miércoles, 9 de junio de 2010

Dejados atrás (18)

Yo abandoné la iglesia sin decirle a nadie, pero nadie lo percibió porque lo hice a inicios del verano, cuando media congregación anda de vacaciones o tomándose autolicencias en las playas del sur de Lima. En febrero de 2007 (y en circunstancias que estoy tratando de recordar y no puedo, aunque sospecho que fue via correo electrónico) le comenté a alguien sobre mi decisión, encendiéndose todas las alarmas. Aunque estábamos en abierto conflicto, casi todos éramos miembros de la iglesia que habíamos decidido hacer las cosas por nuestra cuenta, sin intentar irnos o hacer una comunidad por nuestra propia iniciativa. Estábamos tranquilos con el híbrido que teníamos. Sin embargo, el que yo la abandone cambiaba el escenario. Los pastores me consideraban el líder del grupo, nunca se tragaron el asunto de la homogeneidad porque a sus mentes eso le parecía algo absolutamente incomprensible. Por lo tanto, mi partida podría significar un aliciente, un impulso para que el resto de chicos del grupo también deje la iglesia. Y hablábamos de, por lo menos, diez jóvenes con condiciones de liderazgo y un gran don de servicio que no servían en ningún ministerio pero al menos continuaban siendo miembros nominales de la iglesia. ¿Cómo le explicaría eso el pastor de jóvenes al pastor titular? Estaba en problemas serios.

A los dos días de que se encendieran las alarmas, el pastor de jóvenes, ansioso, trató de comunicarse conmigo. No recibí sus correos electrónicos (lo tenía bloqueado en mi vetusta cuenta de Hotmail, recuerden). El próximo domingo fui al terminar el culto para entregar algo a una persona y de inmediato se me acercó, pidiéndome conversar en el lugar que quisiera, la hora que quisiera. Le di mi dirección electrónica de Gmail, me escribió y quedamos en vernos el sábado siguiente por la mañana en el Starbucks de Los Frutales y Javier Prado, mi Starbucks, el que está en las calles de mi infancia, adolescencia y juventud. Me intrigó enormemente, pero me parecía que el pastor tenía algo de temor al pensar en que sería responsable de la ida del grupo. Tenía que evitarlo al costo que sea.

Fue una conversación rara desde el principio. Yo hablé claramente de las cosas que me hirieron, de mis fastidios, del dolor por mi hermano, del ataque en sus devocionales y el púlpito por parte de él y del pastor titular, de lo ridículo de su molestia por el grupo, de que si lo que les preocupaba era la enseñanza bíblico-teológica, yo tenía igual o más estudios que ellos y que eso podía sustentar lo que hablábamos en nuestras reuniones ―rigurosidad no iba a faltar―. No tenía nada que perder así que fui transparente, directo. Lo que me sorprendió fue la actitud con la que encaró mis palabras. No fue ofensivo sino todo lo contrario, pidiéndome disculpas por cada una de las veces en que me había herido a mi o a algún integrante del grupo. Cada cosa que le achaqué la asumió como verdadera pidiendo perdón, lo que pareció sumamente sospechoso. Todo sonaba muy artificial, una maniobra desesperada, hacer lo que sea por evitar que algo suceda, así sea mentir sin descaro. Era evidente ―lo demostró su actitud posterior― que sus disculpas no eran sinceras, fue claro que no estaba arrepentido de nada, era seguro que, como buen pastor promedio de la denominación, estaba convencido de la razón de sus actos y argumentos y de mi profundo error que merecía su más profunda misericordia. El pedido de perdón era protocolar, como cuando Hugo Chávez y Álvaro Uribe salen abrazados al final de una asamblea de presidentes tras insultarse toda la semana: todo es para la foto, para la apariencia, con el fin de seguir las reglas diplomáticas. Así era este petitorio de disculpas: una sonrisa para la primera plana, pero totalmente falsa. Nuevamente juró ante Dios que nunca leyó mi blog ni el blog del grupo; que sabía que existían pero que nunca había entrado. Me pidió los enlaces para chequearlos ―según él, por primera vez―. ¿Cómo un ministro cristiano puede ser tan poco sincero? ¿Cuándo los cristianos nos volvimos así? ¿Cuándo nos degeneramos? ¿Cuándo la oveja se convirtió en el lobo? ¿Cuándo aprendimos las tácticas de la vieja política que tanto daño le ha hecho a nuestros países?

La cereza que coronó la torta vino un rato después. Tras terminar un frapuccino caramel venti, mi favorito, me dijo lo siguiente:

― Tú ibas al seminario. Ahora estudias una maestría teológica. Tienes inquietud pastoral. Quieres entrar al ministerio, ¿no?
― La verdad es que a estas alturas no lo sé. Me interesa la teología, pero el pastorado como tal creo que ha perdido el atractivo para mí―le contesté―. Ya fue.
― Porque mira, yo tengo cuarenta y un años. Ya empiezo a ser viejo para ser pastor de jóvenes. Alguien tendrá que hacer ese trabajo…

Me sentí como Cristo en el monte alto, cuando Satanás le mostraba todos los reinos de la tierra, bajo su potestad y su control. La tentación del poder me fue presentada. Como yo tenía intereses ministeriales, el pastor de jóvenes me ofrecía el trabajo que él tenía. Quizá podríamos laborar juntos, y tras unos años podría hacer lo que a mi corazón le inquietaba. Era algo que no podía hacer, me sonaba repulsivo, desgastante. ¿Tan desesperado estaba el pastor que me ofrecía algo de esa magnitud? ¿Tanto miedo sentía? ¿A qué le temía? ¿Era para tanto?

―Lo siento, pero mi decisión está tomada. De lo que puedes estar seguro es que no sugeriré a nadie a que siga mi camino. Esta es una medida personal, pero en ningún momento pensé en insinuársela al resto del grupo― Le dije al final. No sé si lo tranquilicé con esas palabras, pero era la verdad: mi salida era personal, hija de mis propias experiencias. Los demás tenían las suyas, debiendo hacer lo que su propio corazón les alentara. Si deseaban quedarse en la iglesia, excelente. Si se les antojaba irse, muy bien. Cada uno era libre de tomar la decisión. Esta libertad era compleja de entender por parte de los pastores de la iglesia.

Ese fue el último contacto directo que tuve con el pastor titular o el pastor de jóvenes. A partir de allí, pude concentrarme en uno de los pilares que el grupo quería para sí mismo: un énfasis sobre lo social, ya que creíamos firmemente en la relevancia de la misión integral en la vida de la iglesia. Hablamos de eso en un programa de televisión para un canal cristiano de Lima donde, sin querer, los cuatro expositores hicimos convergencia ante el reto de la misión múltiple de los cristianos: la búsqueda de la reconciliación con Dios, con nosotros mismos, con los otros y con el medio ambiente que nos rodea. Comenzamos a trabajar en un proyecto educativo de ayudantía docente, aunque vale la pena reconocer que no con el énfasis y la rapidez que debíamos. Todo lo hicimos lento, avanzábamos a paso de tortuga y con demasiadas distracciones, lo que hizo que el esfuerzo se diluya poco a poco. Mi dejadez me ganó por goleada, sin llegar jamás a concretar el proyecto, del cual aún tengo los avances en el archivo de mi computadora, durmiendo el sueño de los justos. Lo que sí logramos, sin querer, es fungir de competencia ante nuestra iglesia. Repentinamente el pastor titular hablaba de expandir los campos de misión y le comentaba a la iglesia de la necesidad de aportar en el aspecto social ―en otras palabras, tomo como suyo nuestro discurso― empujando el carro para que la iglesia constituya una ONG que canalice toda la obra social, la que al final formaron con algo de premura. Sin querer, logramos que la iglesia ponga en su agenda el aspecto social, y trabaje al respecto. ¡Una buena cosa! A la larga, esta fue una de nuestras principales herencias.

Dos personas cruciales se marcharon por distintos motivos (una se cambió de iglesia, la otra se fue a estudiar a California), debilitando aún más a la comunidad. A fines del 2007, me era claro que el grupo estaba herido de muerte, que estaba débil, que su fecha de defunción estaba próxima. Con idas y vueltas, el grupo se reunió hasta mayo de 2008, cuando nos juntamos por última vez. Me sentí mal porque era conciente que no hice todo lo posible, que mi esfuerzo fue incompleto, que debí ponerle más energía para que las cosas funcionen. Me sentí responsable porque al final se hizo poco de lo que inicialmente se pensó. Las cosas no se desempeñaron tan bien, aunque haciendo un balance fue una buena experiencia. Varios de nosotros éramos concientes que quizá en un nuevo intento en el futuro se corregirían los errores cometidos en éste, para así poder crear una comunidad acorde a nuestra manera de entender la fe. Por ello, nuestra convicción de la transitoriedad del parón era firme, sabiendo que en un tiempo, tras reflexionar sobre la vivencia adquirida, trataríamos otra vez.

Cuando me di cuenta de la debilidad del grupo y su inminente final, una parte mía me gritó diciendo que mi nueva estructura debía ser reemplazada. Un año antes mi esposa y yo tuvimos una fracasada búsqueda de congregación, así que comencé a evaluar el retorno a la iglesia donde había tenido tantas zozobras, la que quitó mi nombre de sus listas (hay gente que no va nunca y allí sigue, cinco o seis años después, pero a mí me borraron de inmediato). Mi excusa fue Daniel, mi hijo, revolución, vida nueva, felicidad máxima llegada el 22 de noviembre de 2007. La debilidad por Gabriel, que me constreñía hasta la depresión, se hizo fuerza por Daniel, que me alentaba a seguir, a esforzarme, a buscar con intensidad a Dios. La añoranza por Gabriel no desapareció sino que se complementó con Daniel haciéndome mirar hacia adelante ―el horizonte de Daniel― pensando siempre en el pasado ―el sitio que Gabriel domina―. Fue como el equilibrio que necesitaba: la tristeza de la muerte sosegada por la alegría del nacimiento.


Aunque las partidas son dolorosas
las llegadas son
muy
demasiado
abolutamente
jubilosas
Y esta lo es
en demasía
Bienvenido, Daniel
Prometo hacer mi mejor esfuerzo
por ser un buen padre
para ti.


Daniel fue excusa porque me puse el tonto argumento de que él necesitaba crecer en un sitio donde tenga amigos cristianos que le permitan aprender el valor de la Biblia, de Dios. Digo tonto porque el que realmente quería volver, añorando un pasado definitivamente ido, era yo, ansioso por recobrar la vieja estructura que fue mi cobijo por tantos años. Convencí a mi esposa ―totalmente excéptica― para volver, a pesar de su negativa completa. Ella me advirtió de la inutilidad del retorno, de que sufriría más, que recuerde los sinsabores, los ataques, el dolor, teniendo razón. En enero de 2008, regresamos a tratar un comienzo nuevo. Pero todo era distinto.

Distinto porque yo era un marginal, porque era nada más que un asistente que solamente podría observar, porque estaba fichado, porque estaba marcado. Esto puede parecer negativo pero me permitió por primera vez observar a mi iglesia en su vida habitual sin apasionamientos ni compromisos ni vínculos emocionales, con los ojos de un misiólogo que ausculta a su objeto de estudio con visión de científico social. Me encontré con cosas tristes, terribles, deprimentes. Lo que descubrí me dio miedo, pero permitió romper las últimas ataduras que me vinculaban a mi pasado eclesial, consiguiendo por fin la libertad completa.

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