El primer asunto es que el nuevo pastor vio en mí a un extranjero como él, que estaba completamente adaptado al ambiente de la iglesia. Yo no era alguien de clase media alta, pero, como ya dije, aprendí a vivir en el contexto. Las profundas dificultades que el nuevo pastor de jóvenes tuvo desde el primer día y el subestimar la adaptación, le causo un enorme sufrimiento, lo que afectó su ecuanimidad. Creo que verme acondicionado le causó molestia, como diciendo “¿y este? ¿Por qué está tan amoldado?”. Lo segundo que creo que observó es que yo, como él, soy una persona que ha sustentado la validación de la personalidad a través de la racionalización y la superación del intelecto. Yo entré al jardín de niños ya sabiendo leer, buscaba los primeros puestos en el colegio, gané concursos de matemática, literatura e historia a nivel de distrito y de la zona este de Lima, y a la hora de la universidad ―tenía vedadas por falta de dinero la mayoría de universidades prestigiosas, todas privadas― opté por ir a la mejor universidad pública, que tiene un examen de admisión sumamente difícil, entrando y graduándome un lustro después. Fui y soy autodidacta, estudié por mi cuenta mucha teología, sobresalí en eso, convirtiéndome en referencia para la gente de la iglesia, en especial para los jóvenes. Leía con detalle los folletos de los cursos, era casi el único que usaba la pequeña biblioteca de la iglesia, compraba a crédito libros que muy amablemente la encargada de librería buscaba para mí. Mi posición de biblista amateur generaron en el nuevo pastor de jóvenes algunos comentarios maliciosos, lo que había visible su fastidio porque no toleraba competencia alguna: él debía ser siempre la última palabra. Una vez conversaba con un amigo sobre la homosexualidad y las implicancias teológicas y eclesiológicas que tendría el que se encuentre un gen que determine si somos gays o no. Ambos nos inclinábamos a la reinterpretación de los textos veterotestamentarios y paulinos respecto a los homosexuales, lo que nos obligaría a aceptar a los gays en nuestra iglesias sin duda alguna ―como debería ser― con ceremonia de desagravio incluida. El nuevo pastor escuchaba a lo lejos, y se acercó.
-Abel, deberías regresar a los cursos básicos en el seminario, porque parece que no sabes nada.
-Quizá esta conversación es demasiado compleja para ti. Si es así, el que debería regresar al seminario con urgencia eres tú – respondí mordazmente, con enfado.
El sentir que su intelecto era nada ante los otros pastores de la iglesia, y comprender que inclusive era una quimera ante laicos mucho menores que él, le causó una tremenda ansiedad, porque lo que funcionaba en iglesias más pobres ―encandiladas con un poquito de información― no servía en nuestra iglesia ―donde esa misma información debía ser pensada―. El decirme que debía regresar a las clases básicas en el seminario, era sencillamente una proyección de su propia necesidad: “estoy tan inseguro que yo debería volver”. Me atribuyó a mi lo que era para él mismo.
La tercera cosa que, creo, le generó desconfianza, es lo citado en los dos párrafos anteriores: yo estaba en el seminario de la denominación. Puede auscultarse esto desde dos aristas contradictorias. ¿Para qué estaba yo allí? Era evidente que, al terminar y si tenía la intención de hacer carrera pastoral, trabajaría en mi propia iglesia. ¿En qué puesto? Seguro que comenzaría con el primer nivel, o sea, el pastorado de jóvenes, la posición que él mismo tenía. Él había conquistado la capital estando en mi iglesia, y yo amenazaba ese logro, el principal de su vida. Por otro lado, yo no tenía el perfil del seminarista tradicional; no era claro si realmente quería dedicarme al ministerio: tenía un trabajo secular, tenía reminiscencias rebeldes, estaba lejos de ser irreprensible, pensaba por mí mismo, a mi esposa no la veías afanadísima en la vida del templo sino solo al margen, dedicada nada más a las chicas a nuestro cargo (se supone que el llamado pastoral viene de a dos, ¿no?). Él dudada profundamente de mis intenciones, y una vez me hizo la pregunta directa, la cual respondí con algunas generalidades. Los llamados, farfullan por ahí, tienen convicciones firmes de lo que quieren, y yo a esas alturas no estaba seguro de nada. Quizá hasta me consideraba indigno del púlpito.
Un mes antes de casarme, con él en la mesa, anuncié que iba a dejar el liderazgo por un par de meses debido a mi matrimonio. Fíjense que comuniqué, no pedí permiso. No dijo nada, pero por dentro ardía en cólera. ¿Cómo podía saltar con garrocha la barrera de su autoridad? ¿Por qué no entendía que él debía facultar una cosa así? Su incomodidad conmigo se hizo mucho mayor, pero apareció algo que cambió todo el panorama, algo más grande, su oportunidad para quebrar mi dura cerviz.
-Abel, deberías regresar a los cursos básicos en el seminario, porque parece que no sabes nada.
-Quizá esta conversación es demasiado compleja para ti. Si es así, el que debería regresar al seminario con urgencia eres tú – respondí mordazmente, con enfado.
El sentir que su intelecto era nada ante los otros pastores de la iglesia, y comprender que inclusive era una quimera ante laicos mucho menores que él, le causó una tremenda ansiedad, porque lo que funcionaba en iglesias más pobres ―encandiladas con un poquito de información― no servía en nuestra iglesia ―donde esa misma información debía ser pensada―. El decirme que debía regresar a las clases básicas en el seminario, era sencillamente una proyección de su propia necesidad: “estoy tan inseguro que yo debería volver”. Me atribuyó a mi lo que era para él mismo.
La tercera cosa que, creo, le generó desconfianza, es lo citado en los dos párrafos anteriores: yo estaba en el seminario de la denominación. Puede auscultarse esto desde dos aristas contradictorias. ¿Para qué estaba yo allí? Era evidente que, al terminar y si tenía la intención de hacer carrera pastoral, trabajaría en mi propia iglesia. ¿En qué puesto? Seguro que comenzaría con el primer nivel, o sea, el pastorado de jóvenes, la posición que él mismo tenía. Él había conquistado la capital estando en mi iglesia, y yo amenazaba ese logro, el principal de su vida. Por otro lado, yo no tenía el perfil del seminarista tradicional; no era claro si realmente quería dedicarme al ministerio: tenía un trabajo secular, tenía reminiscencias rebeldes, estaba lejos de ser irreprensible, pensaba por mí mismo, a mi esposa no la veías afanadísima en la vida del templo sino solo al margen, dedicada nada más a las chicas a nuestro cargo (se supone que el llamado pastoral viene de a dos, ¿no?). Él dudada profundamente de mis intenciones, y una vez me hizo la pregunta directa, la cual respondí con algunas generalidades. Los llamados, farfullan por ahí, tienen convicciones firmes de lo que quieren, y yo a esas alturas no estaba seguro de nada. Quizá hasta me consideraba indigno del púlpito.
Un mes antes de casarme, con él en la mesa, anuncié que iba a dejar el liderazgo por un par de meses debido a mi matrimonio. Fíjense que comuniqué, no pedí permiso. No dijo nada, pero por dentro ardía en cólera. ¿Cómo podía saltar con garrocha la barrera de su autoridad? ¿Por qué no entendía que él debía facultar una cosa así? Su incomodidad conmigo se hizo mucho mayor, pero apareció algo que cambió todo el panorama, algo más grande, su oportunidad para quebrar mi dura cerviz.
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