Somos libres, seámoslo siempre
En la primera reunión del comité de líderes que tuvimos tras la accidentada salida del pastor de jóvenes (que acabaría yéndose definitivamente de la iglesia un año después, malherido y decepcionado), el pastor asistente expresó sus disculpas por la contratación de una persona con tantos conflictos internos. Para todos, eso fue un bálsamo y un contraste enorme con lo que dos meses antes nos había dicho el pastor titular con severidad: “Sométanse a las directrices pastorales. Las quejas y protestas no son bíblicas ni cristianas”. Fue un alivio escuchar que alguien reconocía que la fuente del problema venía del otro lado, permitiéndonos retomar el ministerio con fuerza, aunque nos advirtió que la actividad tomaría más esfuerzo porque él sólo sería un coordinador y nada más velaría por nuestras vidas espirituales. Todo lo demás (coordinación de retiros, reuniones, actividades, trabajo operativo) estaría a cargo de nosotros. Todo un reto. La estructura se había resquebrajado con el terremoto, pero se hizo un intento concreto de apuntalarla. Y se logró en gran medida.
Sin embargo, a pesar del gesto de la disculpa, la negativa experiencia traería la exportación al mundo-iglesia de una característica de mi personalidad muy marcada, que fue aplicada tanto en mi familia como en la universidad: la autoridad condicional. Si dices ser mi autoridad debes ganarte esa condición. No porque “está escrito-lo dice el libro-lo dice la ley-lo dicen las normas” te ganarás mi consideración. Por ello, si una figura de autoridad se gana mi respeto, tendrá mi lealtad; si no, sus palabras se irán por el inodoro, sus actos son inválidos y absolutamente sin valor. En este modelo, el amor, el afecto, la confianza, la integridad (dependiendo del entorno) son fundamentales. La autoridad es un privilegio que debe ganarse siempre. Antes no tenía esto en mente en mi iglesia porque era el mundo perfecto, pero sí en la universidad, donde no importaba si eras decano, director de escuela o profesor principal: el respeto te lo tenías que ganar en la cancha del trabajo por la facultad. Tras el tornado del 2000 se hizo necesario a manera de mecanismo de defensa; cualquier “autoridad” nueva debería conseguir mi confianza a puro pulso. Su “título” de pastor, misionero, profeta, enviado, llamado, vicario de Cristo o el que sea, jamás sería suficiente por sí solo. Un necesario proceso de testeo se aplicaría desde ese momento en todos los casos.
Días después, se concretaría un sueño que se comenzó a formar en septiembre de 2000: entrar al seminario de la denominación. Yo he tenido intereses religiosos desde chico, interesado en la Biblia y la religiosidad como tal en sus múltiples expresiones, y siendo cristiano evangélico sentía que había llegado a mi límite con las clases en la iglesia, que ya no podía aprender más allí. Participé del proceso de admisión, saqué una de las más altas notas en el examen de ingreso, fui a una inquietante entrevista donde una vieja misionera se centró en mi punto de vista sobre el enamoramiento, y me matriculé en tres cursos (Hermenéutica, Génesis, Introducción al Antiguo Testamento) en el período académico abril-julio 2001. Fue todo demasiado sencillo en ese ciclo, pero resuelvo no continuar porque no me fue tan bien en la universidad por mi exceso de dedicación a las clases del seminario. Decidí volver cuando me graduara de ingeniero economista, y para eso quedaba sólo un año. Pero algo quedó marcado: el hambre de conocer más de las cosas de Dios, cosa que no ha disminuido hasta hoy, que me ha motivado a leer mucho y planear nuevos estudios que, espero, se puedan concretar.
En mayo de 2001 comencé la relación con la que ahora es mi esposa. Para mí era una experiencia totalmente nueva, en especial cuando la hicimos pública. Múltiples cosas se manifestaron desde ese momento, como el escepticismo de algunos amigos, la oposición visceral de mi futuro suegro ―que incluso no vendría a la boda―, la difícil circunstancia de estar separados durante un año (de agosto de 2001 hasta agosto 2002) con la una incertidumbre total sobre nuestro futuro juntos, la decisión de mi esposa de dejarlo todo para venir a vivir a Lima y, en especial, la convivencia natural de enamorados. Mi esposa es estadounidense, y desde el comienzo el tema cultural se hizo muy presente en nuestra interacción diaria. Poco a poco me di cuenta que estar al lado de ella era como estar frente al espejo de mi realidad, y me confrontaba con mis obviedades peruanas: desde los saludos, el cómo comer, el cómo se dicen las cosas, hasta la vida de iglesia que en ese momento aún idolatraba. Me costó mucho, pero aprendí algo sumamente importante que determinaría el futuro: mi manera de ver las cosas no es la única que existe. Otros piensan y hacen diferente, a veces mejor que nosotros, en ocasiones simplemente distinto. Y es una situación que enriquece la vida humana, la hace mejor, más plena, más amplia, más rica, más completa. Me di cuenta que otros cristianos viven su fe de una manera diametralmente opuesta, y son tan iguales como nosotros. Entendí que cada acto de nuestra vida, cada convención social, es parte de una negociación, de un acuerdo tácito entre todos nosotros que determinamos lo que es adecuado y lo que es indebido, y que el número de pactos es matemáticamente ingente. Mi esposa sembró las semillas de la apertura, socavando las columnas de mi fundamentalismo religioso. Sin lugar a dudas fue una experiencia transformadora que cambió mi mundo y permitió ver al otro como un semejante, como alguien con experiencias, como alguien que me puede enseñar algo, así no comparta mi fe, así sea un pecador, así sea un enemigo. Porque, a fin de cuentas, siempre serán mi prójimo; a fin de cuentas, uno jamás lo sabe todo.
En la primera reunión del comité de líderes que tuvimos tras la accidentada salida del pastor de jóvenes (que acabaría yéndose definitivamente de la iglesia un año después, malherido y decepcionado), el pastor asistente expresó sus disculpas por la contratación de una persona con tantos conflictos internos. Para todos, eso fue un bálsamo y un contraste enorme con lo que dos meses antes nos había dicho el pastor titular con severidad: “Sométanse a las directrices pastorales. Las quejas y protestas no son bíblicas ni cristianas”. Fue un alivio escuchar que alguien reconocía que la fuente del problema venía del otro lado, permitiéndonos retomar el ministerio con fuerza, aunque nos advirtió que la actividad tomaría más esfuerzo porque él sólo sería un coordinador y nada más velaría por nuestras vidas espirituales. Todo lo demás (coordinación de retiros, reuniones, actividades, trabajo operativo) estaría a cargo de nosotros. Todo un reto. La estructura se había resquebrajado con el terremoto, pero se hizo un intento concreto de apuntalarla. Y se logró en gran medida.
Sin embargo, a pesar del gesto de la disculpa, la negativa experiencia traería la exportación al mundo-iglesia de una característica de mi personalidad muy marcada, que fue aplicada tanto en mi familia como en la universidad: la autoridad condicional. Si dices ser mi autoridad debes ganarte esa condición. No porque “está escrito-lo dice el libro-lo dice la ley-lo dicen las normas” te ganarás mi consideración. Por ello, si una figura de autoridad se gana mi respeto, tendrá mi lealtad; si no, sus palabras se irán por el inodoro, sus actos son inválidos y absolutamente sin valor. En este modelo, el amor, el afecto, la confianza, la integridad (dependiendo del entorno) son fundamentales. La autoridad es un privilegio que debe ganarse siempre. Antes no tenía esto en mente en mi iglesia porque era el mundo perfecto, pero sí en la universidad, donde no importaba si eras decano, director de escuela o profesor principal: el respeto te lo tenías que ganar en la cancha del trabajo por la facultad. Tras el tornado del 2000 se hizo necesario a manera de mecanismo de defensa; cualquier “autoridad” nueva debería conseguir mi confianza a puro pulso. Su “título” de pastor, misionero, profeta, enviado, llamado, vicario de Cristo o el que sea, jamás sería suficiente por sí solo. Un necesario proceso de testeo se aplicaría desde ese momento en todos los casos.
Días después, se concretaría un sueño que se comenzó a formar en septiembre de 2000: entrar al seminario de la denominación. Yo he tenido intereses religiosos desde chico, interesado en la Biblia y la religiosidad como tal en sus múltiples expresiones, y siendo cristiano evangélico sentía que había llegado a mi límite con las clases en la iglesia, que ya no podía aprender más allí. Participé del proceso de admisión, saqué una de las más altas notas en el examen de ingreso, fui a una inquietante entrevista donde una vieja misionera se centró en mi punto de vista sobre el enamoramiento, y me matriculé en tres cursos (Hermenéutica, Génesis, Introducción al Antiguo Testamento) en el período académico abril-julio 2001. Fue todo demasiado sencillo en ese ciclo, pero resuelvo no continuar porque no me fue tan bien en la universidad por mi exceso de dedicación a las clases del seminario. Decidí volver cuando me graduara de ingeniero economista, y para eso quedaba sólo un año. Pero algo quedó marcado: el hambre de conocer más de las cosas de Dios, cosa que no ha disminuido hasta hoy, que me ha motivado a leer mucho y planear nuevos estudios que, espero, se puedan concretar.
En mayo de 2001 comencé la relación con la que ahora es mi esposa. Para mí era una experiencia totalmente nueva, en especial cuando la hicimos pública. Múltiples cosas se manifestaron desde ese momento, como el escepticismo de algunos amigos, la oposición visceral de mi futuro suegro ―que incluso no vendría a la boda―, la difícil circunstancia de estar separados durante un año (de agosto de 2001 hasta agosto 2002) con la una incertidumbre total sobre nuestro futuro juntos, la decisión de mi esposa de dejarlo todo para venir a vivir a Lima y, en especial, la convivencia natural de enamorados. Mi esposa es estadounidense, y desde el comienzo el tema cultural se hizo muy presente en nuestra interacción diaria. Poco a poco me di cuenta que estar al lado de ella era como estar frente al espejo de mi realidad, y me confrontaba con mis obviedades peruanas: desde los saludos, el cómo comer, el cómo se dicen las cosas, hasta la vida de iglesia que en ese momento aún idolatraba. Me costó mucho, pero aprendí algo sumamente importante que determinaría el futuro: mi manera de ver las cosas no es la única que existe. Otros piensan y hacen diferente, a veces mejor que nosotros, en ocasiones simplemente distinto. Y es una situación que enriquece la vida humana, la hace mejor, más plena, más amplia, más rica, más completa. Me di cuenta que otros cristianos viven su fe de una manera diametralmente opuesta, y son tan iguales como nosotros. Entendí que cada acto de nuestra vida, cada convención social, es parte de una negociación, de un acuerdo tácito entre todos nosotros que determinamos lo que es adecuado y lo que es indebido, y que el número de pactos es matemáticamente ingente. Mi esposa sembró las semillas de la apertura, socavando las columnas de mi fundamentalismo religioso. Sin lugar a dudas fue una experiencia transformadora que cambió mi mundo y permitió ver al otro como un semejante, como alguien con experiencias, como alguien que me puede enseñar algo, así no comparta mi fe, así sea un pecador, así sea un enemigo. Porque, a fin de cuentas, siempre serán mi prójimo; a fin de cuentas, uno jamás lo sabe todo.
2 comentarios:
Si logras ir a mi boda, cuando veas la mirada en los ojos de mi suegra, verás que nos parecemos mucho (no ella y yo, sino tú y yo). Salud.
¿No está muy de acuerdo con el matrimonio?
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