domingo, 31 de mayo de 2009

El sudor de la frente (IV)

En su capacidad de creador, el ser humano es el único ser en el planeta tierra con la capacidad de modificar los ecosistemas en los que se encuentra ―“tener dominio” (Gn. 1:26,28) tiene una cabida perfecta al pensar en esta capacidad―. Desde que comenzó sus devaneos históricos lo ha hecho, pero con poco efecto global por miles de años debido a su tecnología poco contaminante basada en la fuerza humana y animal. Todo el debate ambiental de la actualidad se da porque existe la sospecha que la actividad humana está empezando a afectar el clima del planeta entero, acusación seria capaz de transformar el mundo tal cual lo conocemos.

Esta capacidad transformadora de los ecosistemas en los que vive hace que el hombre no sólo dependa de la naturaleza sino de su propia capacidad de intervención sobre el medio ambiente. En otras palabras, un caballo salvaje sólo depende del medio ambiente para vivir, pero el hombre depende de la naturaleza y al mismo tiempo de sí mismo, que ha modificado su hábitat con el fin de satisfacer sus propias necesidades. El hombre, para poder vivir sobre la tierra, tiene que cooperar consigo mismo para vivir. Dicho de otra manera, Dios hizo las cosas de tal forma que para cumplir sus propósitos con nosotros decidió que nosotros colaboraramos con él. Y no solamente en es aspecto material, sino que también lo ha hecho así en el tema espiritual. Dios quiere la salvación para toda criatura, pero ha encomendado a su iglesia (su pueblo, un subconjunto de la humanidad entera) que evangelice y haga su parte de la misión de Dios en la tierra. Ineludiblemente nos necesita.

Replanteando la pregunta, digo: ¿Cómo Dios, en la práctica, satisface las necesidades materiales de la gente? De inmediato viene a la mente Mateo 6:25-34, con esa enorme conclusión que nos garantiza que “todas estas cosas (las necesidades materiales) nos serán añadidas” si primero buscamos el reino de Dios y su justicia. ¿Cómo lo hace en la práctica? No he visto nunca caer maná del cielo ni que lleguen codornices al techo de mi departamento, así que definitivamente utiliza otros métodos. Lo interesante del asunto ―y obvio, por supuesto― es que, como ya dije líneas arriba, Dios trabaja con el hombre para la satisfacción de las necesidades. Por lo tanto, la frase del sermón del monte podría decirse así: “todas estas cosas nos serán añadidas con la ayuda de otros hombres que les darán lo que requieren. Las cosas serán añadidas con el trabajo de todos ustedes”. La condición intrínseca al ser humano de ente trabajador por ser imagen de Dios no es por nada, no está de adorno: Dios la ha configurado de tal manera que sirva para el bien de todos nosotros. Más aún, esta condición de ente trabajador es el símil de la naturaleza. ¿Cómo así? La naturaleza tiene los mecanismos para la satisfacción de las necesidades de todos los seres vivos. Como ya dije, el ser humano requiere más que eso, pero precisamente esta condición de ente trabajador permite asegurar la satisfacción de las necesidades de todos.

¿Qué significa esto? Significa que todos, como seres trabajadores, somos socios de Dios en la labor de satifacer las necesidades de la humanidad. El mundo, hoy por hoy, es sumamente complejo y existe una infinidad de profesiones y oficios en los que la gente se desenvuelve. Puedo ser economista, adminstrador de empresas, profesor, chofer, carpintero, médico. Haciendo esa función, sea la que sea, soy socio de Dios. Con mi trabajo satisfago la necesidad de un sinfín de personas, y con mi trabajo Dios está “añadiendo lo que debe añadirse”, en una sociedad con su creación máxima.

Muy bien refleja esta última idea la siguiente historia (6):

El otro día vi a una niña posiblemente huérfana que lloraba de hambre en una calle con su bolsa de caramelos de diez céntimos mientras la gente pasaba por su lado muy ocupada y ensimismada ignorando su sufrimiento. Y le pregunté a Dios: "¿Por qué existe tanta injusticia? ¿Podrías hacer algo por ella? ¿Algo más tangible, más efectivo? Me parece injusto que sufra tanto siendo tan inocente y joven" En ese momento me di cuenta que esa respuesta clásica de que es responsabilidad del hombre todo lo malo del mundo ya no me satisface, no me convence del todo.

Dios no me contesto al instante, pero al llegar la noche, cuando estuve en mi cuarto mirando la penumbra, sí respondió:

"Ya hice algo"- y luego de una pausa Dios exclamó: "Te hice a ti"

sábado, 30 de mayo de 2009

El sudor de la frente (III)

Dios por su propia mano ―o, mejor dicho, por medio de la Segunda Persona de la Trinidad, el Verbo de Juan 1:1― forjó dos creaciones: la directa material o natural, que se explica en los dos primeros capítulos del Génesis; y la directa inmaterial, que es el mundo espiritual compuesto por los seres de tipo angélico (1). La creación directa material tiene varias características. Una de las principales es que es probable que posea la cualidad de adaptarse a las circunstancias cambiantes, generando nuevas “creaciones” consecuentes –algunos le dicen adaptación, otros evolución-. Otra de las características importantes es que todo ser poseedor de vida es absolutamente dependiente del propio entorno en donde se encuentra. Necesita alimentos, necesita oxígeno, necesita agua, necesita la tierra. Lo extraordinario es que los diseños de los ecosistemas garantizan que la mayoría de seres vivos no tengan inconvenientes para satistacer las necesidades que le permiten mantener la vida. Es esta una propiedad adicional: el autosostenimiento.

Como cualquier ser vivo, el ser humano depende de su entorno para su supervivencia y requiere lo mismo que otros mamíferos y animales. En estricto, las similitudes con el resto de la vida son abrumadoras. “…en 1953 Crick y Watson descifraron la estructura de una molécula de ácido desoxirribonucleico (ADN) que contiene el manual de instrucciones de la creación humana. La molécula de ADN consiste en múltiples copias de una única unidad básica, el nucleótido, que se presenta bajo cuatro formas: adenina, timina, guanina y citosina. Este alfabeto de cuatro letras se desdobla en otro alfabeto de veinte letras que son las proteínas, formando el código genético que se presenta en una estructura de doble hélice o de dos cadenas moleculares. El código genético es igual en todos los seres vivos. Watson y Crick concluyeron: «La vida no es más que una vasta gama de reacciones químicas coordinadas; el "secreto" de esta coordinación es un complejo y arrebatador conjunto de instrucciones inscritas químicamente en nuestro ADN” (2). La corporalidad de la raza humana es axiomática y más aún por su origen, el polvo de la tierra (Gn. 2:7), hecho que resalta su pertenencia al mundo material. Sobresale que el propio cuerpo físico sea el único vehículo por el que podemos expresar virtudes espirituales y no algún ente intermedio que nos ayude a acercarnos a Dios (3). Dios hizo la naturaleza junto con el hombre material dependiente y en relación especial con ella por su condición de ser orgánico, poniéndolo a cargo de todo, según el relato, en un gran jardín con todo lo que necesitaba ―estaba él mismo, Eva, Dios, los alimentos y otros satisfactores materiales (Gen. 1:16) ―. Entonces, un vínculo fraterno se formó con otros seres humanos ―a través de la mujer (Gn. 2:23)―, con Dios ―referido en su dialogo con Él (Gn. 3:10-19)―, consigo mismo ―por su conciencia de soledad al ver a los animales (Gn. 2:20)―, y con la propia naturaleza ―al tomar de ella lo que necesitaba (Gn. 1:29,30)― (4).

La peculiar situación de imagen y semejanza de Dios que el hombre posee lo hace distinto, porque el creador diseñó el sistema de tal forma que germine una tercera creación: la indirecta material, que es la que concibe el hombre por su propia actividad en la Tierra pero que estaba dentro del plan divino desde el inicio, denominada también creación derivada o de segundo orden. Todas las relaciones económicas, psicológicas, filosóficas, sociológicas o antropológicas entran en esa categoría (5), lo mismo que toda su inventiva y su desarrollo tecnológico.

domingo, 17 de mayo de 2009

El sudor de la frente (II)

Una cosa interesantísima en el texto bíblico es la manera en que éste comienza. Y es porque uno, ser humano con virtudes y defectos, podría pensar que la mejor manera en iniciar un libro que pretenda ser la revelación de Dios en la tierra con la explicación de sus propósitos, es especificando primero al escritor. Es decir, hacerlo al estilo de Pablo, quien se presentaba en sus cartas: “Pablo, siervo de Cristo Jesús llamado a ser apóstol” (Rom. 1:1). Es decir, presentándose, definiéndose. ¿Es el caso del primer versículo del Génesis?

En el principio creó (bará) Dios…”. Bará tiene un profundo significado teológico, que abarca desde referencias a la soberanía de Dios -que por su pura y propia voluntad decidió hacer todo lo que nos rodea, incluyendo a nosotros mismos- hasta la idea de hacer todo de la nada, que subyace el concepto de Dios como único originador de los elementos básicos que permiten la vida en la tierra. Para mí, Bará se nos presenta como la primera definición de Dios, que no se concentra en aspectos estrictamente ontológicos como por ejemplo Juan 1:1, sino que hace un viraje que puede parecer banal, definiendo a Dios por su profusa actividad. Bará como primera definición de Dios expresa a la divinidad como trabajadora, que hace, forma y establece, ubicándola en la historia humana a pesar de trascender el tiempo. Tan importante es el trabajo, tal es el realce que Dios le quiere dar, que lo coloca primero en el texto bíblico. No habla de su naturaleza de espíritu, ni de sus atributos ni de sus perfecciones; habla de su característica trabajadora y creativa. Por lo tanto, es un eje de interpretación.

El hombre es puesto sobre la tierra con una fiel “imagen y semejanza” de Dios. Son evidentes la similitud de las características volitivas o cognitivas con el creador aunque vale la pena decir que no es algo explícito en el relato. Sin embargo, lo que frecuentemente pasa desapercibido –a pesar de que está allí, clarísimo en los textos- son las similitudes del ser humano con la primera definición de Dios. O sea, Dios como trabajador, y el hombre como trabajador también. Dios crea, y el hombre también crea (por supuesto, en escalas muy diferentes). Por si nos quedaran dudas, se recalca el tema del trabajo en Génesis 1:28 (el mandato cultural) y en Génesis 2:15 (el encargo del trabajo en el huerto, antes de la caída). Su importancia es profundamente enfatizada.

Mi concepto sobre la creación me da un añadido a lo que estoy diciendo. Mi postura no acepta la literalidad del texto genesiano, sino que lo sitúa dentro de su transfondo temporal, ubicándolo en una categoría de tipo mitológico, como otros relatos de su época. Por eso, entiendo que debo recoger el espíritu de escrito: Dios ha creado, sí, aunque el cómo no queda claro. Dado el estado de la ciencia (no hay certeza, por lo que tengo que tomar una postura con lo que hay al día de hoy), parecería que la creación ha sido un proceso largo, que para algunos aún no ha terminado. Sea como sea, es un trabajo de largo aliento, una labor minuciosa, detallada, esforzada, que nos debe servir de paradigma hoy en día. ¿Cuántos de nosotros podríamos decir “Y nuestro trabajo es bueno” como dice Génesis? En Latinoamérica en ocasiones no es común encontrar esa respuesta, porque no somos tan prolijos con nuestra labor.

Y más todavía, si aún nos quedaran dudas, Jesucristo al venir a la tierra se hizo un ente trabajador. No en aspectos intelectuales o religiosos –quizá se pudo haber instalado en el muy cómodo templo de Jerusalén-, sino que se hizo humilde y revalorizó el trabajo sencillo de fuerte contenido manual, y trabajó día a día, siguiendo el ejemplo del Génesis o, en estricto, siendo consecuente consigo mismo (Col. 1:16).

viernes, 15 de mayo de 2009

Viejas frustraciones

Hay una frase que escuche hace años a alguien en la universidad: “No existe el brasilero moderado, ni el argentino humilde, ni el peruano sincero”. Con eso de “o mais grande do mundo”, o el conocido orgullo argentino que ha trascendido fronteras, la hipocresía peruana resalta como una cualidad abyecta, más negativa, aunque siempre sospeché que más que sólo nuestra, es un defecto latinoamericano, heredado de nuestros vicios históricos que comenzaron con el grito de “¡Tierra!” la madrugada que Colón llegó a las Bahamas.

Al casarme con una mujer de diferente cultura, me di cuenta que Dios me había traído un espejo que permitía verme con claridad, sin la sutileza de las excusas de mi “medio ambiente”. Lo que varios escritores decían, al igual que amigos que venían de vivir en el extranjero, era totalmente cierto: somos la tierra de las dobles caras, de la doble moral, de la envidia y las palabras indirectas. Nunca decimos las cosas de frente, nunca encaramos, nos cuesta confrontar, y utilizamos otros mecanismos para expresar lo que pensamos. Procedimientos que están muy, muy lejos de “la verdad os hará libres”.

Es triste ―aunque natural, porque no somos seres aculturados― cuando esto se mete en la iglesia. Triste cuando un pastor aprovecha su sermón para dar el “café” de la semana, en lugar de hablar con la persona supuestamente en falta. Triste cuando utiliza la prédica o la clase de escuela dominical para dar el mensaje de corrección. Triste cuando uno percibe que el caso que él cuenta en la prédica es en verdad algo que le ha sucedido a alguien de la congregación.

Es triste cuando el pastor/apóstol/predicador/líder es tan cobarde que no tiene las agallas de decir lo que realmente piensa sobre la gente, sino que mediante pequeños mensajes desde el púlpito, utilizando la palabra de Dios como arma, o en devocionales totalmente manipulados ―donde se critica a sí mismo, asumiendo la falta que ve en el otro―, expresa su pensamiento real, que no es el del domingo de después del culto, con la sonrisa falsa al darte la mano y diciéndote un estereotipado “Dios te bendiga”. Que asqueroso uso de la Palabra, cuando se proclama como el llamado por Dios, como el santo o la voz autorizada, pero utiliza la Biblia para argumentar a favor de su carne y sus oscuros deseos. Y cuando alguien lo confronta… pues evade, se hace el loco, con él no es, dice que estamos pecando porque no nos sometemos al ungido; como decía, la cobardía sale a flote.

Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, por si acaso.