Se dice que vivimos en un mundo post-cristiano (Francis Schaeffer lo decía hace más de treinta años en los tiempos de guerra fría y hippismo en la primera línea de uno de sus libros más conocidos), fenómeno nuevo para nosotros. Está aflorando un tiempo en el que la civilización occidental participa en un proceso en el que los valores cristianos son considerados caducos. Tiempo de fundamentalismos pero a la vez de libertad de conciencia y pluralismo religioso que nos traen una proliferación de grupos atosigante; tiempo de globalización económica y cultural en donde se pisotean los valores nacionales y más aún regionales; tiempos de abundante literatura esotérica, de la autoayuda y del hedonismo en el que cada uno escoge en donde sea lo que piensa le sirve, y deja lo que considera le molesta, al estilo de un autoservicio; tiempo de frialdad en las relaciones humanas, de messenger y mensajes de texto. Todo lo anterior y más implica un desafío nuevo: el hecho de pensar en una civilización en la que la fe en Cristo no tenga una posición relevante en la composición de su esencia considerándola como valor del siglo o milenio pasado, y en la que debemos necesariamente ministrar.
Para afrontar este reto hay, sin embargo, un problema. La vida religiosa y eclesial por su propia naturaleza tiende a dogmatizar los usos y costumbres, estilos de trabajo, la teología enseñada en los púlpitos y salones de clase de las iglesias, y casi todo lo vinculado a la parafernalia religiosa. Existe, por ejemplo, la idea de que el ministerio a Dios sólo puede hacerse dentro de las cuatro paredes de una iglesia, y si consideramos otro tipo de posibilidades, como dedicarle más tiempo a alcanzar a inconversos por el simple método de la actividad amical, pues se nos tildará de poco espirituales y de mundanos. Las congregaciones han sido educadas en ese punto de vista, y queramos o no, todos somos hijos de nuestra formación. ¿Cómo exigirle que piense distinto a un hermano en Cristo al que por años sus pastores –que creen sinceramente que esto es correcto- le han dicho que el servicio a Dios se hace sólo en la iglesia, invirtiendo su tiempo sólo allí y dando sus ofrendas sólo allá?
Tendemos al dogma, es algo que no debemos olvidar. Dogmatizamos la homilética, la teología, la forma de hacer ministerio, la forma de hacer liturgia, la posición del pastor en la iglesia, el cómo debe ser un líder. Sin embargo, esto genera a la larga problemas bastante serios, y en este sentido vale la pena recordar la historia de Galileo Galilei.
Nicolás Copérnico diseñó un modelo del Universo en el que el Sol (y no la Tierra) estaba en el centro. La convención se estableció en el siglo II, cuando Tolomeo planteó un modelo geocéntrico utilizado por astrónomos y pensadores religiosos por muchos siglos. Copérnico diseñó el modelo heliocéntrico en su obra De revolutionibus orbium caelestium publicada antes de su muerte en 1543. Galileo adoptó la teoría heliocéntrica a comienzos del siglo XVII y publicó pruebas para apoyarla. Fue perseguido por la Iglesia católica por defender un modelo herético, pero en 1992 una comisión papal instalada por Juan Pablo II reconoció que la Iglesia se había equivocado.
En su momento, los profesores de filosofía se burlaron de los descubrimientos de Galileo, inclusive un profesor de Pisa le comentó a los Medici (que gobernaban Florencia y mantenían a Galileo) que la creencia de que la Tierra se movía constituía una herejía. En 1614, un sacerdote florentino denunció desde el púlpito a Galileo y a sus seguidores, escribiendo éste por ese motivo una extensa carta abierta sobre la irrelevancia de los pasajes bíblicos en los razonamientos científicos, sosteniendo que la interpretación de la Biblia debería ir adaptándose a los nuevos conocimientos y que ninguna posición científica debería convertirse en artículo de fe de la Iglesia católica. Leemos esto y es notorio que las cosas han cambiado sustancialmente.
En 1624 Galileo empezó a escribir un libro que quiso titular “Diálogo sobre las Mareas”, en el que abordaba las hipótesis de Tolomeo y Copérnico respecto a este fenómeno. En 1630 el libro obtuvo la licencia de los censores de la Iglesia Católica de Roma, pero le cambiaron el título por “Diálogo sobre los sistemas máximos”, publicado en Florencia en 1632. A pesar de haber obtenido dos licencias oficiales, Galileo fue llamado a Roma por la Inquisición a fin de procesarle bajo la acusación de “sospecha grave de herejía”. Galileo fue obligado a abjurar en 1633 y se le condenó a prisión perpetua (condena aminorada por la de arresto domiciliario), sentencia leída públicamente en todas las universidades. El Decreto de la Congregación del Santo Oficio declaraba que la afirmación de que el sol es el centro del universo, que no se mueve de oriente a occidente, que la tierra se mueve y no es el centro del mundo, es contraria a la Escritura e insensata y absurda en filosofía. Para nosotros esa declaración es hoy una ridiculez absoluta, pero nos muestra los niveles a los que llegamos, fundamentalistas en esencia, y no sólo en la Iglesia Católica.
Tendemos al dogma, pero Dios es sabio y ha diseñado las cosas de tal forma que ha permitido que reinterpretemos la teología y la forma en la que el ser humano lo ve según cambien los tiempos. Un autor de uno de los libros de texto más utilizados por los estudiantes de los seminarios, José Martínez, dice que “la hermenéutica no trata sólo de la interpretación de los textos sagrados. Su finalidad última debe ser guiarnos a una comprensión adecuada del Dios que se ha revelado en Cristo, la Palabra encarnada. Por eso su objetivo no debe limitarse a la intelección de unos escritos”. Esta comprensión de Dios va cambiando ya que la hermenéutica, que aglomera los métodos por los que debemos interpretar la Escritura, es un puente entre el escritor original, con su idioma, su cultura, su época, y el intérprete actual, con su idioma, su cultura, su trasfondo, su cosmovisión, que incluyen una concepción del mundo, del universo y de la ciencia. Cada exegeta tiene una visión de estas cosas y por evidentes razones esta perspectiva va cambiando con el tiempo. ¡Dios nos ha creado con la posibilidad de reinterpretarlo permanentemente! Su infinitud y nuestra finitud permite eso, afortunadamente.
Un sacerdote llamado Jorge Costadoat cree que el futuro del cristianismo está en función a la interpretación que los cristianos hagamos de Cristo. Piensa él: “¿[Los cristianos] serán capaces de abrirse a la nueva era, de encarnarse en ella, de correr con ella el riesgo del fracaso que la amenaza? ¿Podrán verter a Cristo en un arte nuevo, en una nueva moral, en una esperanza alternativa de mundo? No es aventurado pensar que si el cristianismo agota su creatividad, si opta por la falsa seguridad de la copia tradicionalista, por la condena a priori de cualquier novedad, si renuncia al Espíritu, no servirá más que como texto de estudio de arqueólogos o, en el mejor de los casos, ofrecerá sus templos de museo. La creatividad, como el Espíritu, es inherente al cristianismo. Sin el Espíritu, Jesús no habría inventado el camino de regreso a su Padre entre la Encarnación y la Pascua, pero tampoco habría sido posible la libertad que proviene de él para que el cristiano, alter Christus, haga su propia historia. La pertinencia de la fe cristiana depende de la teoría, pero en última instancia proviene del Espíritu que inspira en el cristiano, con originalidad, la praxis de Jesús. La fe en la Encarnación, en los tiempos nuevos, pide a los cristianos protagonismo”. Qué cierto que es esto.
El reto del siglo XXI implica abandonar vetustos tradicionalismos (porque los evangélicos también los tenemos, aunque mucho más sutiles y más difíciles de distinguir) que pueden indirectamente estar estorbando la obra de Dios –sino que lo digan los fariseos y saduceos- para posteriormente repensar la función de la iglesia en la sociedad, considerando que a fin de cuentas la iglesia es la sal del mundo. En la lucha del dogma contra la creatividad de la reinterpretación que Dios nos permite hacer de Él, debe prevalecer siempre lo segundo a lo primero a pesar de la oposición enérgica que siempre existirá y sabiendo que éste es un conflicto que está dentro de los planes de Dios.
Referencias
Jorge Costadoat S.J: “Un futuro para el Cristianismo”, Biblioteca de Consulta Microsoft Encarta 2003 (Microsoft Corporation) y “La Enciclopedia”, de Salvat Editores.
Para afrontar este reto hay, sin embargo, un problema. La vida religiosa y eclesial por su propia naturaleza tiende a dogmatizar los usos y costumbres, estilos de trabajo, la teología enseñada en los púlpitos y salones de clase de las iglesias, y casi todo lo vinculado a la parafernalia religiosa. Existe, por ejemplo, la idea de que el ministerio a Dios sólo puede hacerse dentro de las cuatro paredes de una iglesia, y si consideramos otro tipo de posibilidades, como dedicarle más tiempo a alcanzar a inconversos por el simple método de la actividad amical, pues se nos tildará de poco espirituales y de mundanos. Las congregaciones han sido educadas en ese punto de vista, y queramos o no, todos somos hijos de nuestra formación. ¿Cómo exigirle que piense distinto a un hermano en Cristo al que por años sus pastores –que creen sinceramente que esto es correcto- le han dicho que el servicio a Dios se hace sólo en la iglesia, invirtiendo su tiempo sólo allí y dando sus ofrendas sólo allá?
Tendemos al dogma, es algo que no debemos olvidar. Dogmatizamos la homilética, la teología, la forma de hacer ministerio, la forma de hacer liturgia, la posición del pastor en la iglesia, el cómo debe ser un líder. Sin embargo, esto genera a la larga problemas bastante serios, y en este sentido vale la pena recordar la historia de Galileo Galilei.
Nicolás Copérnico diseñó un modelo del Universo en el que el Sol (y no la Tierra) estaba en el centro. La convención se estableció en el siglo II, cuando Tolomeo planteó un modelo geocéntrico utilizado por astrónomos y pensadores religiosos por muchos siglos. Copérnico diseñó el modelo heliocéntrico en su obra De revolutionibus orbium caelestium publicada antes de su muerte en 1543. Galileo adoptó la teoría heliocéntrica a comienzos del siglo XVII y publicó pruebas para apoyarla. Fue perseguido por la Iglesia católica por defender un modelo herético, pero en 1992 una comisión papal instalada por Juan Pablo II reconoció que la Iglesia se había equivocado.
En su momento, los profesores de filosofía se burlaron de los descubrimientos de Galileo, inclusive un profesor de Pisa le comentó a los Medici (que gobernaban Florencia y mantenían a Galileo) que la creencia de que la Tierra se movía constituía una herejía. En 1614, un sacerdote florentino denunció desde el púlpito a Galileo y a sus seguidores, escribiendo éste por ese motivo una extensa carta abierta sobre la irrelevancia de los pasajes bíblicos en los razonamientos científicos, sosteniendo que la interpretación de la Biblia debería ir adaptándose a los nuevos conocimientos y que ninguna posición científica debería convertirse en artículo de fe de la Iglesia católica. Leemos esto y es notorio que las cosas han cambiado sustancialmente.
En 1624 Galileo empezó a escribir un libro que quiso titular “Diálogo sobre las Mareas”, en el que abordaba las hipótesis de Tolomeo y Copérnico respecto a este fenómeno. En 1630 el libro obtuvo la licencia de los censores de la Iglesia Católica de Roma, pero le cambiaron el título por “Diálogo sobre los sistemas máximos”, publicado en Florencia en 1632. A pesar de haber obtenido dos licencias oficiales, Galileo fue llamado a Roma por la Inquisición a fin de procesarle bajo la acusación de “sospecha grave de herejía”. Galileo fue obligado a abjurar en 1633 y se le condenó a prisión perpetua (condena aminorada por la de arresto domiciliario), sentencia leída públicamente en todas las universidades. El Decreto de la Congregación del Santo Oficio declaraba que la afirmación de que el sol es el centro del universo, que no se mueve de oriente a occidente, que la tierra se mueve y no es el centro del mundo, es contraria a la Escritura e insensata y absurda en filosofía. Para nosotros esa declaración es hoy una ridiculez absoluta, pero nos muestra los niveles a los que llegamos, fundamentalistas en esencia, y no sólo en la Iglesia Católica.
Tendemos al dogma, pero Dios es sabio y ha diseñado las cosas de tal forma que ha permitido que reinterpretemos la teología y la forma en la que el ser humano lo ve según cambien los tiempos. Un autor de uno de los libros de texto más utilizados por los estudiantes de los seminarios, José Martínez, dice que “la hermenéutica no trata sólo de la interpretación de los textos sagrados. Su finalidad última debe ser guiarnos a una comprensión adecuada del Dios que se ha revelado en Cristo, la Palabra encarnada. Por eso su objetivo no debe limitarse a la intelección de unos escritos”. Esta comprensión de Dios va cambiando ya que la hermenéutica, que aglomera los métodos por los que debemos interpretar la Escritura, es un puente entre el escritor original, con su idioma, su cultura, su época, y el intérprete actual, con su idioma, su cultura, su trasfondo, su cosmovisión, que incluyen una concepción del mundo, del universo y de la ciencia. Cada exegeta tiene una visión de estas cosas y por evidentes razones esta perspectiva va cambiando con el tiempo. ¡Dios nos ha creado con la posibilidad de reinterpretarlo permanentemente! Su infinitud y nuestra finitud permite eso, afortunadamente.
Un sacerdote llamado Jorge Costadoat cree que el futuro del cristianismo está en función a la interpretación que los cristianos hagamos de Cristo. Piensa él: “¿[Los cristianos] serán capaces de abrirse a la nueva era, de encarnarse en ella, de correr con ella el riesgo del fracaso que la amenaza? ¿Podrán verter a Cristo en un arte nuevo, en una nueva moral, en una esperanza alternativa de mundo? No es aventurado pensar que si el cristianismo agota su creatividad, si opta por la falsa seguridad de la copia tradicionalista, por la condena a priori de cualquier novedad, si renuncia al Espíritu, no servirá más que como texto de estudio de arqueólogos o, en el mejor de los casos, ofrecerá sus templos de museo. La creatividad, como el Espíritu, es inherente al cristianismo. Sin el Espíritu, Jesús no habría inventado el camino de regreso a su Padre entre la Encarnación y la Pascua, pero tampoco habría sido posible la libertad que proviene de él para que el cristiano, alter Christus, haga su propia historia. La pertinencia de la fe cristiana depende de la teoría, pero en última instancia proviene del Espíritu que inspira en el cristiano, con originalidad, la praxis de Jesús. La fe en la Encarnación, en los tiempos nuevos, pide a los cristianos protagonismo”. Qué cierto que es esto.
El reto del siglo XXI implica abandonar vetustos tradicionalismos (porque los evangélicos también los tenemos, aunque mucho más sutiles y más difíciles de distinguir) que pueden indirectamente estar estorbando la obra de Dios –sino que lo digan los fariseos y saduceos- para posteriormente repensar la función de la iglesia en la sociedad, considerando que a fin de cuentas la iglesia es la sal del mundo. En la lucha del dogma contra la creatividad de la reinterpretación que Dios nos permite hacer de Él, debe prevalecer siempre lo segundo a lo primero a pesar de la oposición enérgica que siempre existirá y sabiendo que éste es un conflicto que está dentro de los planes de Dios.
Referencias
Jorge Costadoat S.J: “Un futuro para el Cristianismo”, Biblioteca de Consulta Microsoft Encarta 2003 (Microsoft Corporation) y “La Enciclopedia”, de Salvat Editores.
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