domingo, 25 de agosto de 2019

La compasión, eje de la fe

Una reflexión desde Jesús y la resurrección del hijo de la viuda de Naín (Lucas 7:11-17)

Qué duda cabe que ahora los evangélicos tenemos una nueva incidencia pública. Ya quedó atrás el encierro en las paredes de la iglesia y hoy mantenemos un coqueteo abierto con el poder. Lo mostramos, queremos más, mucho más cada vez. Nuestra imagen se lee en clave política, sea bajo la cortina de la llamada “ideología de género”, tedeums en nuestros templos más grandes o la invasión de pastores candidatos, como hemos visto hace poco en Brasil y Argentina. Los congresistas evangélicos son más visibles pero tristemente más del lado negativo: solo pensemos en los casos de Julio Rosas y Tamar Arimborgo en el Perú. 

Esa incidencia pública nueva parece haber cambiado nuestras prioridades como comunidades de fe. Ya he comentado antes sobre la agresividad que se denota hoy en el evangelicalismo, que parece ir en aumento mientras la cuota de poder aumenta, con pulsadas que buscan llegar hasta el mismo poder ejecutivo. Somos otros cristianos, como desenfocados de la naturaleza de nuestra misión, rendidos ya a la tentación de monte alto buscando la imposición de nuestras cosmovisiones desde el aparato del Estado (Lc. 4:8-10). Muchas cosas han cambiado, no necesariamente para bien. 

Recordando la situación de las viudas 

La sociedad en la que vivía Jesús era profundamente machista, desigual, violenta y opresiva, no solo por la presencia imperial romana, sino por los comportamientos que nacían desde los mismos judíos. El esclavismo era el eje de la economía. La situación social y su dinámica hacía que muchos quedaran al margen de la sociedad, resaltando en especial las viudas, quizá las más vulnerables del tejido social de la época. En esos tiempos, quedar viuda era algo que a una mujer le sucedía con demasiada frecuencia, gracias a la pobre esperanza de vida. 

Las viudas en Israel tenían cierto nivel de protección teórica según el Antiguo Testamento, que no muchos códigos religiosos antiguos poseían. Por ejemplo, los hijos mayores se hacían cargo de ellas si tenía la edad suficiente para afrontar la responsabilidad. Un ejemplo sustantivo es el del mismo Jesús, que en la cruz le da la tarea a Juan de cuidar a María, ya viuda de José (Jn. 19:26-27). Varios otros ejemplos están en la ley: cada tres años, del diezmo se extraía una ayuda para los vulnerables de la sociedad, entre ellos las viudas (Dt. 14:29), o su participación libre de los banquetes de las fiestas religiosas (Dt. 16:11, 14), o la protección contra el abuso (Ez. 22:7; Mal. 3:5). No olvidemos que un hermano o pariente del lado del marido podía o debía tomar a la viuda por esposa, como se nos revela con claridad en la historia de Ruth, Noemí y Booz. En el papel existía un marco que las cobijada, pero la realidad distaba de este ideal. En tiempos de Jesús se cumplía poco de lo estipulado. Por lo tanto, de la viudez a la marginalidad no había demasiada distancia. 

La realidad de los desposeídos 

En tiempos del ministerio de Jesús gobernaba Galilea y Perea Herodes Ántipas, quien quiso construir su reino para dejar su legado. Reconstruyó Séforis y construyó su capital: Tiberíades, en honor al emperador Tiberio. Estas dos ciudades generaron un gran cambio social: la urbanización de Galilea. Eran los centros administrativos desde donde se controlaba toda la región. Allí vivían las clases dominantes: grandes cobradores de impuestos, militares, los terratenientes más importantes, comerciantes. Sin embargo, fueron proyectos sumamente caros. Por ello, los impuestos eran muy altos, y las familias apenas podían pagarlos. Esto obligaba a muchos a subsistir al borde de la miseria. Si venía una mala cosecha, una enfermedad, o la muerte de algún varón de la familia podía venir el fin para ellos. 

El riesgo de la indigencia para las personas era altísimo. ¿Qué pasaba si una familia, tras pagar los impuestos, no tenía reservas para la siguiente cosecha? Acudía a la familia o a los vecinos. Si no tenía esa opción, pedía un préstamo a algún rico que almacenara grano (cf. Lc. 12:16-21). ¿Si no podía pagar este préstamo? Se quedaba inexorablemente sin tierras: más terreno acumulado para los terratenientes. Algo que también sucedía en Palestina con frecuencia era que los terratenientes decidían hacer monocultivos para maximizar la producción especializada para el comercio del vino, trigo o aceite. ¿Qué pasaba con los bienes alimenticios? Eran producidos en menor escala, lo que encarecía sus precios para dificultad de los que menos tenían. Al mismo tiempo, Ántipas fomentó el uso de las monedas romanas, que permitían la acumulación de la riqueza. Los pobres apenas podían acceder a monedas de bronce o cobre. Muchos, ni siquiera a eso, quedando fuera del círculo económico. No les quedaba más que el trueque y la vida de subsistencia (1). 

Aunque en Palestina había un relativo dinamismo económico, para muchos el estado real era la inseguridad, la desnutrición y la vulnerabilidad. La pobreza extrema era acuciante. Jornaleros, vagabundos, bandoleros (como los que asaltaron al hombre de la parábola del buen samaritano de Lc. 10:25-37), prostitutas (muy posiblemente el caso de la mujer que ungió los pies de Jesús con perfume en Lc. 7:36-50), mendigos que van de pueblo en pueblo, ciegos, tullidos, viudas que no han podido casarse de nuevo, esposas estériles repudiadas y que no pudieron volver con sus familias, niños huérfanos. Literalmente son los sobrantes de Roma, los descartados por Ántipas. 

Precisamente en ellos piensa Jesús cuando en las Bienaventuranzas haba de los “pobres” (ptojos): los desposeídos de todo, los mendicantes, las mujeres que se prostituyen (Mt. 5:3). Viven al límite, casi sin saber si comerán o vivirán mañana. Sin hogar. Estos marginales podían estar separados también por causas religiosas. Las leyes farisáicas que debían cumplirse de manera estricta los excluían. Los marginados estaban sucios, muchos enfermos, con llagas, peor en el caso de las mujeres. Los religiosos pensaban que su estado mostraba que Dios los “rechaza”: la terrible ley de la retribución que subsiste incluso hasta hoy, época de expansión furiosa de la teología de la prosperidad. 

Identificación en serio 

Puede parecer un cliché, pero Jesús realmente se identificaba con estos que no tenían nada. Jesús vivía como uno de ellos, sin techo ni trabajo estable. Moraba entre los excluídos. Su mensaje no rechazaba a los ricos, también se acercaba a ellos (cf. Lc. 19:1-10) pero su vida mostraba que le dedicaba especial atención a los excluídos. Ellos, marginales de la sociedad, entendían con claridad eso de “buena noticia”: los vagabundos, privados hasta de lo más básico para vivir, serán los “primeros” (Mt. 20:16-20). La parábola del rico y Lázaro: ¡una esperanza para los mendigos! (Lc. 16:19-31). En el sermón del monte Jesús les dicen que ellos serán felices porque el reino de Dios les pertenece (Mt. 5:3). Es una suerte para los que viven oprimidos y una amenaza para los que oprimen. Desde ellos, desde aquellos otros que nadie quiere ver, desde su vida y situación, Jesús plantea una visión de fe, una espiritualidad. Desde la vida del ptojos (pobre) plantea la situación del pobre en espíritu. Su mensaje dice algo poderoso: vivo como ustedes aunque soy el Hijo de Dios. Es increíble y literal: “De lo que rechazó el mundo he tomado yo” (cf. 1 Corintios 1:27-31). 

Hay algo más que parece decirnos el mensaje del Maestro: La miseria que les trae hambre y carencia no tiene su origen en Dios. Los que no le interesan a nadie le interesan a Dios; los que sobran en imperios construidos por los hombres tienen un lugar privilegiado en su corazón, los que no tienen patrón que los defienda tiene a Dios como Padre y protector. El mensaje de Cristo es básico: nuestra propia fe debe tener como meta fundamental la dignidad de los desgraciados y rechazados, debe buscar la construcción de una realidad donde se resalte la dignidad de los desgraciados y rechazados, de los últimos de la sociedad: sean migrantes centroamericanos en una frontera, africanos en un bote a punto de hundirse, sean migrantes de las provincias peruanas hacinados arriba de un invernal cerro desértico de Lima. Dicho de otra forma, nuestro cristianismo debe ser aquel que nos mueva a la compasión. El camino hacia Dios ya no necesariamente pasa por la religión, el culto, la liturgia sino que pasa por la fe al lado de los marginados, hacia los débiles. Es esta una revolución religiosa, un acceso a Dios fuera de las puertas sagradas. Es la ruptura del velo el templo que separaba el lugar santo del lugar santísimo. La primera reacción debe ser la compasión a todos, incluyendo a los impuros, los sin honor, los excluidos del templo. 

Es, por lo tanto, el amor compasivo lo que rodea el trasfondo de la vida de Jesús. Sobre la compasión se mueven todos sus actos.  

Más allá del discurso: Jesús y la viuda, la compasión puesta en práctica 

Repasemos la escena de Naín: Una viuda desamparada, devastada ante la muerte de su único hijo. No solo la consume la tristeza sino también la incertidumbre: muy probablemente quede sometida a la mendicidad o a la dependencia de familiares o vecinos. Condenada a ser una excluida. Una carga. 

En la Palestina del primer siglo era común que los entierros se hicieran el mismo día de la muerte. Por lo tanto, todo acababa de suceder, el dolor estaba a flor de piel cuando Jesús ve el cortejo. Gemidos, lágrimas ante la muerte de alguien jóven. Se conmueve ante el dolor. Seguro pregunta qué está sucediendo y rápidamente se da cuenta de la realidad. ¿Qué pasará con esta mujer? En contraste con el pasaje anterior de la sanación del siervo del centurión, esta vez nadie le pide a Jesús hacer el milagro. No le ruegan, no testea la fe de las personas, no lo tocan sin que se dé cuenta. El móvil es otro. Ahora la compasión pura es su iniciativa. 

El espectacular milagro le devuelve la vida al joven pero también a la mujer: es su resurrección social: ¡el futuro se hace mejor! Por supuesto, el pueblo se alborota y hay una sorpresa generalizada ante la primera resurrección de Jesús (el relato de la hija de Jairo el de Lázaro sucedieron después). No en vano dicen: “ha venido un gran profeta… Dios ha venido en ayuda de su pueblo”. Es inevitable la referencia a Elías (con la resurrección del hijo de la viuda de Sarepta) y Eliseo (la resurrección del hijo de la sumanita). ¡Compasión pura la de Jesús! 

Jesús es el Señor de la vida, atento y sensible a las condiciones de vida de seres frágiles como la viuda. Él les dice, siempre, que ellos no están solos, que Dios es capaz de derrotar a la muerte y la miseria, que les puede dar consuelo y esperanza a pesar de los opresores, cuidando con cariño a los vulnerables. Hoy, sus herramientas son distintas. La manera en la que Dios hoy de los vulnerables es a través de nosotros. Somos los socios de Dios, somos las manos de Dios a través de las cuales obra. Es su forma de accionar. Resucita a través de nosotros, abre los mares con nuestras manos. Por lo tanto, debemos dejar que Dios haga a través de nosotros, siendo en extremo sensibles a las necesidades que nos rodean e identificando a las viudas de nuestro tiempo. Están por todos lados. 

Referencias 

(1) Para más detalles, revisar Saulnier, Christiane y Rolland, Bernard. Palestina en tiempos de Jesús. 2da Edición. Navarra: Editorial Verbo Divino. 1981