martes, 23 de marzo de 2010

Dejados atrás (2)

Los años maravillosos

Mi familia nunca se caracterizó por ser equilibrada, la ponderación nunca fue la fuente de la cual mis padres adquirirían la sabiduría necesaria para criar cinco hijos; al contrario, mi familia ha sido y es profundamente disfuncional, con abundantes elementos perturbadores que hicieron la vida en el seno familiar muy difícil para mis hermanos y para mí. Nunca estuvieron listos para ser padres, nunca estuvieron preparados para asumir tamaña responsabilidad, los consumieron las patologías maternas y los sopores aplastantes paternos. La profunda inestabilidad que tenía desde edades muy tempranas provocó que tenga una poderosa necesidad de estructura, de un ambiente de “tranquilidad” que me hiciera concentrarme en las cosas que los niños y adolescentes consideran importantes. No había nada de eso, pero la necesidad estaba allí, siempre presente, casi rogando por algo que cayera del cielo para que ponga orden en la vida, implorando por un metro cuadrado pequeñito donde las cosas siempre estuvieran bien, una especie de bunker o security blanket. Los amigos jamás fueron estructura ―no existió el efecto pandilla―; el colegio, desde segundo de secundaria, se convirtió en algo realmente insoportable, y fuera de eso no hubo otro lugar de dónde agarrarse, por lo que quedé flotando solo en la nada del desencuentro. Mi inseguridad era antológica y profundamente copada de desesperación, con estructuras endebles y descalcificadas. En realidad, no eran nada.

En mayo de 1992, mi familia y yo llegamos a la iglesia por primera vez. Era una casa grande en plena esquina con una congregación que no debía superar las cien personas incluyendo a los niños (lo mejor era la piscina que tenía, donde me bauticé). Rápidamente nos integramos en las actividades usuales de la iglesia, pero al comienzo me costó mucho trabajo. Mi familia, aunque vivía en un barrio pudiente, era pobre, y yo estudiaba en un colegio público. Todos los demás chicos estaban en colegios caros, con muchas millas de vuelo en sus espaldas a pesar de ser adolescentes. Nadie me hizo problemas por eso, era meramente un complejo personal, pero allí estaba, y me limitaba al comienzo. Con quienes sí me sentía muy cómodo era con dos de los pastores, ambos de alrededor de treinta años: el de jóvenes ―que era alguien que realmente tenía el don pastoral y siempre manifestó un interes genuino en mi―, y el asistente ―que era un intelectual con estudios de filosofia en una conocida universidad limeña―, que permanentemente retaba mi pensamiento a reflexionar un paso más allá que el resto de la gente. Era ideal para el racionalismo que ya manifestaba de quinceañero, idoneo para evitar el afecto.

En octubre de 1995, tras meses de un período de depresión severa, tengo la experiencia que los evangélicos llamamos “conversión”, en medio de un retiro que removió todos mis problemas que se concentraban en una pobre autoestima. Allí, todas las barreras mentales que tenía para con la iglesia desaparecen, experiento momentos de profundísima espiritualidad, y me comprometo con un servicio activo en la iglesia. Todo lo material pasó a segundo plano, y dejó de incumbirme no tener nunca dinero para salir con el grupo los sábados en la noche o para pagar los campamentos de semana santa o año nuevo: lo que me importaba era agradar a Dios y nada más. Descubrí en la iglesia un espacio emocional estable, con estructuras afectivas firmes de amor y respeto. Encontré en la iglesia a una familia que me brindaba afecto y en donde yo podía ser útil, una familia en donde podía cobijarme, donde podía oir la voz del Altísimo y sentirme seguro, en casa. Ya sin complejos, me abrí a la amistad, iniciándose relaciones profundas que se hicieron valiosísimas para mí, indispensables, por las cuales yo era capaz de darlo todo. Algunas siguen hasta hoy; otras―quizá la más importante― se rompieron por cosas que hasta hoy duelen un poco, en especial mi estupidez en dejar que las circunstancias y las malas intenciones dañen lo realmente valioso, pero que no quitan el hecho de que fueron fundamentales en una etapa trascendental de mi vida. No dejaré de agradecer por esos tiempos tan especiales.

Esos años se hicieron casi idílicos. Ayudé en retiros, células, reuniones semanales de jóvenes, entré a enseñar en la academia bíblica a los 19 años ―un pastor al que le tengo gran aprecio me regaló una pequeña biblioteca teológica que se convirtió en mis libros de consulta permanente por largo tiempo. Sin querer, él prendió una llama que permanece hasta hoy―, fui consejero, me involucré en los comités de trabajo del grupo de jóvenes, fui a congresos denominacionales, retiros de líderes y me sumergí con todo en la vida de la iglesia. Martes de oración, academia bíblica y comité de jóvenes, viernes de célula, sábado de reunión de jóvenes, domingo de culto y de clases… sin contar el tiempo extra donde pasaba el tiempo con amigos o jóvenes recién llegados. La primera prioridad era la iglesia, la universidad era la segunda, aunque no por ello irrelevante. Mi participación en el Centro de Estudiantes, Tercio Estudiantil y otras cosas así lo corroboran.

El problema con todo eso es que trasladé por completo mi estructura afectiva a la iglesia desechando mi estructura familiar, pero con un modelo que tenía a Dios en medio y, por lo tanto, perfecto. Si Dios llama al pastor para ser nuestro “guía” en el camino de la salvación, entonces lo que él determine tiene la “venia” de Dios. Ergo, debe ser bueno y sin fallas porque Dios no se equivoca. Si los pastores fomentan esos esquemas, entonces se crea un riesgo enorme. Yo sobreestimé a la iglesia, a los pastores y a la vida eclesial. Aunque no lo pensara, me faltaba poco para llegar al punto de decir que los pastores eran casi perfectos (y, valgan verdades, los pastores usualmente no hacen mucho para evitar que esas ideas surjan en los miembros de sus iglesias). Era como manejar al borde de una carretera pegada a un abismo pero imaginando estar en una autopista de diez carriles en el medio de una meseta. Mientras todo vaya bien, la iglesia seguiría siendo maravillosa e idílica, pero si se introducían elementos exógenos que perturbaran el equilibrio, todo se iría al tacho de basura. Sin saberlo, había generado una situación peligrosa, porque la imperfección existe ―exceso de inocencia, le llaman algunos― y porque habría sobrevalorado a la iglesia.

Con el cambio de milenio, las cosas comenzaron a cambiar. El débil equilibrio se alteró, lo que incrementó el riesgo escandalosamente. Y no había mitigantes que me ayuden.

8 comentarios:

Fausto Liriano dijo...

Hay algo muy parecido en mi historia, a la tuya, que de hecho (no se si es casualidad, pero me ha pasado otras veces con Jaaziel y con RafaeL) era algo que pensaba escribir en estos días, pues meditaba en lo mucho que me "quemé" haciendo de todo entre mis 19-22 años de edad. La crisis que pasó después me llevó casí a la depresión, pero antes de tocar fondo pude ver la luz (eso, recientemente, hace algunos 6 años) y ahora es que estoy recuperándome y entendiendo mejor algunas cosas.
Compartimos algo amigo, compartimos algo....

Carolina García dijo...

Abel, nuestros octubres de 1995 son semejantes entre otras semejanzas.
¡No sabía!

Algo que me pregunto y lo reitero cada que puedo:

¿Quién es mi/tu familia?

Abel dijo...

Fausto:

A fin de cuentas, siempre el exceso de activismo acaba quemándote tarde o temprano, y si a eso le agregas los vicios propios del pastorado, resulta una combinación explosiva que ha dañado a mucha gente, lamentablemente. Estas experiencias nos hermanan, ¿no? (tantas cosas en común con mucha gente) y espero que de alguna forma eso nos permita hacer algo para que las cosas no se repitan. Los blogs -creo- ayudan en algo en ese propósito.

Un saludo para ti,

Abel dijo...

Caro, sorprendentes coincidencias que se agregan a las que ya tenemos, ¿no? Ese octubre de 1995 fue un mes extraño pero trascendente, y al poquito tiempo de la "conversión" me fui de viaje -por primera vez solo y por mis propios medios- al Cusco, a pasar unas semanas con mis tíos allá. Casi casi fue una desintoxicación eso ;-)

Saludos desde esta Lima que ya conoces al laberinto enorme bonaerense.

Kike dijo...

Abel, sigo insistiendo: eres el evangélico más raro que conozco. No esperaba un análisis tan así, tan tenedor en cuenta de aspectos "mundanos" en un protestante. Salud y esperaré las demás entregas. Por cierto, buena dosis de humildad: te felicito.

Abel dijo...

Kike:

Soy conciente que soy un evangélico no convencional, al extremo de sentirme medio extranjero en la iglesia, aunque es algo que ya he asimilado y aceptado. Quizá por mi formación teológica y mis propias vivencias tenga una visión autocrítica fuerte, sin miedo a decir las cosas malas y sin temor a asumir mi parte de culpa en los eventos que me suceden.

Un gusto que estés visitando este espacio. Ya nos veremos en mayo ;-)

Saludos,

Kike dijo...

Doctor: sí, ya nos veremos en mayo. Pero sobre lo otro: no, no me refería a eso. Me refería a que los protestantes que conozco desconocen los aspectos humanos y mundanos en cualquier análisis que hagan ---sobre todo de sí mismos---, y llevados por la sola fides, prefieren dejar todo en manos de Dios y de las cosas celestiales, problemas y soluciones, ¿vio?

Abel dijo...

Ví, hermano: es común el exceso de espiritualización en muchísimos evangélicos.

Nos vemos, Dios mediante, en mayo.

Un saludo, y suerte con todos los preparativos de la boda.