Viendo a mi hermano cada vez peor, empezó a cambiar radicalmente mi enfoque teológico de la libertad humana. Primero, redimí a Dios de la responsabilidad de todas las cosas que pasan en el mundo, asumiendo como seres humanos nuestra parte de culpa por lo que sucede. Para esto, entendí que nuestro libre albedrío es completamente real, para nada ficticio o aparente, siendo uno de los regalos dado por Dios a los seres humanos más grande e importante (solo superado, a mi entender, por el hecho de existir y la capacidad de relacionarnos con Dios). Por supuesto que Dios es todopoderoso y puede hacer todo lo que desee, y claro que es el creador de todo y estamos bajo la sombra de su magnificencia, pero Él nos cedió la libertad y un compromiso con su respeto de las decisiones que nosotros tomáramos. Nosotros podemos decidir, hacer, hasta el punto que Dios permite que colaboremos con Él, caminando con el hombre en el recorrido de la historia.
Dios ha entregado al cuidado del hombre el dominio del mundo, desacralizando su obra para nuestra administración. ¿Por qué así? Por amor y nada más que por amor, asumiendo el riesgo real de que su Creación quiera ir en pos de sus propios deseos. Lamentablemente, el hombre decidió en contra de Dios, y Él (Dios) sufrió y sufre realmente por la senda que la humanidad decidió andar. La historia de Oseas y su mujer adúltera (Os. 1-3), con su enorme desdicha y la forma en que la soporta, y la del hijo pródigo (Lc. 15:11-32), donde el padre aguanta en silencio el dolor de la actitud autosuficiente y egoísta del hijo, reflejan cómo es Dios con nuestra actitud rebelde. Dios realmente quiere que le amemos sin cohersión, y ante nuestra osadía espera y nos da oportunidad ―por supuesto, sin olvidar las futuras consecuencias de esas decisiones―.
Comprendí que es la libertad que tenemos, mucho mayor de lo que los cristianos actuales queremos asumir, la que nos ayudará a comprender el verdadero papel del Señor. Dios nos dio espacio y nosotros hicimos lo que quisimos ignorando las palabras divinas, pero Él nunca nos abandonó. Nos dio principios y verdades, nos llama a que nos acerquemos a Él y nos convoca a que construyamos la historia junto a él. Ese espacio nos dice que Dios no ha determinado todos los eventos negativos que suceden a diario en nuestro mundo. No todo lo que sucede, positivo y negativo, es su voluntad. Él no ha previsto todo lo que sucederá, porque ha resuelto construir la historia con su creación máxima. Él renuncio a parte de su onmipotencia (como en la kenosis cuando inició el proceso de redención) cuando creó seres a su imagen y semejanza y deja los eventos en construcción: deja simplemente que sucedan.
Entonces me puede tocar lo bueno y lo malo, y Dios no tiene que ver necesariamente con ello porque tenemos libertad real. Puede tocarme un cáncer, puedo ganar una lotería, puede romperse el fémur de mi pierna derecha, puedo ganar el sorteo de visas de la embajada norteamericana, puedo sufrir por años de una enfermedad persistente que no logran detectar con precisión y me lleva por momentos a un estado de desesperación, puedo ascender rápidamente en el trabajo. Repito que muchas cosas pueden suceder, pero como Dios en su soberanía nos colocó en un entorno de libertad, necesariamente él no tiene que ver. Es más, me atrevería a decir (aunque, debo reconocer, no con tanta seguridad) que NORMALMENTE NO TIENE QUE VER.
Entonces, ¿Qué hace Dios ante la desgracia? ¿Me deja prisionero de la fría estadística? ¿Todo no son más que funciones de densidad y modelos probabilísticos sumamente complejos? No, porque como dije líneas arriba, Dios decidió que construyáramos la historia con él, y día a día anda con nosotros. Es feliz por nuestros éxitos, llora nuestros fracasos, nos alienta en la desesperanza, se goza en nuestras celebraciones. Nos consuela ante la pérdida, no nos deja nunca cuando el vacío de la ausencia nos es abyectamente insoportable, seca nuestras lágrimas, soporta nuestros insultos con paciencia, nos cobija en su regazo cuando necesitamos de consuelo, nos muestra el camino por dónde hay que seguir para poder seguir en la vida, no nos deja solos, da sentido al sinsentido, nos regala el placer del recuerdo y nos brinda una sonrisa por la memoria del ido. ¡Ese es Dios! No mata al hijo: cuando eso sucede llora con nosotros el drama de la separación, inclusive, muchos años después ―de ser necesario―. Por eso, puedo decir que Dios sufrió y lloró conmigo y mi familia por la leucemia de Gabriel, desde el día que se la detectaron hasta el día que lo enterraron en Lurín. No quiso que eso pasara. Puedo afirmar que Dios padeció con cada suicidio, o con la desnutrición infantil de los andes peruanos, o con los campos de concentración nazis de la segunda guerra mundial, o con la sangre iraquí derramada desde la invasión norteamericana, o con los aviones lanzados contra las torres neoyorquinas, o con la pobreza extrema. Todo eso es causa de dolor para él. Como para nosotros.
La revolución teológica que transformó mi visión de la naturaleza de Dios estaba hecha. Las cosas eran otras. Yo era otro. Había vuelto a nacer de nuevo.
Lo inevitable llegó: la noche de primavera en que Gabriel murió. Tantas cosas sucedieron ese día y el siguiente que literalmente lloro de nuevo al remembrarlo. Desde los dos renunciantes, que vinieron minutos después de la partida (él, se quedó conmigo toda la noche en un gesto que jamás dejaré de agradecer; ella, abandonó su fiesta de cumpleaños por estar en mi casa, un detalle que la enalteció), hasta casi toda la facultad de mi hermano, que se trajo un bus de la universidad para ir al entierro. En todo momento sentí a Dios a mi lado, consolándome y sintiéndose triste conmigo, dándome consuelo y fuerza, diciéndome que Gabriel ha muerto, pero yo, que aún caminaría en este planeta, debía despertar a la realidad de la vida y hacer lo que tenga que realizar con pasión y sin miedos. Tras enterrar a mi hermano, sentí que lo mejor que podía hacer para tenerlo presente es tomar todo lo que Dios quiere mostrarme y corregir mi vida, enderezando la senda en pos de una existencia más santa y ceñida a la misión de Dios en la tierra. Borrar taras, pedir perdón e inspirarme en la valentía de mi hermano, su fortaleza al enfrentar la adversidad, el dolor y el destino final que sabía estaba por llegar. Porque mientras yo me hundía en el desaliento, él flotaba en la certeza del poder de Dios.
Hoy en día, de vez en cuando, sueño con él.
En el sueño, ya soy conciente que está muerto, que no está, sabiendo que todo el momento que me rodea es onírico, por lo tanto, pasajero. Lo veo y todo se mezcla, todos los momentos se vuelven uno, como la vez que viajamos solos a Cajamarca, o cuando le dio con el pico a la pared del jardín exasperado por nuestro padre inoperante, o la vez que se emborrachó y explotaron sus penas, en una madrugada colegial, o cuando jugábamos en la tierra de la parte de atrás de la casa. Todo se confunde en un solo espacio, en un solo segundo convergente del 17 de octubre de 2006, en su habitación que fue mi habitación, cerca a medianoche, sin mí allí. Allí se mezclan su vida sin pastillas, ni morfina, sus esperanzas con vitalidad, y su cuerpo vacío, ya sin alma. Todo se concentra en ese punto. Todos los deseos parten desde allí.
Aún lo extraño. Así será por siempre.
Dios ha entregado al cuidado del hombre el dominio del mundo, desacralizando su obra para nuestra administración. ¿Por qué así? Por amor y nada más que por amor, asumiendo el riesgo real de que su Creación quiera ir en pos de sus propios deseos. Lamentablemente, el hombre decidió en contra de Dios, y Él (Dios) sufrió y sufre realmente por la senda que la humanidad decidió andar. La historia de Oseas y su mujer adúltera (Os. 1-3), con su enorme desdicha y la forma en que la soporta, y la del hijo pródigo (Lc. 15:11-32), donde el padre aguanta en silencio el dolor de la actitud autosuficiente y egoísta del hijo, reflejan cómo es Dios con nuestra actitud rebelde. Dios realmente quiere que le amemos sin cohersión, y ante nuestra osadía espera y nos da oportunidad ―por supuesto, sin olvidar las futuras consecuencias de esas decisiones―.
Comprendí que es la libertad que tenemos, mucho mayor de lo que los cristianos actuales queremos asumir, la que nos ayudará a comprender el verdadero papel del Señor. Dios nos dio espacio y nosotros hicimos lo que quisimos ignorando las palabras divinas, pero Él nunca nos abandonó. Nos dio principios y verdades, nos llama a que nos acerquemos a Él y nos convoca a que construyamos la historia junto a él. Ese espacio nos dice que Dios no ha determinado todos los eventos negativos que suceden a diario en nuestro mundo. No todo lo que sucede, positivo y negativo, es su voluntad. Él no ha previsto todo lo que sucederá, porque ha resuelto construir la historia con su creación máxima. Él renuncio a parte de su onmipotencia (como en la kenosis cuando inició el proceso de redención) cuando creó seres a su imagen y semejanza y deja los eventos en construcción: deja simplemente que sucedan.
Entonces me puede tocar lo bueno y lo malo, y Dios no tiene que ver necesariamente con ello porque tenemos libertad real. Puede tocarme un cáncer, puedo ganar una lotería, puede romperse el fémur de mi pierna derecha, puedo ganar el sorteo de visas de la embajada norteamericana, puedo sufrir por años de una enfermedad persistente que no logran detectar con precisión y me lleva por momentos a un estado de desesperación, puedo ascender rápidamente en el trabajo. Repito que muchas cosas pueden suceder, pero como Dios en su soberanía nos colocó en un entorno de libertad, necesariamente él no tiene que ver. Es más, me atrevería a decir (aunque, debo reconocer, no con tanta seguridad) que NORMALMENTE NO TIENE QUE VER.
Entonces, ¿Qué hace Dios ante la desgracia? ¿Me deja prisionero de la fría estadística? ¿Todo no son más que funciones de densidad y modelos probabilísticos sumamente complejos? No, porque como dije líneas arriba, Dios decidió que construyáramos la historia con él, y día a día anda con nosotros. Es feliz por nuestros éxitos, llora nuestros fracasos, nos alienta en la desesperanza, se goza en nuestras celebraciones. Nos consuela ante la pérdida, no nos deja nunca cuando el vacío de la ausencia nos es abyectamente insoportable, seca nuestras lágrimas, soporta nuestros insultos con paciencia, nos cobija en su regazo cuando necesitamos de consuelo, nos muestra el camino por dónde hay que seguir para poder seguir en la vida, no nos deja solos, da sentido al sinsentido, nos regala el placer del recuerdo y nos brinda una sonrisa por la memoria del ido. ¡Ese es Dios! No mata al hijo: cuando eso sucede llora con nosotros el drama de la separación, inclusive, muchos años después ―de ser necesario―. Por eso, puedo decir que Dios sufrió y lloró conmigo y mi familia por la leucemia de Gabriel, desde el día que se la detectaron hasta el día que lo enterraron en Lurín. No quiso que eso pasara. Puedo afirmar que Dios padeció con cada suicidio, o con la desnutrición infantil de los andes peruanos, o con los campos de concentración nazis de la segunda guerra mundial, o con la sangre iraquí derramada desde la invasión norteamericana, o con los aviones lanzados contra las torres neoyorquinas, o con la pobreza extrema. Todo eso es causa de dolor para él. Como para nosotros.
La revolución teológica que transformó mi visión de la naturaleza de Dios estaba hecha. Las cosas eran otras. Yo era otro. Había vuelto a nacer de nuevo.
Lo inevitable llegó: la noche de primavera en que Gabriel murió. Tantas cosas sucedieron ese día y el siguiente que literalmente lloro de nuevo al remembrarlo. Desde los dos renunciantes, que vinieron minutos después de la partida (él, se quedó conmigo toda la noche en un gesto que jamás dejaré de agradecer; ella, abandonó su fiesta de cumpleaños por estar en mi casa, un detalle que la enalteció), hasta casi toda la facultad de mi hermano, que se trajo un bus de la universidad para ir al entierro. En todo momento sentí a Dios a mi lado, consolándome y sintiéndose triste conmigo, dándome consuelo y fuerza, diciéndome que Gabriel ha muerto, pero yo, que aún caminaría en este planeta, debía despertar a la realidad de la vida y hacer lo que tenga que realizar con pasión y sin miedos. Tras enterrar a mi hermano, sentí que lo mejor que podía hacer para tenerlo presente es tomar todo lo que Dios quiere mostrarme y corregir mi vida, enderezando la senda en pos de una existencia más santa y ceñida a la misión de Dios en la tierra. Borrar taras, pedir perdón e inspirarme en la valentía de mi hermano, su fortaleza al enfrentar la adversidad, el dolor y el destino final que sabía estaba por llegar. Porque mientras yo me hundía en el desaliento, él flotaba en la certeza del poder de Dios.
Hoy en día, de vez en cuando, sueño con él.
En el sueño, ya soy conciente que está muerto, que no está, sabiendo que todo el momento que me rodea es onírico, por lo tanto, pasajero. Lo veo y todo se mezcla, todos los momentos se vuelven uno, como la vez que viajamos solos a Cajamarca, o cuando le dio con el pico a la pared del jardín exasperado por nuestro padre inoperante, o la vez que se emborrachó y explotaron sus penas, en una madrugada colegial, o cuando jugábamos en la tierra de la parte de atrás de la casa. Todo se confunde en un solo espacio, en un solo segundo convergente del 17 de octubre de 2006, en su habitación que fue mi habitación, cerca a medianoche, sin mí allí. Allí se mezclan su vida sin pastillas, ni morfina, sus esperanzas con vitalidad, y su cuerpo vacío, ya sin alma. Todo se concentra en ese punto. Todos los deseos parten desde allí.
Dios, un milagro quiero
Sólo uno
Señor, hazme volver
a la tarde del 17 de Octubre del 2006
para volver a sentir su respiración
ver sus labios como gelatina
observarlo demacrado
Pero aún con nosotros.
Dios, un milagro quiero.
Uno más
Por él daría mi vida
de verdad que sí:
Hazme volver a la mañana
del 2 de Noviembre del 2005
cuando todo
aún estaba bien.
Aún lo extraño. Así será por siempre.
4 comentarios:
Abel, me gustaria de preguntarle: afinal, cuando ibas a terminar tu "libro"?
Estas en la décima cuarta edición y me parece que aun hay mucho que escribir, ufaaaa!
Mama mia!
Bueno.... pienso que en 4 post adicionales debo terminar todo. Máximo, 5 más. Espero hacerlo pronto, porque he comenzado una maestría y tengo mucho menos tiempo.
Un saludo,
mi corazón revive tu historia amigo... porque en verdad es parte de la mía...
y es mía doblemente porque recuerdo cada etapa de la lucha sin tregua de Gabriel contra el cáncer... y porque tus palabras reflejan en gran medida lo que sentí en la misma lucha que enfrentó Freddy (mi tío) unos años después que tu hermano.
"...nos regala el placer del recuerdo y nos brinda una sonrisa por la memoria del ido. ¡Ese es Dios!"
a esta lista de preciosísimos regalos sólo añadiría: la cierta esperanza de un reencuentro.
un abrazo Abel.
Franccesca:
Una esperanza inevitable y purificadora, que es la que nos pone en la perspectiva real de las cosas: allá está la realidad definitiva, esto es transitorio. Allá está la paz absoluta, aquí el caos de nuestra propia humanidad. Allá Su presencia es global y plena, aquí parcial e incompleta.
Sin embargo, por aquí andamos y debemos vivir completamente en esta transitoriedad. Recordando a los que se fueron, llorándolos de vez en cuando, viviendo por los que quedan a nuestro lado... siguiendo a Cristo, a fin de cuentas.
Un abrazo para ti.
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