domingo, 30 de abril de 2017

No es porque Dios lo quiso

Dios es soberano. Esto lo aprendemos en una de las primeras clases de la academia bíblica que recibimos en la iglesia apenas nos convertimos al cristianismo. En ese momento, no somos conscientes que la soberanía de Dios es un viejo concepto que tiene cientos, quizá miles de años. Por ejemplo, los griegos solían decir que la historia seguía por los carriles del destino y nadie podía, por más que lo deseara, liberarse de ese yugo inevitable. Los epicúreos decían que el mundo está gobernado por la casualidad; los estoicos, que está gobernado por la suerte. ¿Qué hacer ante lo inevitable? Dejar que nos domine el fatalismo, lo que se reflejó en el mundo filosófico a través de la pasividad o inoperancia (estoicismo), la negación (cinismo), la permisividad (hedonismo) o el salto trascendental (platonismo). 

Estas ideas entraron en el pensamiento cristiano cuando la iglesia comenzó su expansión en el siglo I. Poco a poco, los cristianos comenzaron a contemplar a Dios de la misma manera en que lo hacían los griegos y los romanos. Esto es algo evidente: la conversión no dejaría de lado las maneras de pensar previas de los creyentes. Con los años, los concilios validaron estas ideas, abandonando la originaria cosmovisión judía que cobijó la génesis de la enseñanza de Jesús y, lentamente, se introdujo la concepción de que Dios determinó todo lo que sucede en el mundo. Ya no el azar, ya no la suerte, ahora es Dios. 

La reforma no implicó cambios en estas convicciones de la soberanía de Dios. Más bien, se profundizaron. Por ejemplo, Calvino afirmaba que Dios es el gobernador de todas las cosas, que determinó en la eternidad todo lo que iba a pasar, llevando a cabo lo que decretó mediante el uso de su poder. Todo sin excepción está bajo la atribución de la providencia de Dios. Para él, “la voluntad de Dios es la suprema y primera causa de todas las cosas, porque nada ocurre sino por su mandato o permiso” (1)  Dios en su providencia gobierna todos los eventos, sin negar que las cosas creadas tengan sus propias propiedades o leyes. Estas están supeditadas a lo que Dios les ha permitido, de acuerdo a Su voluntad. El mismo Calvino dice que “Dios detuvo el sol (Josué 10:13) para testificar que el sol no sale de mañana ni se esconde por un instinto secreto de la naturaleza, sino que Él mismo gobierna su curso para renovar la memoria de su favor paternal hacia nosotros” (2) 

Estas ideas se mantienen hasta hoy. Y se han ampliado. Por ejemplo, mi país (Perú) vive ahora momentos difíciles por las fuertes lluvias y los deslizamientos en muchos lugares de la costa y sierra. Mucha gente ha muerto, otros han perdido sus cultivos o sus casas. Para muchos, esto es la voluntad de Dios. Para otros, tal vez, esto es por un pecado que estamos cometiendo como nación, o porque el país no quiere someterse a Dios: la viejísima teología retributiva no quiere morir (3). Ya no han insinuado por allí algunas personas (4). 

¿Puede ser esto así? ¿Puede tener Dios que ver con los muertos por las lluvias, por la tragedia del hambre ante el corte de carreteras ¿Él lo determinó, lo quiso así? ¿Dónde queda la libertad humana? ¿O es que ésta es solo aparente? ¿Podemos hacer algo ante el Dios que lo domina todo? 

Nuestro libre albedrío es completamente real. Dios es soberano y todopoderoso, pero Él nos cedió la libertad y un compromiso con su respeto de las decisiones que nosotros tomáramos, con un claro esquema causa-consecuencias. Más aún, Dios permite que colaboremos con Él, caminando con el hombre en el recorrido de la historia, en una cooperación constante que puede verse a lo largo de toda la Biblia y que se prolonga hasta el día de hoy estableciendo su Iglesia como conducto para la predicación de las Buenas Nuevas y una sede donde pueda verse este reino de los cielos que ya se ha acercado. 

Esta libertad nos ayuda a comprender el verdadero papel del Señor. Dios nos da espacio y nosotros podemos hacer lo que queramos hasta ignorar sus mandatos, pero a pesar de eso Él nunca nos abandona. Dios nos dio principios y verdades, nos llama a que nos acerquemos a Él y nos convoca a que construyamos la historia junto a él. Ese espacio nos dice que Dios no ha determinado todos los eventos negativos que suceden a diario en nuestro mundo. Pensar que Dios tiene que ver con esos eventos negativos es una idea perversa que debemos descartar. Él no ha previsto todo lo que sucederá, porque ha resuelto construir la historia con su creación máxima. Por ello, debemos descartar esas ideas que dicen que Dios nos castiga porque el país no cumple sus leyes (y más aún cuando ese “castigo” es un fenómeno natural que se repite cíclicamente en el país por miles de años) o que los males que nos pasan son porque así Él lo quiere. Asumamos la responsabilidad que nos corresponde y vivamos nuestro cristianismo de manera trascendente en los espacios que nos toque estar, viviendo plenamente la libertad que el creador de todo nos ha dado.


Referencias

(1) Instituciones de la Religión Cristiana. I, XVI.8
(2) Instituciones de la Religión Cristiana. I, XVI, 2
(3) Cf. García García, Abel. “La hermenéutica de los amigos de Job”. En “Integralidad” Año 1 Edición 3. Revista Digital del CEMAA, Mayo 2008.
(4) http://www.elespectador.com/noticias/el-mundo/pastor-evangelico-de-peru-culpa-la-ideologia-de-genero-por-las-inundaciones-en-el-pais-articulo-685717

viernes, 14 de abril de 2017

Construyendo la fe mirando al exilio

Muchos creen, hoy en día, que el mensaje bíblico es uno solo, grabado en piedra, estable, plano, cuando en realidad es una construcción que demandó cientos de años. No solo me refiero al armatoste religioso, sino también a lo más sagrado: a Dios. El Dios de la Biblia, digámoslo así, fue evolucionando. Dios, para Abraham, era muy distinto a Dios para el apóstol Juan. Esta construcción fue un largo proceso en el que se recibieron muchos aportes de un lado y de otro, no exclusivamente de sitios santos sino también de rincones con influencias directas del paganismo o culturas totalmente distintas a la hebrea. Basta pensar en el cristianismo primitivo, Pablo y el profundo influjo heleno en nuestra fe. 

Pero de Pablo no quiero hablar esta vez, sino del exilio babilónico, un evento trascendente que, sin saberlo, tuvo y tiene poderosa influencia en nuestra manera de entender a Dios. ¿Por qué el exilio? ¿Para qué el Exilio? ¿Cómo se dio el Exilio? La reinterpretación de los profetas –que lo sentían íntimamente- dice que el exilio se dio porque el pueblo pecó, porque no cumplió con su parte de la alianza hecha con Dios. Este pecado recurrente (Deuteroisaías, Jeremías) fue el causante de que Dios decidiera castigarlos. Dentro de la lógica de los profetas tiene sentido porque Dios había sido bastante paciente con ellos (unos 400 años) y por supuesto la paciencia tiene un límite. Se había adelantado con Asiria en el reino del norte, pero se venció el plazo con Babilonia en el reino del sur, cuando Nabucodonosor sitia Jerusalén y se lleva a la clase dirigente, en varias oleadas de exilio. 

Esta invasión fue dramática. Pero no todo es malo: a veces, lo catastrófico es una oportunidad de reinterpretar a la divinidad y la forma de aproximarse a ella. El exilio, desde los profetas, sirvió para una nueva definición de Dios: nace allí un Dios universal, todopoderoso, único (aquí surge la idea del monoteísmo), que liberará a su pueblo y que reinará sobre todas las demás naciones de la tierra. Además, el exilio sirvió para crear una nueva identidad: antes del exilio, el culto estaba centrado en Jerusalén, en los sacerdotes, en los sacrificios, en la parafernalia que giraba en torno al templo salomónico del monte Moriah. Aquí estaba el eje de la identidad de los judíos. Sin embargo, al destruir Nabucodonosor el templo, hay una enorme crisis del culto. ¿Y ahora? ¿Qué se hace? Pues se definió una nueva identidad basada en la Ley, el sábado, el ritualismo y la circuncisión. Así, el pueblo pudo tener una identidad nueva, distinta a la anterior. El mensaje, por supuesto, cambia. Antes del exilio era duro, justiciero, casi una aplicación directa de la ley del talión; luego del exilio el mensaje se hace amoroso, consolador (esto se ve profundamente en Ezequiel, que tiene una división en su énfasis). Deuteroisaías escribe pocos años antes de Ciro, tras la segunda deportación en un escenario de crisis de fe y esperanza por la pregunta: ¿Quién trae a Ciro, Jahveh o Marduk? Su mensaje es de énfasis del poder de Dios, del Dios creador (sin ayuda) que es Señor de los ejércitos celestes y ante el cual ningún poder puede competir. Además, configura el monoteísmo y enfatiza que Dios es el Señor de la Historia, por lo cual se debe tener confianza en que el pueblo volverá a Israel. Ezequiel muestra que Dios está siempre al lado del pueblo (Ez. 3:15) en los tiempos de crisis (Ez. 33:10) y de fe bamboleante. ¡Nunca abandona al pueblo! Y promete la restauración, como ese relato poderoso del valle de los huesos secos (Ezequiel 37). 

Con el mensaje del Deuteroisaías en la mente, el pueblo vuelve a Israel. Pero hay problemas, porque los que vuelven son un poco babilónicos y los que se quedaron (que no fueron pocos) se hicieron un poco paganos. Sin embargo, el estado de carestía, pobreza, enemistad con los pueblos vecinos, y falta de liderazgo, hacen que el pueblo pierda rápidamente la fe. ¿Dónde está el Dios que es único y con el que tenemos una alianza? ¿Dónde está ese Dios creador de todo? ¿Por qué no hay templo? ¡La capital es paupérrima! Esta crisis traída por el exceso de expectativa traída por el Deuteroisaías hace que llegue el mensaje de ánimo de Zacarías y Hageo, junto con la obra de Nehemías y el trabajo del nuevo configurador de la fe: Esdras. Este último puso las bases del judaísmo que existe hasta hoy, muy distinto al que estuvo vigente antes de Nabucodonosor. 

El mensaje bíblico es, entonces, una construcción. El exilio es un ladrillo importante en nuestra casa llamada cristianismo. Y la construcción es, en esencia, acción. Dios es acción, y nosotros debemos serlo también. Los que salieron de Egipto “hicieron” la ley; los que salieron de Babilonia, reescribieron la fe, crearon una nueva identidad, distinta a la anterior. Jesucristo volvió a reescribir la fe. Por ello, los cristianos le predicamos al mundo del amor de Cristo, de su obra salvífica, de la buena noticia; nuestra esperanza escatológica en el reino de Dios hace que nuestra fe nueva nos impulse a hacer cosas concretas en este mundo, nunca aislarnos, llamándonos también a reescribir-construir nuestra fe como los que nos antecedieron, como los que, por ejemplo, volvieron del exilio.