Desde la oscuridad
Los primeros seis meses de 2005 fueron oscuros por mi propia decisión de no pasar la página de la ruptura. Para alguien que pasó cerca de nueve años sirviendo en todos los espacios disponibles, llegar al extremo de estar al margen, era chocante. Me sentía perdido, como un ente que divagaba entre cosas irrelevantes, un alma en pena que anda triste alrededor de su lugar más preciado; estaba soso, chamuscado, abollado por una turba, roto a martillazos. Antes vivía firme en mi estructura-iglesia. Sin ella, vagaba sin rumbo, era un cuerpo sin esqueleto, sin forma, amorfo, incapaz de dar un paso. Sentía que le había fallado a todo el mundo, que mis reacciones absurdas me condenaban a un limbo caliente, casi infernal. Estaba convencido de que era indigno, merecedor de mi exilio, sin comunidad, sin Dios porque yo mismo lo abandoné. Me sentía depreciado, como el Inti en el primer gobierno de Alan García.
La incertidumbre se alimentó de varias fuentes. Por un lado, antes de la renuncia yo realizaba actividades eclesiales los martes (academia bíblica y oración), los viernes (la célula de adolescentes), los domingos (en la mañana el culto, en la noche el comité de líderes), casi siempre los sábados (pasar el tiempo con los chicos a nuestro cargo, ir a reuniones de algún otro ministerio) y con frecuencia los líderes teníamos otra reunión de oración los miércoles en alguna de nuestras casas. Pasar de ese ritmo intenso a no hacer nada fue como si el día tuviera repentinamente treinta horas, una vacación impuesta, una jubilación anticipada y forzada. Años en ese ritmo brutal, te acostumbras a él, y cuando termina es como un desnivel en una autopista que te remueve el estómago; en cierta manera no sabía qué hacer con tanto tiempo libre. En realidad esas sensaciones eran reflejo de algo más profundo: no sabía qué hacer con mi vida cristiana porque había perdido los fundamentos en los que se basaba (consecuencias de cimentar la fe en la institución-activismo y no en el Sustentador de todo). Por otro lado, en la misma época acercaba la fecha del fin del contrato con el Banco, y no sabía si me quedaría o no. ¿Y si no me nombraban? ¿A dónde iría? ¿Nuevamente estar en el estresante proceso de búsqueda de empleo? ¿Y si no encontraba nada? Pensaba que estaba haciendo bien las cosas, pero nada era seguro. El miedo me invadía, inmisericorde.
Aunque las cosas con mi esposa andaban mucho mejor, surgió un problema. Yo le había prometido el oro y el moro el 2002 cuando le hablé de la iglesia. Con pasión le expuse sobre lo maravillosa que era, de lo sublime del servicio abnegado y absorbente, pero lo que recibió fue la crisis y el desaliento: quise mostrarle el compromiso y lo que vio fue mi partida. Le prometí algo que jamás se cumpliría. Con el tsunami opresor ella quedó muy afectada, tristísima. Eso me dolía más que nada: si me atacan sólo a mí, normal; si ella se ve afectada, todo cambia, porque pocas cosas son tan dolorosas como cuando hieres a quien amas. También se rompió una amistad muy importante, y mis actitudes hicieron que las brechas que aparecieron se hicieran más profundas, hasta hacer la situación insalvable. La incertidumbre que vivía le echó leña al fuego de la ruptura, pero eso no es excusa, porque uno siempre debe ser conciente del sentido de las cosas, debe ver cuándo seguir, cuándo detenerse, cuándo arrepentirse, cuándo pedir perdón; por supuesto yo no observé nada de eso, actuando ciegamente. Fue punzante, la verdad. Se pagó un precio extremadamente alto, convirtiéndose en un pasivo que hasta hoy se refleja en los balances de mi alma.
Viendo las circunstancias a la distancia, todo se había terminado en ese momento. Mi historia con la iglesia estaba muerta, pero no quería admitirlo, negando rotundamente cualquier indicio en ese sentido (en realidad, recién lo estoy reconociendo ahora, cinco años después de estos tiempos). Sin saberlo, ya era un cristiano sin iglesia. Hay que ser muy perspicaz para darse cuenta del momento en que hay que dar un paso al costado por el bien de todos. Yo, claro está, no me di cuenta de nada y, al quedarme, firmé el acta del daño, que me convertiría a la vez en víctima y en victimario. Me patearían por la espalda pero en respuesta golpearía muy fuerte. Si en ese momento hubiera tomado la decisión de irme, todo sería distinto. Definitivamente debí dejar la iglesia en el verano de 2005.
Pero no lo hice.
Comencé a racionalizar lo que había sucedido. La etapa de desconcierto profundo hace que sienta la sensación de que me habían robado la estructura que había armado en los finales de mi adolescencia. ¿Quién lo hizo? El nuevo pastor de jóvenes. Esa “figura de autoridad” que siempre trató de imponer porque era el “pastor” se hizo polvo, la consideré inservible; igual que antes con otras figuras de autoridad, él perdió mi respeto absoluto. Pero aún más, se generó una animadversión muy fuerte de mi parte, un rencor que se formó en mi corazón; un rechazo profundo, un sentimiento contra el pastor que iba en contra de todas las enseñanzas de Cristo y de la Biblia como un todo (Sal. 37:8; Prov. 15:1; 20:22; 29:11; Sgo. 1:19-20; 1 Pe. 3:8-9; Col. 3:12). Aunque podía ser justas todas mis reacciones, uno jamás debe permitir que la cólera haga un espacio en nosotros. Yo lo permití, y me hirió profundamente por mucho tiempo. Me airé, pequé, dejé que el sol se ponga muchas veces sobre mi enojo y le di oportunidad al diablo (Ef. 4:26-27). Debo admitir ―con pena― que algunas actitudes futuras se movieron en función de estos sentimientos negativos que, además, era un sinsentido. Yo culpaba al pastor de la “pérdida”, pero en el reino de Dios jamás hay pérdidas. Todo lo que se tiene es prestado: hoy poseo algo, mañana lo entrego, pasado mañana me dan algo nuevo. Nada es de mi propiedad, no hay títulos que avalen mi posesión sobre ministerios, personas, o iglesias. Ahora estoy aquí, luego puedo simplemente moverme a otro sitio. ¡No comprendía el sentido real de la missio dei! El reino de Dios es demasiado grande y sublime; la obra es ingente, y siempre hay lugar para todos. No en vano se dice que “faltan obreros para la mies” (Mt. 9:37-38). En ese momento no me daba cuenta de eso, y mi ser insistía en un lugar que ya no era más el mío. Ya estaba marcado mi camino, pero aún no quería andar en él. Lo descubriría unos meses después.
Por supuesto, las dudas teológicas surgieron por todas partes. En el verano de 2005 llevé mi último curso en el seminario de la denominación (Hebreo I, al cual entré simplemente porque repentinamente abrieron la asignatura y me pareció interesante) y todo comenzó a ser cuestionado. La iglesia como institución, la vida comunitaria, Dios, su Revelación. Era una reacción al profundo dolor que sentía, y era algo natural, casi necesario. Pero estaba solo, y esas dudas no podían ser resueltas por mí mismo en ese momento. Requería soporte.
Andaba en oscuridad, completamente vacío. Y cuando uno está vacío, cuando uno ha desaprendido, es cuando las transiciones son más fáciles, cuando los cambios de paradigmas tienen el campo propicio para germinar. ¿De dónde vendrían los vientos de cambio? Creo que llegaron de dos lugares. El primero, de dos amigos del grupo de jóvenes que de manera indirecta estuvieron a mi cargo años atrás y ahora me marcaban las pautas en su forma de enfrentar el tsunami. El segundo, de un buen amigo, que me dio la mano en un momento crítico, salvándome la vida al llevarme a un lugar en donde el apetito de conocimiento de Dios pudo, finalmente, ser saciado, permitiendo las bases para una etapa nueva, distinta. Apareció la esperanza.
Los primeros seis meses de 2005 fueron oscuros por mi propia decisión de no pasar la página de la ruptura. Para alguien que pasó cerca de nueve años sirviendo en todos los espacios disponibles, llegar al extremo de estar al margen, era chocante. Me sentía perdido, como un ente que divagaba entre cosas irrelevantes, un alma en pena que anda triste alrededor de su lugar más preciado; estaba soso, chamuscado, abollado por una turba, roto a martillazos. Antes vivía firme en mi estructura-iglesia. Sin ella, vagaba sin rumbo, era un cuerpo sin esqueleto, sin forma, amorfo, incapaz de dar un paso. Sentía que le había fallado a todo el mundo, que mis reacciones absurdas me condenaban a un limbo caliente, casi infernal. Estaba convencido de que era indigno, merecedor de mi exilio, sin comunidad, sin Dios porque yo mismo lo abandoné. Me sentía depreciado, como el Inti en el primer gobierno de Alan García.
Las páginas se perdieron otra vez. El olvido, tal cual es, un bálsamo y un veneno, se llevó horas de recuerdos, de sentimientos que brotaron en noches de ojos abiertos, de flojera paupérrima o de lágrimas casi protocolares. ¿Dónde estaba cuando pasó lo que pasó? ¿Algún día podré dejar de olvidar? ¿Alguna vez podré hacer amigo al tiempo? ¿Dónde estaba cuando pasó lo que pasó? ¿Por qué no puedo recordar lo que quiero y porqué puedo recordar lo que no quiero?
¿Por qué la contradicción es parte de mi esencia? ¿Por qué es todo tan imperfecto? ¿Por qué el deseo de morir, junto con el de vivir, susurran a mis oídos tan convincentes, tan reales? ¿Dónde se fueron sus palabras cargadas de magia y sosiego? ¿Dónde me fui yo? ¿Dónde me perdí? ¿Cuál es el hito que marca la diferencia entre mi yo anterior y el actual? ¿Qué me mutó? ¿Dónde perdí la llave de la puerta que me dirigía sólo en el sentido correcto? ¿Qué me cansó tanto? ¿Qué hizo que cerrara mis ojos, y me dejara llevar?
¿Qué pasa aquí? ¿Qué está siendo extraído de esta vida que respiró el smog limeño de 1977? ¿A dónde se fue la alegría? Dios, yo sé que me había acostumbrado a la pena, a las sombras y a la ceguera, pero me habías enseñado a ver la luz otra vez.
La incertidumbre se alimentó de varias fuentes. Por un lado, antes de la renuncia yo realizaba actividades eclesiales los martes (academia bíblica y oración), los viernes (la célula de adolescentes), los domingos (en la mañana el culto, en la noche el comité de líderes), casi siempre los sábados (pasar el tiempo con los chicos a nuestro cargo, ir a reuniones de algún otro ministerio) y con frecuencia los líderes teníamos otra reunión de oración los miércoles en alguna de nuestras casas. Pasar de ese ritmo intenso a no hacer nada fue como si el día tuviera repentinamente treinta horas, una vacación impuesta, una jubilación anticipada y forzada. Años en ese ritmo brutal, te acostumbras a él, y cuando termina es como un desnivel en una autopista que te remueve el estómago; en cierta manera no sabía qué hacer con tanto tiempo libre. En realidad esas sensaciones eran reflejo de algo más profundo: no sabía qué hacer con mi vida cristiana porque había perdido los fundamentos en los que se basaba (consecuencias de cimentar la fe en la institución-activismo y no en el Sustentador de todo). Por otro lado, en la misma época acercaba la fecha del fin del contrato con el Banco, y no sabía si me quedaría o no. ¿Y si no me nombraban? ¿A dónde iría? ¿Nuevamente estar en el estresante proceso de búsqueda de empleo? ¿Y si no encontraba nada? Pensaba que estaba haciendo bien las cosas, pero nada era seguro. El miedo me invadía, inmisericorde.
Aunque las cosas con mi esposa andaban mucho mejor, surgió un problema. Yo le había prometido el oro y el moro el 2002 cuando le hablé de la iglesia. Con pasión le expuse sobre lo maravillosa que era, de lo sublime del servicio abnegado y absorbente, pero lo que recibió fue la crisis y el desaliento: quise mostrarle el compromiso y lo que vio fue mi partida. Le prometí algo que jamás se cumpliría. Con el tsunami opresor ella quedó muy afectada, tristísima. Eso me dolía más que nada: si me atacan sólo a mí, normal; si ella se ve afectada, todo cambia, porque pocas cosas son tan dolorosas como cuando hieres a quien amas. También se rompió una amistad muy importante, y mis actitudes hicieron que las brechas que aparecieron se hicieran más profundas, hasta hacer la situación insalvable. La incertidumbre que vivía le echó leña al fuego de la ruptura, pero eso no es excusa, porque uno siempre debe ser conciente del sentido de las cosas, debe ver cuándo seguir, cuándo detenerse, cuándo arrepentirse, cuándo pedir perdón; por supuesto yo no observé nada de eso, actuando ciegamente. Fue punzante, la verdad. Se pagó un precio extremadamente alto, convirtiéndose en un pasivo que hasta hoy se refleja en los balances de mi alma.
Viendo las circunstancias a la distancia, todo se había terminado en ese momento. Mi historia con la iglesia estaba muerta, pero no quería admitirlo, negando rotundamente cualquier indicio en ese sentido (en realidad, recién lo estoy reconociendo ahora, cinco años después de estos tiempos). Sin saberlo, ya era un cristiano sin iglesia. Hay que ser muy perspicaz para darse cuenta del momento en que hay que dar un paso al costado por el bien de todos. Yo, claro está, no me di cuenta de nada y, al quedarme, firmé el acta del daño, que me convertiría a la vez en víctima y en victimario. Me patearían por la espalda pero en respuesta golpearía muy fuerte. Si en ese momento hubiera tomado la decisión de irme, todo sería distinto. Definitivamente debí dejar la iglesia en el verano de 2005.
Pero no lo hice.
Comencé a racionalizar lo que había sucedido. La etapa de desconcierto profundo hace que sienta la sensación de que me habían robado la estructura que había armado en los finales de mi adolescencia. ¿Quién lo hizo? El nuevo pastor de jóvenes. Esa “figura de autoridad” que siempre trató de imponer porque era el “pastor” se hizo polvo, la consideré inservible; igual que antes con otras figuras de autoridad, él perdió mi respeto absoluto. Pero aún más, se generó una animadversión muy fuerte de mi parte, un rencor que se formó en mi corazón; un rechazo profundo, un sentimiento contra el pastor que iba en contra de todas las enseñanzas de Cristo y de la Biblia como un todo (Sal. 37:8; Prov. 15:1; 20:22; 29:11; Sgo. 1:19-20; 1 Pe. 3:8-9; Col. 3:12). Aunque podía ser justas todas mis reacciones, uno jamás debe permitir que la cólera haga un espacio en nosotros. Yo lo permití, y me hirió profundamente por mucho tiempo. Me airé, pequé, dejé que el sol se ponga muchas veces sobre mi enojo y le di oportunidad al diablo (Ef. 4:26-27). Debo admitir ―con pena― que algunas actitudes futuras se movieron en función de estos sentimientos negativos que, además, era un sinsentido. Yo culpaba al pastor de la “pérdida”, pero en el reino de Dios jamás hay pérdidas. Todo lo que se tiene es prestado: hoy poseo algo, mañana lo entrego, pasado mañana me dan algo nuevo. Nada es de mi propiedad, no hay títulos que avalen mi posesión sobre ministerios, personas, o iglesias. Ahora estoy aquí, luego puedo simplemente moverme a otro sitio. ¡No comprendía el sentido real de la missio dei! El reino de Dios es demasiado grande y sublime; la obra es ingente, y siempre hay lugar para todos. No en vano se dice que “faltan obreros para la mies” (Mt. 9:37-38). En ese momento no me daba cuenta de eso, y mi ser insistía en un lugar que ya no era más el mío. Ya estaba marcado mi camino, pero aún no quería andar en él. Lo descubriría unos meses después.
Por supuesto, las dudas teológicas surgieron por todas partes. En el verano de 2005 llevé mi último curso en el seminario de la denominación (Hebreo I, al cual entré simplemente porque repentinamente abrieron la asignatura y me pareció interesante) y todo comenzó a ser cuestionado. La iglesia como institución, la vida comunitaria, Dios, su Revelación. Era una reacción al profundo dolor que sentía, y era algo natural, casi necesario. Pero estaba solo, y esas dudas no podían ser resueltas por mí mismo en ese momento. Requería soporte.
Andaba en oscuridad, completamente vacío. Y cuando uno está vacío, cuando uno ha desaprendido, es cuando las transiciones son más fáciles, cuando los cambios de paradigmas tienen el campo propicio para germinar. ¿De dónde vendrían los vientos de cambio? Creo que llegaron de dos lugares. El primero, de dos amigos del grupo de jóvenes que de manera indirecta estuvieron a mi cargo años atrás y ahora me marcaban las pautas en su forma de enfrentar el tsunami. El segundo, de un buen amigo, que me dio la mano en un momento crítico, salvándome la vida al llevarme a un lugar en donde el apetito de conocimiento de Dios pudo, finalmente, ser saciado, permitiendo las bases para una etapa nueva, distinta. Apareció la esperanza.
4 comentarios:
Esto que te pongo lo escribi en mi blog
http://luigui52.blogspot.com/
Trate de revolucionar y morí en el intento
Las situaciones dificiles prueban el caracter de las personas, solo en el momento en que el oro es pasado por el fuego es cuando las impurezas salen, seguir adelante es muchas veces dificil, pero por Dios que vale la pena cuando tienes una causa por la cual vivir, y solo cuando estas dispuesto a vivir por una causa es que estas dispuesto a morir por ella.Me quitaron un titulo, pero no pueden quitarme la pasión, me quitan un puesto, pero no el lugar en el corazón de las personas que Dios me permitio ayudar, el camino es angosto, pero ese es el camino correcto, hacer lo correcto a pesar de... esa es la realidad de un Héroe. Tengo una causa justa por la cual vivir, nada puede quebrar mi voluntad, la pasión por ver jóvenes acercarse a Jesús me mueve, es mi combustible, mi relación con el me enseña a tocar su corazon, ¡estoy viviendo la máxima aventura de mi vida y nada ni nadie podrá evitar que la disfrute!
Sigamos adelante, Dios puede hacer unas hermosas flores en unas horribles manchas, el es quien pone hermosas rosas entre las espinas mas punzantes, ¡la revolución continua en el nombre de Jesús!
Bueno, esto lo escribí hace algún tiempo, trabajaba como líder de jóvenes en mi iglesia local, por algunos errorcillos que cometí me relevaron del cargo, no me dolió dejar el liderazgo, sin embargo no niego que me afecto la cantidad de mocos y lagrimas depositados en mi camisa por los jóvenes. Recuerdo haber escuchado a un joven recién llegado a la Igle del cual yo era amigo diciéndole al pastor: "¿Por que quita a papi?, ya se, quiere rayarse con nosotros en Playas del coco y como el lo impedía lo quito verdad" .
Fuera del dramatismo de esta situación que narre, cabe decir que no es mi intención decir esto para defenderme o para decir si lo que hizo el Pastor estuvo bien o estuvo mal, como decía un tipo del que leí:"De nada tengo mala conciencia, no por eso soy justificado".Quiero decir que menciono esto porque en la entrada inicial dije que la revolución continuaba, sin embargo no hice gran cosa para apoyar a los muchachos que había afectado en el campamento previo a mi relevo del liderazgo, quise hacer las cosas "bien", como lo dice la iglesia. No me pusieron en disciplina, al parecer no había razón ya que no estaba en una situación de pecado sexual o algo así, creo que el problema era que se me olvido decirle al nuevo Pastor que en los cultos de jóvenes se hacían dinámicas y actividades diferentes a la predicación expositiva, tal vez no fue por eso, el asunto es que tengo el peso en la conciencia de no haber sido mas amigo de los muchachos, y haberlos dejado ir...se lo del libre albedrío, pero son cosas que uno no deja de pensar, algunos me decían que ya no eran mi responsabilidad, que si los lideres habían tomado la decisión estaba en las manos de ellos cuidar de esos y jóvenes, que yo estaba exento de responsabilidad...no se porque esas respuestas baratas nunca me satisficieron lo suficiente...¿Que piensan?
Pues, qué te puedo decir....
Hay gente con la que, de cierta manera, uno se siente responsable porque los vio crecer en la fe o porque se convirtieron contigo o lo que sea. Sin embargo, como los niños que crecen, la gente madura (a veces) y se hace independiente, y allí la relación se hace horizontal, comunitaria. Nos hacemos co-responsables. Si sentimos sobre-protección, si aún queremos cobijar a los hermanos como si fueran niñotes, estamos en problemas.
Cuando hay una crisis de este tipo con expulsiones y dolor, lo mejor es dar un paso al costado (claro, es fácil decirlo pero difícil hacerlo; es complicado darse cuenta del momento justo). El modelo que funciona en la mayoría de iglesias latinoamericanas es vertical y gerencial: las decisiones se toman "arriba". A mí me costó muchísimo tiempo entender eso: si los pastores tienen ideas y concepciones sobre la iglesia con las cuales no estoy nada de acuerdo, y la situación se vuelve insostenible, pues lo mejor es salir. La misión de Dios tiene "trabajo" para todos en todas partes, y siempre encontraremos sitios dónde canalizar la revolución.
Uno, a fin de cuentas, sale de la iglesia local pero no pierde la amistad. Los contactos permanecen, las relaciones quedan. Siempre tendrás momentos para compartir con esas personas que te son importantes en un café, una visita, una cena, una cita. Allí, tú compartirás tu espacio de misión y ellos compartirán el suyo, y lo que se descubrirá es que a pesar de las diferencias lo que se glorifica siempre es el poder de Dios, especial para hacer grandes cosas a pesar de nuestras terribles metidas de pata.
Por lo tanto, no hay que aflijirse. Mi pregunta es: ¿has encontrado ese espacio en dónde avanzar en la revolución, donde tu espíritu y pasión de desarrollen? Si no existe ese espacio, allí sí estaría preocupado.
Un saludo para ti.
Hola gracias por responder
Nada que agradecer.
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