compartir de quinto de secundaria, pero Hernando de Soto no podría enseñar economía. Cosa de locos, cosa absurda, cosa de las barreras a la entrada. Es un asunto de protección de intereses que no necesariamente es negativo.

Con facilidad encontraremos las barreras a la entrada en muchos lugares. Basta con ser observadores.

Por ejemplo, el clero protestante también ha creado sus barreras a la entrada particulares. Primero, habla de un supuesto llamado del Espíritu Santo que debe ser sometido a discernimiento, claro está, auscultado por el mismo clero. Luego, delimita estrictas normas de conducta para los postulantes, con un período de observación (que usualmente coincide con la vida natural eclesial) donde otros pastores evalúan su comportamiento. Recuerdo mi entrevista de acceso al seminario, donde una misionera gringa, soltera y mayor me preguntaba si había tenido enamorada, si la había toqueteado, si le había contado a los pastores sobre eso. En realidad el filtrado es necesario porque la posición pastoral es una labor sensible, no apta para espíritus débiles o personas con problemas irresolutos. No es suficiente que sientas algo en el pecho que te llama a cambiar el mundo sino que se hace perentorio minimizar el riesgo de daños a los cristianos que se tendrán a cargo. En este sentido, el clero en Perú ha estado colando el mosquito y tratando el camello, permitiendo el acceso de personas con altos niveles de incompetencia y, lo que es peor, con serios problemas de personalidad que en ocasiones rayan en lo psiquiátrico. Como en el fondo lo sabe, invoca a su panacea (el Espíritu Santo, que les arreglará todo) y demonizan a su amenaza (las ciencias sociales, pero en especial la psicología), llamándola inútil, de origen pecaminoso, humana y no divina. El clero jamás admitirá que una parte considerable de sus miembros tienen problemas psicológicos muy serios; no hablo de los sacerdotes pedófilos que es harina de otro costal, sino de los pastores controladores, dominantes y manipuladores que adornan nuestro universo de cordilleras, punas, selvas y playas. Problemas con el género opuesto, una distorsionada visión del sexo, serios problemas de autoestima, profundos complejos, actitudes mesiánicas, afán por el control, tendencias a espiritualizarlo todo, u otras patologías que el trabajo pastoral profundiza con los años. Sin embargo, jamás aceptarán exámenes psicológicos, y mucho menos psicoterapias para los ungidos. Es una afrenta, una falta de fe al poder transformador del Espíritu Santo. Aclaro que no niego la labor de la tercera persona de la Trinidad, pero sí creo que el Espíritu no te arreglará todo: la libertad que Dios nos ha regalado también se aplica aquí, la sociedad con Dios que él ha definido hace que él no repare todos los problemas, sino que opte por colaborar con nosotros en el largo proceso de superación de conflictos internos. Hay cosas que deben arreglarse de otras maneras, y lo mejor que disponemos por ahora es la psicología hasta nuevo aviso o el surgimiento de una nueva ciencia.

El pastor titular creó su propia barrera a la entrada para eliminar cualquier vestigio de competencia en su contra. Él viene de una familia acomodada, de los estratos profesionales de Lima, sin mucho dinero, pero tampoco con carencias. Nunca fueron de clase alta, pero aparentemente él parecía identificarse con ella de una manera aspiracional. Al menos tenía algo en común con ella: su cabello claro y la ausencia de melanina en su piel que también caracteriza a las élites peruanas. Es muy probable que desde muy joven se propusiera evangelizar a los ricos aunque él no pertenecía a esa clase: el no tener herencias, ni activos y tener ciertas privaciones materiales en los primeros años de su pastorado lo denota con suma claridad. Sin embargo, en el escenario inicial, recién egresado del instituto bíblico, viviendo en un barrio residencial en contraste de casi todos los demás que venían de distritos más populosos, quizá era el candidato más idóneo de su generación, dado mi anterior comentario sobre los apuros de ministrar a la clase media-alta y alta cuando no perteneces a ella. Él tendría menos dificultades comparado a los otros clérigos.

Cuando se forma la que fue mi iglesia local en 1991, el pastor titular manifestó a los otros pastores de la denominación que sólo él estaba capacitado para alcanzar a la clase alta de Lima, cosa que los demás aceptaron, recordándolo de vez en cuando en las múltiples reuniones que ellos tienen a nivel denominacional. Había creado el monopolio exclusivo con una formidable barrera a la entrada: sólo él podía ser el pastor titular de mi iglesia, y no había otros en las demás congregaciones que sean adecuados para el puesto. “Será así por ahora”, decían los colegas, esperando que en algún tiempo llegasen al seminario de la denominación los primeros estudiantes provenientes de mi iglesia. Un detalle que me enseñaron en el mismo seminario es que el tiempo promedio para formar una persona “pastorable” en una iglesia local es de 5 años en promedio, tras lo cual es hora de llevarlo a realizar estudios más profundos. ¿Cuántos seminaristas, completamente apoyados por el pastor titular, fueron enviados desde mi iglesia? Yo fui casi por mi cuenta (una entrevista de una hora, una presentación ante la congregación y un par de libros de hermenéutica prestados no pueden llamarse apoyo real, ¿o sí?) y una chica también lo hizo así. Por lo tanto, la respuesta a la pregunta es cero estudiantes enviados al seminario con su aval completo. Por lo tanto, si dices que no hay nadie en la denominación que tenga las capacidades de alcanzar a la clase alta y al mismo tiempo no impulsas a personas de la propia congregación a la profundización de estudios teológicos, ergo, ir al seminario para prepararlos para que sea tus sucesores a medio plazo, entonces lo que estás creando es una barrera a la entrada aún más grande. El pastor titular creó el mito de la indispensabilidad. Sólo él y nadie más que él podía realizar ese trabajo. Lo malo del asunto es que mucha gente en la iglesia lo siente de la misma manera. Un círculo vicioso difícil de romper.

No puedo ser mezquino diciendo que el pastor titular nunca tuvo interés en formar personas de apoyo ministerial porque la academia bíblica ofreció con frecuencia cursos bastante interesantes y existieron posibilidades de ministerio, pero todo estaba restringido a la colaboración laica, solo a que lo ayuden en su trabajo pastoral, que inclusive podía llegar al monitoreo de futuras congregaciones satélites a su cargo, pero siempre reportando a la central, a él.

“Las nuevas tendencias del pastorado requieren líderes profesionales involucrados que ayuden en la obra, no hacen falta pastores, como antes se creía. Por eso, no es necesario ir al seminario; llenarnos de pastores no es algo que estemos considerando” ― me dijo alguna vez el pastor titular. Esta es una perspectiva que le es totalmente favorable.

En el contexto de formación de líderes laicos que dirijan sus futuras iglesias satélites (por supuesto, sacrificialmente, o sea, ad-honorem), se forma la extensión del seminario de la denominación en la misma iglesia local, con horrendos resultados. ¿Pueden imaginarse que todos los cursos de la universidad se los dicten dos o tres docentes? Es imposible. El propio seminario tiene profesores con un pobre nivel académico, con poca especialización en tópicos del conocimiento particulares, pero en las iglesias locales esto se hace mucho peor. La capacidad homilética (que el pastor titular evidentemente posee) no alcanza para enseñar una carrera completa de seminario, no puedes dictar Historia de la Iglesia, Teología Contemporánea, Misiología o Escatología con la misma calidad que un especialista en los temas por más que el verbo florido que se manifiesta en una prédica disimule la carencia o la superficialidad. ¿Por qué esa idea de la colaboración laica a su cargo? Primero, enseñando eso establece la gran barrera a la entrada que le da la indispensabilidad; segundo, no desea competencia, no quiere otras personas que le serruchen el piso, quiere líderes en un nivel inferior a él que pueda controlar con facilidad, que no tengan ataduras económicas con la iglesia y que puedan ser desechados ante cualquier indicio de rebeldía. A un líder laico opositor lo remueves con facilidad; un pastor disidente requiere de mucho más trabajo, aunque al final terminas deshaciéndote de él.

En la denominación existe otra manera de establecer barreras a la entrada, más sutil pero más poderosa: establecer a los clérigos con la categoría de pastor vitalicio; en otras palabras, determina que un pastor que no será removido de su cargo hasta que él mismo lo decida. ¿Qué significa esto? La siguiente historia puede ilustrarnos un poco al respecto desde la ironía.

Pastor Caifás: ¡Juan! ¿Cómo va todo? ¿Ya estás en tu semana de exámenes finales en la universidad?
Juan Rebelde: Todavía no pastor. Todo me va bien excepto un curso medio complicado que se llama "Administración y gestión de las organizaciones". Dicen los profesores que es muy útil pero a mi no me gusta.
Pastor Caifás: A veces es así. ¿Pero no hay nada que te gusta?
Juan Rebelde: En realidad sí. Me hicieron hacer un trabajo interesante del cual siempre traté de hablar con el pastor Anás, pero él para ocupado en sus juntas, reuniones de trabajo, comités, consejos y esas cosas.
Pastor Caifás: ¿Y de qué trataba tu tarea?
Juan Rebelde: Bueno, en el curso dijeron que en las organizaciones modernas el tiempo de labor de los trabajadores en cada puesto que ocupen, sea el nivel en el que sea, debe ser de en promedio de cinco años. Y nos pidieron que evaluemos esta regla de la administración en alguna empresa a nuestro alcance.
Pastor Caifás: ¿Y en dónde investigaste? ¿En la clínica en la que haces tus prácticas?
Juan Rebelde: No... lo hice en la denominación.
Pastor Caifás: ¿Qué? ¿Cómo que en la denominación?
Juan Rebelde: Sí, y encontré muchas cosas interesantes.
Pastor Caifás: Creo que te metiste en problemas. La iglesia es otro tipo de organismo. ¿Qué encontraste, según tú?
Juan Rebelde: A ver... el pastor Anás, de nuestra iglesia, tiene 15 años en su función y ha sido reelegido por 10 años más. El pastor Ananías, de la iglesia del Centro, tiene 22 años como pastor titular. Elí, de la iglesia del Sur, tiene 18 años como titular y con reelección perpetua. Diotrefes, de la iglesia del Norte, es el récord porque tiene 23 años y, en dos meses, la asamblea de su iglesia se reunirá para ver si le dan la perpetuidad. Descubrí también que los cuatro son los miembros del Consejo Directivo Denominacional, la máxima instancia de la iglesia (de cuatro miembros), y que, además, los cuatro son de la misma promoción del Seminario.
Pastor Caifás: ¿Es malo eso, acaso?
Juan Rebelde: Según las normas de la teoría de la administración que aprendí en el curso, sí, es malísimo. ¿Perpetuidad? ¿Qué es esto? ¿Los tiempos de Anás XIV y su despotismo ilustrado?
Pastor Caifás: Juan, no puedes usar los criterios humanos en la iglesia. La voluntad de Dios está por sobre nuestros pensamientos limitados.
Juan Rebelde: Bueno, si es así, ¿Por qué nuestra iglesia tiene misión y visión, como lo dice el planeamiento estratégico si no se pueden usar los criterios humanos?
Pastor Caifás: Por favor, no seas insolente, respeta a la autoridad que Dios ha puesto sobre ti y sométete a tus pastores. Ellos responderán ante Dios por sus actos. Si hay algo malo, el Espíritu Santo purificará a su iglesia.
Juan Rebelde: Pastor Caifás, yo lo respeto mucho y sólo le he contado lo que hice en mi trabajo. Si se pone así, mejor no le digo lo que me puso el profesor como comentario. Eso sí que es "insolente" y quizá merecedor de su excomunión... y bueno, quizá también el hecho de recordarle que usted también tiene 15 años aquí como pastor asistente. ¿Lo harán perpetuo pronto? Mejor me voy antes que se moleste más. ¡Hasta luego, pastor Caifás!

Mediante este curioso sistema, los pastores en la denominación pueden quedarse por largos años dirigiendo las congregaciones, probablemente hasta su jubilación o más aún. En lo personal, me parece una pésima política. Primero, porque la renovación es buena para el propio pastor, que no se oxida perdiendo energías, y buena para la congregación, que así evoluciona con las visión y nuevos aires de las nuevas personas. Segundo, porque evitamos en empantanamiento que nos hace insistir siempre con los modelos antiguos, que funcionaron una vez pero que probablemente se quedaron en el tiempo, en perspectivas añejas, no abriéndonos a lo que traen los nuevos desarrollos, las nuevas reflexiones teológicas, misiológicas y eclesiológicas. Por ejemplo, he comentado que la iglesia local está adosada a los encuentros de todo tipo, siendo en la práctica como su joya de la abuela: el encuentro matrimonial es la base de todo. Como el pastor titular se mira a si mismo como alguien permanente, definitivo en la iglesia, no tiene incentivos a mejorar, a interesarse en verdad por la gente, a ser creativo, a intentar nuevas formas de hacer misión. Por lo tanto, como no necesita hacer algo porque nada lo sacará del puesto, porque nadie lo presiona, nadie lo objeta, todos temen confrontarlo, las cosas quedan igual, no se mueven, están paralizadas. Casi 20 años han pasado haciendo lo mismo (encuentros y más encuentros, lo único que ahora saben hacer), mientras otras iglesias han evolucionado, leyendo un tanto mejor los tiempos, aproximándose a la gente de maneras más efectivas e inteligentes. La obsolescencia es una característica del ministerio del pastor titular.

Es que si nadie mide mi rendimiento, si nadie me saca de mi puesto, el síndrome del funcionario público aparece, se hace inevitable como una profecía auto cumplida. Y no vale la energía acumulada o la hiperactividad: se irá la creatividad, me aburguesaré, hundiendo a la iglesia en el tedio. Un tedio que agrega al que se crea por el cortoplacismo. Finalmente, la gente terminará yéndose.

Vale la pena mencionar que pronto el pastor titular buscará su perpetuidad. Parece que no este año por ciertas condiciones que no le favorecen, sino el próximo. Tristemente, seguro conseguirá ser vitalicio porque muchos en la congregación son adictos a él. Cuando eso suceda, las cosas se harán peores. La mejor decisión es que voluntariamente salga de la iglesia, pero antes que eso pase el Perú clasificará al mundial de fútbol. El que lee, entienda.