viernes, 25 de septiembre de 2009

Iglesia reformada, siempre reformándose

Una de las clases de microeconomía de todas las universidades del mundo introduce al estudiante al estudio de la ley de los rendimientos decrecientes. Supongamos que deseamos producir algún bien agrícola, como por ejemplo papas, en una hectárea de terreno. Puedo usar un trabajador y produciré 10 kilos de papas; usando dos trabajadores produciré 25 kilos de papas (una producción obtenida más que proporcional a la que logra un sólo trabajador). Puedo añadir uno más y quizá se produzcan 45 kilos de papas. Si se dan cuenta, el aporte del primer trabajador generó 10 kilos de papas, el aporte del segundo añadió 15 kilos más y el aporte del tercero puso 20 kilos adicionales. A esto se le llama productividad marginal del trabajo, que al inicio suele ser siempre creciente.

Lo que va a suceder es que uno puede continuar contratando trabajadores y aumentando la producción, pero llegará un punto en que ya no crecerá más, sino que puede incluso menguar. Imaginen 50,000 trabajadores en una hectárea de terreno: probablemente se estorben más que lo que puedan trabajar. ¿Hay una solución a este dilema, que genere un aumento de la producción? Sí, y pasa por incrementar la productividad de cada trabajador, o la productividad de la misma tierra o de las semillas, o cambiar radicalmente la totalidad del sistema de producción.

Es posible hacer una extrapolación de estos principios. Por ejemplo, dentro del mundo de los movimientos religiosos, existe “un fenómeno típico en los movimientos históricos, que consiste en que después de comenzar con la espontánea creatividad de una búsqueda dinámica, poco a poco se van institucionalizando hasta perder casi totalmente la flexibilidad de sus inicios y su original capacidad de sorprender. En muchos casos, este proceso termina en un estado senil de arterioesclerosis institucional” (1). Surge un momento de creación y explosión de las comunidades que suelen reaccionar ante la devaluación de sus grupos matrices. Estas comunidades determinan nuevas formas de hacer la fe, más libres y más ceñidas al texto bíblico, y poseen un gran dinamismo y vida espiritual, con gran celo evangelístico y, en ocasiones, con desarrollos teológicos interesantes (en términos del párrafo anterior, esto es el cambio de todo el sistema de producción). Lamentablemente con el tiempo se solidifican, se aburguesan, olvidándose de la motivación que les dio origen. En ocasiones la misma generación creadora que hizo los cambios en sus años mozos es la que la lleva al adormecimiento año tras año, mientras su liderazgo envejece sin deseos de ceder la posta. Muchas denominaciones evangélicas han sufrido de este proceso que es prácticamente natural. Y la propia Reforma del siglo XVI es esto a un nivel macro, donde la iglesia católica con sus muchas perversiones sufrió una escisión que buscaba la pureza y el respeto por los principios bíblicos. Vale la pena decir que el protestantismo ha visto muchas veces este proceso de nacimiento-crecimiento-aburguesamiento de nuevas formas de ver la fe.

Estudiar estos ciclos es en verdad un tema apasionante, porque encontrar el secreto que extienda al máximo los períodos de crecimiento de la espiritualidad de las iglesias suena a panacea, y saber qué hacer cuando nos encontramos en productividad negativa (en palabras de Stam, estado senil de arterioesclerosis institucional) es algo que las iglesias pagarían caro por saber. No hay respuesta definitiva, pero sí algunos principios que son un punto de partida.

Los propios reformadores parecen haber estado atentos a estos procesos históricos y hablaron de algo que se puede hacer para alargar, y quizá perennizar, los procesos de vida de las iglesias: “la iglesia reformada, siempre reformándose”. De esta manera, la iglesia de manera permanente podría estar en un proceso virtuoso que la lleve a una dinámica de inquebrantable vida espiritual y eclesial, de ejemplo y referencia para el mundo que la rodea. Lástima que esto les guste a pocos, en especial a los que controlan iglesias y denominaciones en todo el planeta. Pedir una reforma permanente implica revisión de dogmas, cambio constante de personas, cero hambre de poder y control, relaciones horizontales con el mundo en el que vivimos, activo sacerdocio de todos los creyentes, altas dosis de humildad, mucho amor por el reino de los cielos, desprofesionalización de la labor pastoral/sacerdotal, pasión sincera por las almas, escasa tendencia al fundamentalismo, oído permanente a la voz profética que es enviada por Dios, corazones abiertos a los cambios que vienen de lo alto. En realidad es bastante pedir. Casi un sueño muy preciado.

Pero sin sueños, ¿vale la pena seguir?



Referencias

(1) Juan Stam. “Sobre la teología de los reformadores: unas reflexiones” http://www.iglesiareformada.com/Stam_Teologia_Reformadores.doc (25/09/2009)

(2) Imagen: http://economiauniversitaria.files.wordpress.com/2009/04/042509-1235-tallerdeeco2.png

lunes, 21 de septiembre de 2009

Pensamientos en rojo

Por estos días es noticia permanente los ataques de los remanentes narco-terroristas de Sendero Luminoso a las fuerzas del ejército en el valle de los ríos Apurímac y Ene (VRAE): un helicóptero derribado en una operación de rescate, los casi cincuenta militares muertos, los juicios a los soldados que combaten el terrorismo, las dudas del gobierno como si no supiese exactamente qué hacer ni qué decir, el negocio enorme de las drogas que se gesta en esa zona del Perú que tan eficientemente toleró Vladimiro Montesinos en el fujimorato. Un problema elefantiásico que parece no tener solución.

Casi treinta años después del inicio de las operaciones violentistas de los terroristas (Chuschi, 1980), es triste decir que el problema de fondo sigue existiendo en nuestro país. La pobreza lacerante que somete a la mitad de la población peruana continúa igual que siempre. Siguen los pueblos serranos olvidados sin servicios básicos, con niños muriendo por causas perfectamente solucionables, sin educación decente, sin posibilidades de superación en sus propias comunidades, y viviendo con menos de un dólar al día. El perfecto caldo de cultivo para reacciones radicales está allí, cocinándose a fuego lento. Por ello Humala puede ser presidente, por ello Sendero Luminoso puede tener adeptos.

El combate contra los remanentes senderistas tiene tres frentes. Primero, el militar, el cual está en este momento en aplicación, combatiendo las columnas terroristas que vagan por los montes de la ceja de selva. Segundo, el económico-social, donde siento que no hay respuestas contundentes que satisfagan a las poblaciones hambrientas y deseosas de superación. Alan García se llena la boca de nuestro crecimiento económico, pero la inequidad es brutal. El neo-liberalismo a ultranza que sigue Alan García está mostrando con meridiana claridad en el mundo que no es solución al problema de la pobreza en el tercer mundo y las apuestas de solución son demasiado tímidas como para causar impactos relevantes. Tercero, el ideológico. Creo que aún no hemos avanzado mucho en esto, más aún cuando las respuestas son tibias ante el reciente libro escrito por el líder terrorista Abimael Guzmán Reinoso, donde insiste con su asesina ideología sin arrepentimiento alguno. Hablan algo por el Congreso, otras cosas extras por algún ministerio o periódico, pero nada más.

¿Por dónde iniciar en el combate ideológico? El punto de partida es que Sendero Luminoso es maoísta, esto es, cree estrictamente en la toma del poder por métodos violentos. Su historia demuestra la fidelidad de su praxis a su pensamiento, y dado esto, es iluso pensar en la posibilidad de que tomen el camino de la democracia como otros grupos terroristas de países como Colombia o Uruguay. Para ellos, democracia es un idioma distinto; es una ruta descartada por la propia esencia de su corriente política. Es como decirle a un testigo de Jehová que acepte una transfusión de sangre. No lo hará, y estará dispuesto a morir. Los senderistas viven en la selva en condiciones insalubres por seguir una idea, y que mañana dejen todo por algo en lo que no creen, suena imposible e iluso.

Un segundo punto –y el central para este post- es el de la metodología. Como cristiano hay algo que me queda muy claro, y creo que se aplica perfectamente a esta situación, y es que los métodos brutales, asesinos y abusivos no pueden traer, bajo ninguna circunstancia, la paz y justicia social a una sociedad o comunidad. Esta contradicción es absolutamente inaceptable, profundamente inmoral y decididamente delincuencial. Matando a mi padre no me traerás justicia; matando a mi madre por no pensar igual que el “justiciero” no traerás jamás justicia; haciendo explotar con dinamita el cadáver de una dirigente social nunca me traerás paz. La justicia verdadera que concuerda con las enseñanzas del Reino de los Cielos desea la eliminación definitiva de la pobreza y la igualdad de oportunidades, pero no puede comulgar con una cultura que privilegie la muerte y el dolor sobre un sueño irrealizable: el comunismo sin estado al que quieren llegar, gran paradoja, con estados más represivos y controladores. Esta debe ser una de nuestras banderas en la lucha ideológica contra Sendero Luminoso. Basada en ella, pienso que de plano sus ideas deben ser rechazadas y combatidas, por su propia concepción criminal en su metodología, como bien lo expresa César Hildebrandt al preguntarse: “¿Así que fueron políticas las 215 masacres que, según la Comisión de la Verdad, perpetró Sendero Luminoso? Sí, fueron políticas. Pero políticas ejecutadas en el marco de una concepción criminal, intrínsecamente homicida, de la lucha de clases, del derecho popular y de la concepción misma del Estado y la justicia. Sendero no fue una guerrilla popular. No fue la respuesta a una dictadura que hubiese cerrado las vías legales para el debate y la contienda. Guzmán no fue Túpac Amaru ni Bolívar ni mucho menos Cáceres. Fue una obsesión cuchillera que sólo pudo prosperar en medio del atraso y la desigualdad extrema del Perú. Sendero, al revés que el Movimiento 26 de Julio, mataba al pueblo que quería salvar. Y hablaba de dictadura burguesa cuando lo que quería imponer era el cementerio de Phnom Penh”.



Imagen:

jueves, 3 de septiembre de 2009

La revolución sin quórum

Las revoluciones exitosas en la historia siempre poseyeron un causal que ha motivado a los involucrados a empujar sus causas a la victoria final. Sin esclavitud en Egipto el Éxodo pierde su razón de ser. Sin degeneración religiosa no habría existido reforma protestante. Sin las terribles iniquidades de las revoluciones industriales no habría sucedido jamás la revolución bolchevique que clamaba por comida y libertad. Sin gente que sienta que hay injusticia por la que valga la pena levantarse, todo seguirá sin cambios. Quizá aún seríamos cazadores y recolectores.

La dicotomía opresor-oprimido tiene sentido para analizar las revoluciones. En ese contexto, un mecanismo para la perpetuación de la situación es manipular al oprimido de tal manera que considere que todo está bien, que no hay nada que cambiar o que la fuerza que lo exprime es demasiado grande para poder ser combatida. Con pan y circo los romanos olvidaban el día a día. Marx decía que la religión era el calmante principal que atontaba a los pueblos. Muchos pueblos antiguos optaban por el desarraigo, como los babilonios o los incas. Los nazis acallaban a todos a fuerza de tanques, SS y stukas.

En entornos más pequeños, con mucha frecuencia el oprimido no es conciente de su situación. A veces parece como si un masivo síndrome de Estocolmo poseyera a todos los que viven bajo el yugo, escuchando inverosímiles defensas de la situación degenerada. Esto se percibe en especial en los ambientes religiosos en donde se desarrollan comportamientos sectarios; literalmente la frase “lavado de cerebro” cobra aquí gran relevancia. ¿Cómo explicar que padres en su sano juicio permitan que su hija de 13 años se acueste con el líder de la secta y que consideren esto como un gran honor? ¿Cómo entender los miles de soles que los seguidores de “Pare de sufrir” entregan semana a semana a cambio de utensilios carentes de valor, como agua del río Jordán venida directamente del caño del lavadero de la cocina del local de la secta? ¿Cómo comprender a gente pensante que esté dispuesta al suicidio comunitario porque alguien recibió un mandato de quien sabe dónde? Y no pensemos que esto es exclusivo del ambiente religioso. Pensemos en Hitler y su obra en el país cuna de la Reforma, Kant, Hegel, Nietzsche y los avances teológicos más importantes.

Con frecuencia, es más difícil categorizar a la gente en la dicotomía opresor-oprimido. En especial, cuando encontramos matices opresores, junto con desenvolvimientos “estándares-normales” de las relaciones personales. ¿Encontramos aquí las manipulaciones amorosas? ¿La educación mecánica que no fomenta el pensamiento crítico ni la construcción de nuevos paradigmas, que promueve el que otros piensen por nosotros? ¿Los deseos autoritarios de los líderes políticos, sociales y religiosos? Lo peor en esta situación es que el “oprimido” no quiere ver la situación; se siente cómodo como está. Piensa que todo le hace bien, que eso es la panacea, la solución a todos sus conflictos emocionales y hasta espirituales.

Pensemos en la moda de los esquemas dictatoriales en América Latina (Chávez, Morales, Ortega, Correa, y Uribe también). Todos son altamente populares. Pensemos en el enamorado que acepta vez tras vez los desplantes de la amada. Ella hace lo que quiere con él, pero a él no le interesa, hasta se puede decir que es feliz. Pensemos en los muchos pastores con reminiscencias autoritarias (abundantísimos por aquí), con una congregación radiante con él, absolutamente dependiente de sus mandatos y directivas. En este escenario, no hay revolución posible. Los chavistas nos agarrarán a balazos, el enamorado seguirá su camino ofendido con nosotros, los feligreses nos acusarán de fríos, liberales, poco espirituales, herejes, ateos, peligrosos o mundanos. Como dije antes, sin gente que sienta que hay injusticia por la que valga la pena levantarse, todo seguirá igual.

La cuestión es qué hacer si no hay revolución posible por falta de quórum. Una alternativa es la estrategia de la gota en la roca: una tras otra, con los años hará un agujero, esto es, con décadas de sutilezas la gente se dará cuenta de los problemas. Otra alternativa es la del kamikaze: se lanza contra el palacio presidencial o el púlpito para llamar la atención del público de una manera directa y contundente. Otra es la nihilista: vivir los placeres de la vida y que los demás se autodestruyan si quieren, total, cada uno es libre y el que le gusta estar oprimido sin que se de cuenta pues es su problema. Otra es la del camarón dormido: dejarse llevar por la corriente y no hacer nada de nada. También está la del puritano británico: cruzar el mar para construir todo desde cero, sin que nos quieran matar en el intento. También está la alternativa Matrix: ir liberando uno por uno, a quien escuche el mensaje o al que sospecha que algo está raro: le acabamos haciendo escoger entre la pastilla roja o azul.

En realidad, las revoluciones entran en el horizonte del depende. La Biblia habla de vocación profética que denuncia la injusticia y la infidelidad pagana contra Dios, y vemos al mismo tiempo a un Cristo que cara a cara se enfrenta a la religiosidad manipuladora de su época, lo que lo llevó a la muerte en la cruz. Pero Esdras reconstruye el judaísmo casi desde cero, y Pablo arma las bases teológicas de la nueva fe basada en el sacrificio de Jesucristo partiendo del Antiguo Testamento, pero generando algo completamente novedoso. Josías transforma el culto desde dentro; Elías combate a los sacerdotes de Baal desde fuera. Parece ser algo ecléctica la respuesta, totalmente dependiente del llamado personal de cada uno. Unos somos Juanes Bautistas, otros Pablos, otros seremos Pedros y quizá algunos sean llamados a liderar a los macabeos. A lo que no nos llaman es a no hacer nada. Eso si no cabe en las opciones.