Rebeldías emergentes
La rebeldía, para muchos, es una mala palabra, casi un insulto, una de las peores afrentas. Es un calificativo sumamente negativo para los cristianos de los que se espera todo lo contrario: sumisión, humildad, respeto hacia la voz jerárquicamente superior. Se espera que seamos como la madre Teresa de Calcula, como Gandhi o un monja de clausura; nos enseñan que siempre estemos dispuestos a dar la otra mejilla.
Eso éramos en ese momento, rebeldes, achacándonos un estigma que marcaba nuestras frentes. No nos decían que perdimos nuestra salvación porque crecimos en un ambiente calvinista, porque si no, de seguro ya éramos candidatos seguros al último círculo del infierno. Sin embargo, la adjetivación de la palabra es muy relativa. Hoy, por ejemplo, Bonhoeffer es un héroe, pero la sumisa iglesia alemana de la época hitleriana no tiene el respeto de nadie. La resistencia francesa tiene la consideración popular, no así el regimen colaboracionista de Vichy. Cristo mismo fue un rebelde que se opuso a la religiosidad farisaica. Hoy celebramos los bicentenarios de nuestras independencias que nacieron de oscuras conspiraciones y cruentas batallas contra el abusivo dominio español, y nadie trata a José de San Martín o Simón Bolívar como insurgentes inútiles. Túpac Amaru es parte del imaginario popular peruano, y ni hablemos de la influencia de la revolución méxicana en la actualidad de esa nación. Lutero es, en cierta forma, el padre de la iglesia evangélica actual y nadie lo acusa de insumiso. Uno de nuestros nombres (protestantes) no es casual: nacimos ante el escandaloso estado del catolicismo de finales de la Edad Media, ante el cual nos opusimos, peleamos y prevalecimos. Lo que quiero decir, en resumen, es que en ocasiones es lícito el derecho a la rebeldía, se justifica oponerse, se hace lícito ir en contra.
Por supuesto, eso depende. Ser rebelde sin causa no tiene sentido para el cristiano porque sabemos que muchas de esas actitudes contrarias nacen de un corazón que anhela el pecado, que se relaja ante las exigencias de la fe. Muchos se “rebelan” porque quieren la comodidad hedonista y aman la vida sin compromiso. Pero hay rebeldías que nacen del inconformismo ante religiosidad que pretende ser relación genuina con Dios, de la insatisfacción de percibir que tu iglesia, nacida con esperanza y amor, se ha convertido en el feudo de un individuo que cree tener todas las respuestas, que está tan copado por el orgullo que no era capaz de escuchar a nadie a su alrededor. En ocasiones ser rebelde es inevitable, sin importar asumir el riesgo de la crucifixión, la muerte más cruenta. Ser rebelde puede ser un destino. Como sabíamos que nuestra rebeldía nacía de una actitud justa, nos sentíamos orgullosos de ella. Éramos rebeldes a mucha honra. Cristianos que, con todo el corazón, queríamos una iglesia mejor, un cristianismo mejor. Hasta hoy es algo que nos sigue moviendo.
Cuando tomé, con enormes dudas, la decisión de dejar la iglesia, me quedó el grupo de reflexión. En navidad tuvimos una reunión muy concurrida en la casa de uno de los miembros―con intercambios de regalos incluido―, lo que nos dio un aliciente para continuar. Había muchos ánimos a principios de 2007. Una comunidad con grandes expectativas, animada por crecer como seguidores de Cristo.
Como ya he dicho antes, yo he tenido la necesidad de estructuras. La iglesia lo fue, pero luego sus cimientos se socavaron. Mis propias búsquedas, entre otras cosas, implicaban encontrar una nueva estructura sobre la cual mi vida emocional (pero, especialmente, mi vida espiritual) tenía que cimentarse. Aún no asumía a plenitud el concepto del cristianismo inestable, esto es, el cristianismo que basa su día a día en la duda permanente, en la validación perenne de las prácticas misiológicas, en la permisimidad de la multiforme gracia de Dios que fomenta una variopinta experiencia de fe. Esto necesita desestructuración, pero aún no estaba listo a estas alturas. Por ello, el grupo se convirtió en mi estructura eclesial nueva, se hizo mi iglesia.
Al principio, todo anduvo bien.
Aunque no quiero discutir aquí sobre eclesiología, el grupo era una iglesia con todas las de la ley. Vivíamos la comunidad con intensidad, compartíamos de la palabra de Dios, participábamos en obras de amor desinteresado al prójimo, conllevábamos las alegrías y las penas, sólo diferenciándonos en el asunto del clero tradicional. No teníamos un pastor formal, sino que creíamos sinceramente en el adagio luterano que decía que el sacerdocio es de todos los creyentes, tratando de ponerlo en práctica. Sin embargo, el intento de la práctica de este principio nos trajo el primer gran problema. Vamos con un ejemplo que, espero, ayude a clarificar lo que quiero decir. Imaginemos una comunidad/iglesia con cinco personas miembros y cinco tareas por realizar:
Según la lógica de la comunidad (que puede sustentarse, por ejemplo, en la Trinidad y en la kenosis) y el propio sacerdocio de todos los creyentes que cancela las divisiones arbitrarias entre laicos y clérigos, todos podríamos hacer las tareas que la vida eclesial tiene por naturaleza. No habría actividades restringidas; cualquiera podría predicar, oficiar la santa cena, bautizar, dirigir una alabanza, casar a una pareja, orar en un entierro. Por lo tanto, simplificando en extremo el modelo podríamos tener algo así:
―Juan predica y enseña la Biblia
―Pedro dirige la alabanza
―José hace la consejería a las personas que lo necesiten
―María visita a los enfermos
―Ana organiza los paseos de distracción
Sin embargo, la gente piensa que se necesita un lugar para realizar todas esas tareas y, al mismo tiempo, cree que es demasiado esfuerzo hacer ese trabajo tan pesado por la cantidad de tiempo que requiere. Por lo tanto, deciden hacer dos cosas:
(1) Cobrar a los cinco miembros un porcentaje de sus ingresos para comprar un lugar al que se llamará templo. Digamos, un diez por ciento mas algunos fondos adicionales a los que se llamará ofrenda.
(2) Con el mismo porcentaje de los ingresos se le pagará a una de las personas, que se dedicará a tiempo completo a hacer varias de las tareas, dejando a las otras solamente una o dos de las restantes, de preferencia las menos exigentes.
Entonces, los cinco deciden contratar a Juan a tiempo completo, y las tareas se reestructuran de la siguiente manera:
―Juan: Predica y enseña sobre la Biblia, dirige la alabanza, hace la consejería y visita a los enfermos. Para distinguirlos de los otros, piensan que merece un título, de preferencia bíblico, y concluyen que “pastor” es una buena opción.
―Todos los demás: Organizan paseos de distracción.
Pedro, José, María y Ana están contentos porque hacen tareas menores. Juan está feliz porque tiene un trabajo, y todo funciona bien. Ahora imaginemos que han pasado cincuenta años desde el momento que decidieron hacer esos cambios. Como puede suponer, todos están más que habituados al sistema, incluyendo las personas que fueron llegando con el paso de los años, que consideran que su estructura eclesial es la correcta. Y les decimos: desde ahora, volvemos al modelo del sacerdocio de todos los creyentes, donde todos hacemos todo. ¿Qué creen que sucederá?
Pues, evidentemente, será muy problemático para todos, al menos al principio. Una cosa es afirmar en el discurso que todos son iguales, que hay homogeneidad y que todos pueden hacer todo. Otra cosa es la práctica.Y creo que aquí vino nuestro primer problema. Hacer una comunidad completamente horizontal requiere mucho trabajo, mucho esfuerzo de todos. Al mismo tiempo requiere mucho compromiso. Y eso se agrava con la famosa regla del 80-20 que vi tantas veces en mis años de líder: el 80% del trabajo en la iglesia lo realiza el 20% de la gente. Ser completamente horizontales es una cosa difícil en los tiempos modernos tan ocupados, tan llenos de estrés. El reto es grande, y me parece que debe hacerse gradualmente. Si no, llegan los problemas, las sobrecargas, y aquí fallamos por nuestra impaciencia de cambiar todo rápidamente, de inmediato. Se necesita mucha responsabilidad por parte de todos, si no, en el corto plazo se replicará a las iglesias ya existentes: los líderes fungirán de pastores, y el resto será sólo asistente, convirtiéndose en lo mismo de lo que se intentó escapar. Pensando fríamente, en casi lo único en que pudimos aplicar la máxima luterana fue en la predicación de la palabra y en oficiar la santa cena, rotando entre todos. En lo demás, la cosa no estaba funcionando. Para muchos éramos solo una célula, nada más que eso. Ergo, no se requería de un esfuerzo sustancial.
El segundo gran problema que tuvimos vino cortesía del pastor titular y el pastor de jóvenes de la iglesia. La idea primigenia era una muy sencilla: buscar lo que Dios quería para nuestras vidas. Para ello planeamos el grupo pensando entre todos sobre cómo sería su funcionamiento, soportando el conflicto. Todo el cargamontón recibido desde el púlpito semanalmente, más los devocionales y los comentarios abundantes en la iglesia hizo que perdiéramos el rumbo. En vez de concentrarnos en Jesucristo, en la missio dei, en la búsqueda de Dios de una manera más íntima, nos centramos en la última frase del pastor titular, o lo que decía una u otra persona, o lo que el pastor de jóvenes escribió en su último “devocional” sobre nosotros. Nos concentramos en la oposición en lugar de la búsqueda sincera de Dios. Eso fue fatal, derrotándonos categóricamente. El grupo fue herido de muerte por la agresividad pastoral que nos entretuvo en detrimento de lo importante. Algunos percibieron esta distracción (con frecuencia hablábamos largo rato sobre la situación de conflicto en las reuniones) y prefirieron hacerse a un lado, dejando de ir porque se dieron cuenta que no buscábamos a Dios como prioridad, sino como segunda o tercera cosa. Tenían razón: se había perdido el espíritu inicial que ansiaba un cristianismo mejor. Seis meses después pretendimos corregir, dejando de hablar de la iglesia, pero ya era tarde. Los que se marcharon dejaron incompleto al grupo.
La rebeldía, para muchos, es una mala palabra, casi un insulto, una de las peores afrentas. Es un calificativo sumamente negativo para los cristianos de los que se espera todo lo contrario: sumisión, humildad, respeto hacia la voz jerárquicamente superior. Se espera que seamos como la madre Teresa de Calcula, como Gandhi o un monja de clausura; nos enseñan que siempre estemos dispuestos a dar la otra mejilla.
Eso éramos en ese momento, rebeldes, achacándonos un estigma que marcaba nuestras frentes. No nos decían que perdimos nuestra salvación porque crecimos en un ambiente calvinista, porque si no, de seguro ya éramos candidatos seguros al último círculo del infierno. Sin embargo, la adjetivación de la palabra es muy relativa. Hoy, por ejemplo, Bonhoeffer es un héroe, pero la sumisa iglesia alemana de la época hitleriana no tiene el respeto de nadie. La resistencia francesa tiene la consideración popular, no así el regimen colaboracionista de Vichy. Cristo mismo fue un rebelde que se opuso a la religiosidad farisaica. Hoy celebramos los bicentenarios de nuestras independencias que nacieron de oscuras conspiraciones y cruentas batallas contra el abusivo dominio español, y nadie trata a José de San Martín o Simón Bolívar como insurgentes inútiles. Túpac Amaru es parte del imaginario popular peruano, y ni hablemos de la influencia de la revolución méxicana en la actualidad de esa nación. Lutero es, en cierta forma, el padre de la iglesia evangélica actual y nadie lo acusa de insumiso. Uno de nuestros nombres (protestantes) no es casual: nacimos ante el escandaloso estado del catolicismo de finales de la Edad Media, ante el cual nos opusimos, peleamos y prevalecimos. Lo que quiero decir, en resumen, es que en ocasiones es lícito el derecho a la rebeldía, se justifica oponerse, se hace lícito ir en contra.
Por supuesto, eso depende. Ser rebelde sin causa no tiene sentido para el cristiano porque sabemos que muchas de esas actitudes contrarias nacen de un corazón que anhela el pecado, que se relaja ante las exigencias de la fe. Muchos se “rebelan” porque quieren la comodidad hedonista y aman la vida sin compromiso. Pero hay rebeldías que nacen del inconformismo ante religiosidad que pretende ser relación genuina con Dios, de la insatisfacción de percibir que tu iglesia, nacida con esperanza y amor, se ha convertido en el feudo de un individuo que cree tener todas las respuestas, que está tan copado por el orgullo que no era capaz de escuchar a nadie a su alrededor. En ocasiones ser rebelde es inevitable, sin importar asumir el riesgo de la crucifixión, la muerte más cruenta. Ser rebelde puede ser un destino. Como sabíamos que nuestra rebeldía nacía de una actitud justa, nos sentíamos orgullosos de ella. Éramos rebeldes a mucha honra. Cristianos que, con todo el corazón, queríamos una iglesia mejor, un cristianismo mejor. Hasta hoy es algo que nos sigue moviendo.
Cuando tomé, con enormes dudas, la decisión de dejar la iglesia, me quedó el grupo de reflexión. En navidad tuvimos una reunión muy concurrida en la casa de uno de los miembros―con intercambios de regalos incluido―, lo que nos dio un aliciente para continuar. Había muchos ánimos a principios de 2007. Una comunidad con grandes expectativas, animada por crecer como seguidores de Cristo.
Como ya he dicho antes, yo he tenido la necesidad de estructuras. La iglesia lo fue, pero luego sus cimientos se socavaron. Mis propias búsquedas, entre otras cosas, implicaban encontrar una nueva estructura sobre la cual mi vida emocional (pero, especialmente, mi vida espiritual) tenía que cimentarse. Aún no asumía a plenitud el concepto del cristianismo inestable, esto es, el cristianismo que basa su día a día en la duda permanente, en la validación perenne de las prácticas misiológicas, en la permisimidad de la multiforme gracia de Dios que fomenta una variopinta experiencia de fe. Esto necesita desestructuración, pero aún no estaba listo a estas alturas. Por ello, el grupo se convirtió en mi estructura eclesial nueva, se hizo mi iglesia.
Al principio, todo anduvo bien.
Aunque no quiero discutir aquí sobre eclesiología, el grupo era una iglesia con todas las de la ley. Vivíamos la comunidad con intensidad, compartíamos de la palabra de Dios, participábamos en obras de amor desinteresado al prójimo, conllevábamos las alegrías y las penas, sólo diferenciándonos en el asunto del clero tradicional. No teníamos un pastor formal, sino que creíamos sinceramente en el adagio luterano que decía que el sacerdocio es de todos los creyentes, tratando de ponerlo en práctica. Sin embargo, el intento de la práctica de este principio nos trajo el primer gran problema. Vamos con un ejemplo que, espero, ayude a clarificar lo que quiero decir. Imaginemos una comunidad/iglesia con cinco personas miembros y cinco tareas por realizar:
Según la lógica de la comunidad (que puede sustentarse, por ejemplo, en la Trinidad y en la kenosis) y el propio sacerdocio de todos los creyentes que cancela las divisiones arbitrarias entre laicos y clérigos, todos podríamos hacer las tareas que la vida eclesial tiene por naturaleza. No habría actividades restringidas; cualquiera podría predicar, oficiar la santa cena, bautizar, dirigir una alabanza, casar a una pareja, orar en un entierro. Por lo tanto, simplificando en extremo el modelo podríamos tener algo así:
―Juan predica y enseña la Biblia
―Pedro dirige la alabanza
―José hace la consejería a las personas que lo necesiten
―María visita a los enfermos
―Ana organiza los paseos de distracción
Sin embargo, la gente piensa que se necesita un lugar para realizar todas esas tareas y, al mismo tiempo, cree que es demasiado esfuerzo hacer ese trabajo tan pesado por la cantidad de tiempo que requiere. Por lo tanto, deciden hacer dos cosas:
(1) Cobrar a los cinco miembros un porcentaje de sus ingresos para comprar un lugar al que se llamará templo. Digamos, un diez por ciento mas algunos fondos adicionales a los que se llamará ofrenda.
(2) Con el mismo porcentaje de los ingresos se le pagará a una de las personas, que se dedicará a tiempo completo a hacer varias de las tareas, dejando a las otras solamente una o dos de las restantes, de preferencia las menos exigentes.
Entonces, los cinco deciden contratar a Juan a tiempo completo, y las tareas se reestructuran de la siguiente manera:
―Juan: Predica y enseña sobre la Biblia, dirige la alabanza, hace la consejería y visita a los enfermos. Para distinguirlos de los otros, piensan que merece un título, de preferencia bíblico, y concluyen que “pastor” es una buena opción.
―Todos los demás: Organizan paseos de distracción.
Pedro, José, María y Ana están contentos porque hacen tareas menores. Juan está feliz porque tiene un trabajo, y todo funciona bien. Ahora imaginemos que han pasado cincuenta años desde el momento que decidieron hacer esos cambios. Como puede suponer, todos están más que habituados al sistema, incluyendo las personas que fueron llegando con el paso de los años, que consideran que su estructura eclesial es la correcta. Y les decimos: desde ahora, volvemos al modelo del sacerdocio de todos los creyentes, donde todos hacemos todo. ¿Qué creen que sucederá?
Pues, evidentemente, será muy problemático para todos, al menos al principio. Una cosa es afirmar en el discurso que todos son iguales, que hay homogeneidad y que todos pueden hacer todo. Otra cosa es la práctica.Y creo que aquí vino nuestro primer problema. Hacer una comunidad completamente horizontal requiere mucho trabajo, mucho esfuerzo de todos. Al mismo tiempo requiere mucho compromiso. Y eso se agrava con la famosa regla del 80-20 que vi tantas veces en mis años de líder: el 80% del trabajo en la iglesia lo realiza el 20% de la gente. Ser completamente horizontales es una cosa difícil en los tiempos modernos tan ocupados, tan llenos de estrés. El reto es grande, y me parece que debe hacerse gradualmente. Si no, llegan los problemas, las sobrecargas, y aquí fallamos por nuestra impaciencia de cambiar todo rápidamente, de inmediato. Se necesita mucha responsabilidad por parte de todos, si no, en el corto plazo se replicará a las iglesias ya existentes: los líderes fungirán de pastores, y el resto será sólo asistente, convirtiéndose en lo mismo de lo que se intentó escapar. Pensando fríamente, en casi lo único en que pudimos aplicar la máxima luterana fue en la predicación de la palabra y en oficiar la santa cena, rotando entre todos. En lo demás, la cosa no estaba funcionando. Para muchos éramos solo una célula, nada más que eso. Ergo, no se requería de un esfuerzo sustancial.
El segundo gran problema que tuvimos vino cortesía del pastor titular y el pastor de jóvenes de la iglesia. La idea primigenia era una muy sencilla: buscar lo que Dios quería para nuestras vidas. Para ello planeamos el grupo pensando entre todos sobre cómo sería su funcionamiento, soportando el conflicto. Todo el cargamontón recibido desde el púlpito semanalmente, más los devocionales y los comentarios abundantes en la iglesia hizo que perdiéramos el rumbo. En vez de concentrarnos en Jesucristo, en la missio dei, en la búsqueda de Dios de una manera más íntima, nos centramos en la última frase del pastor titular, o lo que decía una u otra persona, o lo que el pastor de jóvenes escribió en su último “devocional” sobre nosotros. Nos concentramos en la oposición en lugar de la búsqueda sincera de Dios. Eso fue fatal, derrotándonos categóricamente. El grupo fue herido de muerte por la agresividad pastoral que nos entretuvo en detrimento de lo importante. Algunos percibieron esta distracción (con frecuencia hablábamos largo rato sobre la situación de conflicto en las reuniones) y prefirieron hacerse a un lado, dejando de ir porque se dieron cuenta que no buscábamos a Dios como prioridad, sino como segunda o tercera cosa. Tenían razón: se había perdido el espíritu inicial que ansiaba un cristianismo mejor. Seis meses después pretendimos corregir, dejando de hablar de la iglesia, pero ya era tarde. Los que se marcharon dejaron incompleto al grupo.
8 comentarios:
De nuevo gracias!!!
Nada que agradecer, mi amigo. Es simplemente expresión de una vivencia, que espero sea de utilidad a otros hermanos. Si, al menos un poquito, ayuda a mejorar a nuestra iglesia, pues excelente.
Un abrazo para ti.
Todo este sistema esta decantando en la ultima manifestacion del sistema religioso evangelico latinoamericano, los APOSTOLES. He estado estudiando un poquito acerca del "movimiento apostolico" y me pone a meditar, que de tanto continuar el sistema de coberturas y liderazgos,el resultado inevitable es que la iglesia termina entregada a este sistema,debido a la raiz del temor de "no tocar al ungido" decanta en el darle autoridad y titularidad a una pocision mayor.
Luigi:
La práctica de los mecanismos de poder suele ser sutil en algunas iglesias, pero el apostolado es descarado en su exposición sobre el dominio eclesial sobre los miembros de las comunidades. Yo creo que es la moda de estos tiempos, y espero que pronto se disipe en el olvido porque es una teología sumamente dañina, nociva.
Saludos,
¡QUE BUEN APORTE! esta serie Abel, mi única discrepancia es que no es un "adagio luterano", lo que establece el tema del sacerdocio del creyente, es Jesucristo es ese regalo hermoso que hizo a Su iglesia (y al que muchos evitan)llamado Apocalipsis (1:5-6) "Cristo nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados derramando su sangre, y ha hecho de nosotros un reino; nos ha hecho sacerdotes al servicio de su Dios y Padre. ¡Que la gloria y el poder sean suyos para siempre! Amén." Que Dios te bendiga mucho Abel, y si es cierto, el desafío es formar equipos que funcionen. Lo que cuentas, creo que a Uds. los hirió mucho el "nicolaísmo" de la congregación. Con cariño: Carola.
Carola:
Es verdad lo que dices respecto a que el sacerdocio de todos los creyentes es un concepto bíblico, solo que fue Lutero quien rescató esa enseñanza del cuarto del olvido, colocándola en la posición fundamental que nunca debió perder. Por eso lo resalto, nada más.
Gracias por tu comentario.
Abel,
Llevo un par de semanas leyendo tus meditaciones. ¡Bienvenido al grupo de fundamentalistas anónimos! http://fundanon.wordpress.com/2010/03/12/hello-world/ (Con excepción de algunos detalles, tu historia es la mía a principios de los años 70.)
La historia del Antiguo Testamento es la de un pueblo que cada vez que decide que tiene “la fórmula correcta,” se levanta un profeta más a explicarles: “Señores, eso no es así.”
Y las cartas de Pablo a cada iglesia no eran por que andaban bien… Son una letanía de correcciones que Pablo les da a cada una de ellas, que se creían que andaban por buen camino…
¡Tenés una voz profética muy fuerte! ¡Adelante! Lutero no fue el primero con su consigna “Reformata semper Reformanda.”
No hay iglesia perfecta. Cuando estés listo, empezá una, o unite a otra. (O sigamos con esta, la iglesia del Internet.)
Llevo treinta años de oír sermones que no pasarían si fueran calificados académicamente. (Mal uso del Griego, texto fuera de contexto, mala hermenéutica, y un sin - número de problemas.) He llegado a la conclusión que no puedo seguir criticando todos los sermones, que siguiendo el refrán en AA, tenemos que tomar lo que necesitamos y dejar el resto…
Es hora.
Un abrazo, Ricardo
Ricardo:
Descubrir tu blog ha sido un gran hallazgo. Me habían comentado de él hace como un mes, y bastó unas cuantas líneas para encontrar sincronía con tus palabras. No deja de sorprenderme cómo las experiencias van más allá de los países y épocas. Qohelet no piede vigencia: "Nada nuevo hay bajo el sol".
Creo que tienes toda la razón en lo último que dices. Se hace perentorio tomar sólo lo que necesitamos de los sermones y enseñanzas escuchadas, y desechar lo demás. Es algo que estoy terminando de aprender, pero palabras como las tuyas me permiten ser conciente de eso, para finalmente asimilar esa idea.
Gracias por tu lectura y comentario. Espero que mantengamos el contacto.
Un saludo,
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