viernes, 23 de julio de 2010

Dejados atrás (25)

Los primeros en entregarnos a la iglesia somos aquellos que hemos tomado a la congregación para llenar nuestros vacíos (mi caso), sin darnos cuenta que estamos ante una moledora de carne que nos triturará si nos salimos de la línea. Al principio, todo será excelente mientras te mantengas en regla, pero si un día objetas al clero y, como el clero está convencido de tener la razón ―considera que las voces opositoras vienen del diablo―, eliminarán la disidencia en una especie de cruzada personal. El opositor se convierte en sarraceno jerosolimitano que debe ser expulsado. El fin justificará los medios. “No me importa quienes se vayan. Vendrán otros, la cosa es mantener las cosas como están”. Increíble cómo la iglesia, en vez de curar, destruye. Nos pasó a los miembros de nuestro grupo de reflexión, pero sé que también le ha sucedido a incondicionales al pastor, que decidieron marcar distancia por cuestiones diversas, recibiendo tras su salida un trato frío, con mentiras incluidas con el fin de guardar las apariencias ante los demás. Ellos, convencidos de minimizar los daños a la iglesia por amor a los hermanos, optaron por el silencio, pero así han perpetuado la disfuncionalidad corrosiva que dirige las acciones del clero.

La cuarta característica que puedo observar del pastor titular es su fuerte tendencia a la espiritualización, que lo ha convertido, en la práctica, en un oráculo. Con frecuencia enfatiza los largos tiempos de oración que tiene, comentando sobre sus momentos de intimidad y cercanía con Dios donde la misma Divinidad le habla. Afirma siempre que sus decisiones las toma luego de mucha reflexión y largos momentos de oración. Bien por eso. Sin embargo, cuando las experiencias místicas de los momentos de oración se convierten en el validador de las decisiones, el dominio de la subjetividad se hace muy grande. ¿Habla Dios o habla mi yo? Me hace acordar a aquel joven que un día le dijo a una chica: “Dios me ha dicho que tú debes ser mi enamorada”, aunque ella nunca oyó alguna voz celestial. Es claro que en este caso “Dios” eran las hormonas y la calentura. Por ello se hace perentoria la validación de los “mensajes”, y la manera más fácil de contrastar si realmente Dios habló es mediante los resultados al estilo del testeo de la voz profética (Deut. 18.21-22). Aquí el pastor titular tiene sendas derrotas. Para muestra dos botones. El primero es el caso que ya conté respecto a los tremendos errores que cometió al contratar al reemplazante del pastor de jóvenes de la década del noventa. Una desgracia total, ―según él, bajo la venia de Dios, por supuesto―. El segundo es un caso más actual y más sensible. Es la compra del nuevo templo.

Fue el pastor titular el que insistió que se compre el local donde la iglesia funciona ahora porque así Dios se lo había dicho. Yo pude ver las proyecciones financieras del proyecto de compra. Un riesgo tremendo, porque se estimaban los flujos proyectados en base a los aportes voluntarios de unas pocas personas, las más pudientes de la iglesia, de las que no tienes la seguridad de que permanezcan en los próximos años. Además de esto, el pago mensual al Banco por el préstamo implicaba un porcentaje alto de los gastos futuros de la iglesia. ¿Y si el flujo de diezmos y ofrendas decae? El pastor afirmó con seguridad que las dudas financieras eran una simple señal de falta de fe, dudas de la provisión y el poder de Dios. “Las finanzas de Dios se manejan bajo otros parámetros” le dijo a algunas personas. En estricto, el proyecto de compra jamás debió realizarse, pero el pastor titular insistió con él con terquedad, en una decisión espiritualizada, subjetiva. Hoy, los diezmos se han reducido y la iglesia sufre para afrontar sus gastos corrientes, acumulando diversas deudas. ¿Las finanzas de Dios incluyen esos desórdenes? Evidentemente en el tema del templo al pastor titular no le habló Dios sino su ego: quería ser el constructor del templo, mostrarse con su obra ante el resto del clero de la denominación, ser el más importante. Todo, sustentado en una espiritualización falsa, que le colocó un barniz de santidad a su deseo.

La quinta y última característica que puedo observar es el exquisito dominio del pastor titular de la manipulación a los miembros de la iglesia. Percibo varias aristas en las prácticas manipulatorias. La más evidente es su uso de las prédicas dominicales con fines distintos a los que menciona Orlando Costas , cuando reflexiona sobre los caracteres de la homilética: teologal (el conocimiento de Dios como fin de nuestra predicación, más allá del simple evangelismo de primer nivel), cristológico (Cristo como eje debido a su papel de mediador de un nuevo pacto. Ver Hch. 8:5, 35; 9:20; 10:36, 1 Cor. 1:23, 2 Cor. 4:5), evangélico (se anuncia preminentemente la actividad de Dios en Cristo a favor de la humanidad), antropológico (el hombre como receptor por excelencia del mensaje), eclesial (el contexto de la predicación es la iglesia y está íntimamente atada a la existencia y misión de ésta), escatológico (la predicación pertenece a los sucesos de los últimos tiempos ―porque, por si acaso, ya en tiempos neotestamentarios se pensaba que se estaba en los postreros días. Ej. 1 Jn. 2:18― y confronta al hombre con sus realidades futuras), persuasivo (mediante la predicación se convence a los hombres de entregarse completamente al Señor), espiritual (es un acto testificante del Espíritu Santo) y litúrgico (la predicación unifica la adoración pública, hace contemporánea la victoria del evangelio y provee el tema del culto).

Predicar es una tarea de gran responsabilidad. La multiplicidad de aristas de la predicación se resalta cuando Santiago escribe que “nos nos hagamos muchos de nosotros maestros, porque recibiremos mayor condenación” (Sgo. 3:1). A pesar de lo delicado de la advertencia, puede pasar que a veces la experiencia nos juegue una mala pasada. Me explico. En economía existe un concepto llamado marginalidad. ¿Qué quiere decir? Imagina que eres una persona estás en un día de más de cuarenta grados de calor y te mueres de sed. Buscas una Inca Cola. La primera te sabe a gloria, la mejor sensación del mundo, pero quizá la novena no la podamos beber. Esta es una forma de entender la marginalidad: la utilidad de los bienes consumidos disminuye gradualmente mientras sigamos consumiendo el bien, hasta que, quizá, en un momento se haga cero o incluso negativa.

La marginalidad se aplica al púlpito, la predicación y la experiencia del pastor titular. Seguramente sus primeras prédicas las preparó como si se fuera a exponer frente al mismo Jesucristo, pero poco a poco esta emoción inicial se fue perdiendo, y luego de veinte años ya estaba en piloto automático. Puede ser un excelente orador, pero movido por la inercia, por la degeneración. Ya no mira a Dios como antes, ha olvidado lo que la predicación es. El sermón se ha vuelve seco, repetitivo, laxo, emocionante para el recién llegado pero árido para el cristiano con algo más de recorrido por el camino de la fe que se conoce hasta las bromas que hará el pastor junto a la anécdota graciosa que cuenta (y tal vez el libro de donde las saca). El sermón se convierte en una tribuna para la corrección de la congregación cada domingo, para la expresión de sus opiniones particulares sobre cualquier tema o persona, con frecuencia sesgadas y sin conocimiento de causa pero supuestamente con justificación bíblica. Desde el púlpito el pastor habla de una situación “supuesta” introducida en su prédica, cuando en realidad es el problema que en la semana aquejó a algún miembro de la congregación. ¿Habla sobre la fidelidad a la mitad de un sermón sobre la fe? Descubrió algún marido infiel. ¿Sobre la violencia familiar cuando el tema es la navidad? Algún ujier golpea a su esposa. En este nivel ya el púlpito se ha devaluado, el valor marginal de la predicación ya es negativo. Lamentable hasta las lágrimas. Se perdió la brújula. Quizá donde con más frecuencia se utiliza mal el púlpito es cuando se lo usa para presionar sobre el diezmo, asunto sumamente recurrente en los discursos pastorales.

Aunque las prédicas del pastor titular son estructuradas y coherentes, la marginalidad ―fruto de sus más de treinta años de experiencia― hace que sus sermones sean masticados, unidireccionales, sin nada para pensar. Todo es conclusión, todo está resuelto, no se permite la apertura de pensamiento, no brinda opiniones discordantes, jamás insinúa una diversidad de perspectivas. Por lo tanto, hace a la gente dependiente, convencida de que recibirán la verdad de él como conducto preferente: la mente crítica no cabe en su modelo. Es como un dador de la ley, al estilo de Moisés. Su palabra debe seguirse, sin discusión, aunque no está liberado de polémica, en especial cuando trata cierta temática como la de la homosexualidad, donde el pastor titular tiene una opinión sumamente conservadora e intransigente. Para hacer el circuito completo, es reacio a que la gente interactúe con hermanos o pastores de otras iglesias. Este recelo no es exclusividad del pastor titular sino un mal generalizado que he observado en diversas denominaciones. El contacto con otras realidades podría “abrir los ojos” de algunos laicos o, al menos, generar cierto pensamiento crítico, una escandalosa “mala palabra” del fundamentalismo.

Otro mecanismo de manipulación que observé es la política de mantener al laicado en ignorancia. Aunque es verdad que suele existir cierto desinterés en conocer los detalles del funcionamiento de la iglesia, tampoco es que el pastor titular esté incentivado a que exista un involucramiento de los laicos en las dinámicas operativas y menos en la toma de decisiones. Por ejemplo un día eliminaron el consistorio y la gente prácticamente no se dio cuenta de lo que sucedió. Le preguntas a alguien que estuvo presente en la asamblea sobre por qué razón votó así y no tiene ni idea. Pocos sabían exactamente qué estaba pasando. ¿Exceso de confianza? ¿Dejadez? A algunos les conviene que las cosas sean así, y se han aprovechado de la situación.

1 comentario:

paul dijo...

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