El sufrimiento nos humaniza, porque muchas veces genera ese especial sentimiento llamado solidaridad, vinculándonos y permitiendo la hermandad. Sin embargo, en ocasiones no nos queda claro el objeto de lo solidario, si debemos ser inclusivos y abarcar a todo el mundo, o exclusivos y limitarnos a nuestra comunidad, nuestra familia o nuestra iglesia. Jesús medita y enseña sobre esto al responder la pregunta capital, la más importante de esta vida: “¿Haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?” (Mt. 19:16, Mr. 10:17; Lc. 10:25, 18:18).
Jesús la responde con Levítico 19:18 (“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, Y a tu prójimo como a ti mismo”). No parece haber mayores objeciones con la parte correspondiente a Dios, pero el escriba que hizo la pregunta, judío y elitista, quiso ir más allá y pidió una especificación, una aclaración sobre el prójimo. Quizá esperaba que el Maestro le dijera que eran el judío, el compañero en la fe o el pueblo de Dios, algo así de específico, pero la respuesta rebasó todas las expectativas.
Cristo contó la parábola del Buen Samaritano (Lc. 11:25-37), conocida por todos. En ella, se nos enseña que ese prójimo no es sólo mi hermano de sangre o mi amigo íntimo, sino el odiado vecino, el desconocido que reniega de Dios, el familiar mundano, la persona que dañó mi vida, el político espiritualmente indiferente o el indígena de una tribu de las selvas de Borneo. Todos, no sólo mis hermanos en la fe, son mi prójimo. De esta manera, nos marcan una visión absolutamente universalista.
El ejemplo de Jesús no es casual. El hecho que ponga una situación directamente vinculada al sufrimiento del otro, del prójimo, nos quiere decir algo. Además de anticipar su obra redentora a la humanidad completa y no sólo a los hebreos, nos dice que debemos amar a todos sin exclusión exhortándonos con firmeza: “Ante el sufrimiento del otro, cuando las circunstancias de la vida lo dejen herido y medio muerto (Lc. 11:30) aunque ese otro puede no tener ningún vínculo contigo, aunque sea yo un samaritano y el otro un judío, ante su sufrimiento, comprométete”.
Comprometerse con el dolor ajeno como lo hizo el Señor al venir a la tierra para morir por nosotros. Qué tal reto, imposible de realizar sin la ayuda del Espíritu Santo, como el resto de las exigencias del cristiano. Yo quedo perplejo ante la enseñanza lucana y percibo al instante que he fallado en el pasado por mi indiferencia ante la desgracia de los que me rodean, ante las lágrimas de mi país que se desangra y se corrompe. Más fácil era taparme los ojos, pero Cristo no vino a enseñarnos a seguir la ruta sencilla. Y ante esto, sólo me queda pedir perdón a los amigos que no apoyé cuando sufrían. Pero más que eso, a ese mundo que ignoré porque pensaba que su degeneración era irreversible.
Pero hay esperanza. “Haz tú lo mismo” (Lc. 11:37). Mi esperanza es la metanoia, el cambio de actitud. Y aunque he perdido muchos años, jamás será tarde para Dios.
viernes, 16 de junio de 2006
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1 comentario:
Ya te hice un vínculo desde mi blog. También te remito mis felicitaciones por tu esfuerzo y ganas de pensar en la fe. Gracias de nuevo por los comentarios.
Saludos,
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