Hace más de una década hubo una chica me gustó mucho. Con sus intermitencias, el sentimiento estuvo incrustado en mí por casi tres años: iba y venía porque cuando yo decía que ya, que era suficiente, que finalmente le había dado vuelta a la página, que el último intento de escape tuvo éxito, la volvía a ver y descubría que todo era ficticio, que el castillo inexpugnable que había armado se caída a pedazos ladrillo por ladrillo, atacado por mil arietes que al final dejaban clavar en mi corazón una bandera con el nombre de la susodicha. Ella me dio un par de veces palabras durísimas que no soltaron las amarras, sino que hicieron que estuviera más anclado a su puerto, más firme, más tontamente esperanzado.
Poco a poco, me di cuenta que esa situación me estaba afectando demasiado y que contaminaba otras áreas de mi vida más relevantes, dañando a otras personas que no lo merecían. Pero me costaba horrores pensar en olvidarme de todo; tenía, además, una extraña fijación en la espera, en la paciencia, en el amor que vendría a mi puerta luego de años de diligente y esforzada expectativa. Eso podía llevarme a estadios cercanos a la locura, pero no importaba: la vivencia lo valía todo.
El único recuerdo de ella, que guardaba como un tesoro en mi billetera, eran dos billetes de un dólar que un día me regaló en circunstancias que olvidé por completo. Gabriel y Gema, mis hermanos, conocían del significado de los billetes, sabían que para mí tenían un valor incalculable, e intuían mis idas y vueltas sentimentales.
Sin intuirlo, junio, agosto y septiembre del año 2000 se transformaron en un período trascendental en mi vida porque las decisiones y la gente que conocí en esos meses determinaron la vida tal cual la tengo hoy. Cerca al cumpleaños de Gabriel, con mucho hartazgo, pasé una mala noche y en la mañana ―no recuerdo el día con precisión―, me dije que era suficiente, que ya bastaba, que había que botar al lastre por la borda. Sé que es subjetivo, pero me sentí finalmente libre y listo para ver hacia delante y ya no hacia atrás. El futuro demostró que esa sensación fue real.
Esa misma mañana, con mis hermanos adolescentes nos fuimos a comprar no se qué a la Av. La Molina. En el cruce de Los Viñedos con Los Cerezos paré un momento. Saqué mi billetera, la abrí y extraje los dos dólares que allí siempre estaban… y le entregué uno a Gabriel y otro a Gema, que me miraban sorprendidísimos, con muchas dudas de lo que estaba haciendo. Gema preguntó si estaba seguro de lo que hacía; yo le dije que sí, que era el tiempo, que por favor tomaran ese tótem para mi y que dispongan de él como quisieran. Gabriel no dijo nada, pero entendió lo que sucedía. Era un símbolo, una señal, un hito que marcaba mi decisión de dejar las cosas y que quería comenzar de nuevo otra vez.
Porque a veces es de esa manera: hay que marcar el fin de los conflictos y las dudas, de las reticencias e indecisiones, para así poder continuar en los caminos en los que uno decide andar. Sean en las rutas sentimentales ―mi pequeña historia previa lo refleja―, laborales, amicales, y también las espirituales.
2 comentarios:
qué buena historia abel,
me has dado una buena idea, aunque talvez no la lleve a cabo.. jajaja
¿Idea? Mmmmm.... ¿de qué te vas a deshacer???
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