sábado, 15 de mayo de 2010

Dejados atrás (13)

Gabriel

A inicios de noviembre del 2005 le detectaron a Gabriel, mi hermano menor, leucemia linfoide aguda de células “T”. La vida de la familia se movió desde la gran casa de la avenida Los Eucaliptos, en La Molina, al piso ocho del Hospital Rebagliati, pabellón de hematología, con una rutina absolutamente novedosa: quimioterapias, transfusiones de sangre, transfusiones de plaquetas, inyecciones epidurales, nauseas, vómitos, toneladas de medicinas y casi una mudanza al hospital. Si ya antes la situación de mi familia era compleja por los serios problemas económicos que vivía, tras el cáncer, todo colapsó, se hizo trizas, aunque al menos se pudo conseguir la admisión al seguro social, lo que moderó el costo pecuniario. El pasivo emotivo sí se asumió sin descargos.

La reacción de los hermanos cristianos ante el mal de Gabriel fue previsiblemente variopinta. Con la mejor intención llegaron creyentes de muchas denominaciones y énfasis distintos. Con los pentecostales, vi a mi hermano hablar en lenguas. Con los carismáticos, tuve oraciones efusivas llenas de lágrimas. Compartí una misa católica que hicieron por la salud de mi hermano. Los seguidores de la guerra espiritual vieron mi casa llena de espíritus malignos y lanzaron una oferta de expulsión (que, obviamente, rechacé por la ridiculez de decir que en los cactus del jardín “moraban” los demonios). Algún pastor habló de la crisis de la familia y nos dijo que allí estaba la causa de los problemas. Otro mencionó pecados ocultos. No faltó una campaña de sanación en donde mi hermano caminó por todo el estrado cuando le era muy dificultoso hacerlo. Tuve más reuniones con pastores que en el resto de mi vida entera. Sus voces se multiplicaron pero ―curiosamente― eran absolutamente antagónicas. Todos hablaban de voluntades de Dios distintas, todos tenían la absoluta seguridad de tener la voz de Dios. Allí me percaté que había algo muy raro ¿Cómo validar esto? ¿Quién tenía razón? ¿El pastor titular de la iglesia? ¿El pastor asistente, que pensaba distinto? ¿El pastor de jóvenes, que repetía lo dicho por el pastor titular? ¿Alguno de los pastores pentecostales? ¿Alguno de los carismáticos? ¿El sacerdote católico? ¿Algún hermano de alguna iglesia, que ocasionalmente visitó el hospital? Descubrí con total certeza que muchos pastores, como cualquiera de nosotros, hablan por ellos mismos, pero diciendo implícitamente que sus palabras son “especiales”. Cuando dicen “Dios dice” es, simplemente, “yo pienso” a pesar de las horas de oración que puedan tener, a pesar de su cargo clerical. Eso lo aprendí en el hospital: sin querer, yo también estaba siendo curado. Aprendí a filtrar todas sus palabras, porque tú y yo hablamos por nosotros mismos, pero ellos dicen tener la voz de Dios. Validar esos dichos, esas frases, se convierte en fundamental.

Las voces recurrentes repetían que Dios había decidido el mal de Gabriel. Que era “su voluntad”, debiendo “aceptarla con resignación” y que “seguramente entenderíamos en el futuro el sentido del sufrimiento”. Rápidamente llegaron las primeras preguntas: ¿Dios tenía en sus planes hacer que mi hermano sufra terriblemente los dolores de la leucemia? ¿Quería que él sienta cómo devoraban su nervio óptico? ¿Definió que quede ciego en su diseño original? ¿Estaba en sus designios? ¿Esa tortura era para su gloria? Me parecía algo tremendamente incoherente, y peor con algunas afirmaciones poco bíblicas: un culto de “resurrección” en el velorio, palabras poco afortunadas en el hospital, aprovechamiento de la situación para buscar el cambio de iglesia de mi familia con el fin de obtener su hipotético diezmo, acusaciones de poca espiritualidad y falta de fe, insensibilidad. Todo eso observé en mis hermanos cristianos de varias iglesias, incluyendo la mía. Algunas personas me sorprendieron gratamente con sus visitas permanentes, estando al tanto de todo, de las necesidades de mi hermano y de las de mi familia. Otras me pasmaron a la inversa, porque ni siquiera indagaban en los cultos dominicales, y parecía que no les importaba lo que sucedía. Yo comprendía que eso se dé con los nuevos miembros o los inmaduros, que aún no entienden a plenitud el sentido de la vida cristiana, pero ¿los experimentados? ¿Los líderes? ¿Los que yo mismo había discipulado? ¿O es que era trabajo delegado a los pastores? A algunos jamás los vi, y eso me dolió mucho al comienzo.

Pensando más, me di cuenta que yo mismo había tenido con frecuencia esa actitud, siendo insensible ante el sufrimiento de otros hermanos capturados por alguna enfermedad terrible. Sabía que estaban enfermos, pero nunca me acercaba “porque era un matrimonio desconocido”, o porque “no sabía qué decir” o porque “los pastores se encargan”. En el fondo, me daba cuenta que en realidad el visitar a los enfermos era una confrontación con el temor a la muerte, fundamental en el ser humano. Sabía que todos tenemos ese destino, y que tenerlo frente a frente era difícil para cualquiera. También me aterraba la falta de respuestas. Uno visita a un enfermo con la presión de decir algo pero nada sale, por ello es mejor no ir, mejor no involucrarnos. Es más seguro. Así, comprendí a aquellos que no veía por el hospital o no me hablaban en la iglesia.

Recordé a Jesucristo, absolutamente vinculado en su ministerio a los enfermos, sanándolos y, por ello, ganándose problemas con el poder religioso. Más allá del sábado o de la impureza ceremonial, lo que quería era ayudar a la gente con su dolor, redimirla. ¿Y qué paso con ese ejemplo? ¿Por qué los cristianos de hoy, en un buen número, ignoran el llamado del sufriente? ¿Por qué no nos queremos involucrar, supeditarnos? Y si lo hacemos, ¿por qué es sólo por compromiso y no por convicción? Pensar en Jesucristo me hizo adentrarme en la teología del sufrimiento, pero especialmente en la soberanía de Dios, que se entiende como la puesta en práctica de Su voluntad. Sabía que Él es independiente de sus criaturas y su creación en manera absoluta, (Is. 40:13-14; Dan. 4:35, Ef. 1:11), que tiene todo el poder en su mano, así que puede actuar como quiere (Sal. 115:3), y era conciente de que la libertad humana se entiende dentro del ámbito de la soberanía de Dios. En ella hizo la creación material e inmaterial, como a los ángeles (1 Tim. 5:21; Col. 2:10; 2 Ped. 2:4) y al hombre. Es el hombre el que tiene libre albedrío, existiendo una armonía perfecta entre la soberanía de Dios y la responsabilidad de la criatura.

Leyendo un poco, me di cuenta que desde tiempos antiguos se introdujo en el cristianismo la concepción de que Dios determinó todo lo que sucede en el mundo. ¿Y lo que el hombre realiza? Simplemente sirve para que madure, para que alcance su mayoría de edad y se acerque progresivamente a Dios. Nada de lo que haga, ni sus elecciones, ni su rebeliones, ni sus guerras, ni sus descubrimientos, ni sus catástrofes, ni su éxitos, ni lo más sublime o demoníaco cambiará lo que Dios planeó desde antes de la creación del mundo. Calvino dijo que Dios es el gobernador de todas las cosas, que determinó en la eternidad todo lo que iba a pasar, llevando a cabo lo que decretó mediante el uso de su poder. Todo sin excepción está bajo la atribución de la providencia de Dios. Hoy esta idea está bastante arraigada en la cabeza de los cristianos evangélicos peruanos, y quizá eso explique el fatalismo y pasividad en los creyentes de la iglesia. Si un pastor empieza a hablar herejías desde el púlpito o mantiene actitudes autoritarias y controladoras no se hará nada porque “todo está bajo el control de Dios” y será “Él, mediante su Espíritu, el que se hará cargo”, sin importar el dolor que esto traería a la iglesia. También encontré que suele mezclarse el conflicto cósmico con la soberanía de Dios: hay un opositor a la voluntad de Dios, y es el Diablo. Él se opondrá a los designios divinos con todas sus fuerzas. Por ello, si Dios nos manda predicar a toda criatura, y para eso hacemos una campaña evangelística, pero al predicador le da una infección en la garganta y pierde la voz la noche anterior, pues ¡es la oposición a los designios de Dios! La vida cristiana se reduce a una lucha de espíritus en la que tenemos que tomar parte. Todo es provocado por fuerzas malignas, que nos derriban, nos enferman, nos hacen daño. Algunos cristianos, lamentablemente, le dan más importancia que a Dios.

La lógica calvinista puede ampliarse mucho más. Si tengo un accidente, es la voluntad de Dios. Si me detectan cáncer, es porque así lo quiso el Soberano del Universo. Si mi bebé muere electrocutado, es porque Dios tenía sus propósitos que son insondables para mí ahora pero que “entenderé” en el futuro. Si a un amigo le detectan una enfermedad muy dolorosa pero de larga cura, pues será por un pecado oculto, porque no quiere someterse a Dios, su iglesia o porque “algo habrá hecho para que Dios lo castigue así” (la viejísima teología retributiva que se resiste a morir. Job es postmoderno).

Yo, inmerso en las circunstancias de la enfermedad de Gabriel, encontré en lo anterior un serio problema. Cuando me decían que “Dios se llevó a mi hermano” me quedaba claro que la frasecita es una manera elegante de decir “Dios mató a mi hermano”. Un eufemismo, nada más que eso. Suena fuerte, por supuesto, porque es terrible pensar que Dios asesinó a un joven de veintidós años. Por ello, de inmediato vienen los analgésicos como aquel que dice que “sus propósitos son insondables” o “no entendemos los propósitos ahora, pero luego veremos cómo el bien llegará". Y eso no puede ser. Dios no puede tener que ver con la leucemia de Gabriel, o con el suicidio de la gente, o con la desnutrición infantil de los andes peruanos, o con los campos de concentración nazis de la segunda guerra mundial, o con la sangre iraquí derramada desde la invasión norteamericana, o con los aviones lanzados contra las torres gemelas de Nueva York, o con la pobreza extrema. Un par de tardes oyendo los gritos de dolor de Gabriel derrumbaron la teología determinista de mi cabeza.

DIOS NO TIENE NADA QUE VER.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Todo esto sencillamente y llanamente son
los resultados del pecado, estas cosas que describes, son las consecuencias de la caida y debemos aceptar esta realidad que no sera revertida hasta la venida de Cristo

Abel dijo...

Pero, ¿así lo quería Dios o no? ¿Era su voluntad la muerte, el sufrimiento? ¿Así fueron planeadas las cosas? ¿Dónde está la sencillez de la que hablas?

Saludos,

Anónimo dijo...

Te recomiendo este estudio muy revelador sobre las pruebas
http://descubriendoelevangelio.es/2010/05/juicio-y-jesus-mark-driscoll/

Anónimo dijo...

Es claro que no es su voluntad las consecuencias del pecado, pues DIOS no es inventor de males, pero si era necesaria la caida pues usted no puede amar en forma sincera si no tiene la libertad de no hacerlo, el hizo todo bueno, pero debido a la caida todo perdio el rumbo, sigue el plan de DIOS desarrollandose hacia una libertad total del pecado en los humanos y en la misma creacion

Abel dijo...

He escuchado decenas de sermones como el que me citas. Conozco muy bien esa lógica. La he enseñado en muchas ocasiones.

Si continúo con tus palabras, debo concluir, entonces, que la tortura que vivió mi hermano en los 11 meses en que tuvo leucemia era parte del plan divino, ¿no? Que él lo quizo, ¿cierto?

Anyul dijo...

¿cómo se puede ser tan obtuso de pensamiento y tener por Dios a un tirano tan sádico y rencoroso?

Definitivamente ese no es mi Dios.

Gracias por tu relato Abel, me sorprende la cantidad de similitudes que encuentro con mi propia vida.

No logro acoplarme a cabalidad con la idea que Dios es Todopoderoso cuando bajo mi mirada y me encuentro con tanto dolor, sufrimiento e injusticia a mi alrededor, la paradoja de Epicuro da vueltas en mi cabeza cada vez que veo contrastada la realidad que observo con las proclamaciones de la Escritura. Con todo, no me niego a la posibilidad que así sea, pero tengo la idea del poder asociado con el asunto hegemónico del ejercicio del poder, y vuelvo a la figura del Dios tirano y sádico y definitivamente me alejo de ese Dios.