Jesús comienza su ministerio de manera abierta en algún paraje del río Jordán cerca a Betábara (Jn. 1.28), cuando su primo Juan el Bautista, de ya exitoso ministerio a esas alturas del partido, lo bautiza a pesar de su oposición totalmente razonable: “Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” (Mt. 3:14). El evangelista Lucas es más detallado sobre lo que había significado Juan el Bautista para su nación predicando casi sin nada en el desierto palestino, mendicante, sucio, pero con un giño gigante hacia la figura de uno de los profetas más grandes del Antiguo Testamento: Elías. El pueblo desesperado por la pobreza extrema, la violencia y los romanos, se vuelca a él, se entusiasma esperanzado de que quizá fuera el Mesías tan añorado, el que los liberaría del yugo opresor que los aplastaba. “Yo no soy el Cristo” (Jn. 1:20) les dijo de manera directa a los representantes del poder religioso local. Sin embargo, anuncia que aquel a quien ni siquiera puede atar las correas de su calzado anda por allí, entre la gente. Era, pues, inminente la llegada de un nuevo orden espiritual, de magnitudes impensables, que incluso abrió los cielos el primer día (Mt. 3:16).
Cristo se bautiza, y pronto consiguió sus primeros discípulos según el relato juanino. Rápido se fue al desierto, a una dura jornada de ayuno, cosa poco común en nuestros tiempos tan edulcorados de malls repletos de consumismo y redes sociales adictivas. ¿Por qué hacerlo? No era tampoco un ayudo en reclusión, al amparo de la sombra, era en el sol furioso de medio oriente, que aturde inevitablemente. Luego de un tiempo largo, larguísimo, dice el evangelio que se acercó el tentador (Mt. 4:3a), quien de manera directa reta la naturaleza especial de hijo de Dios que tenía Jesús. Satisface tu hambre –porque tienes mucha-, deja que el Dios Padre te salve si te lanzas al vacío –lo dice la Biblia-, adórame –pero no gratis. ¡Tendrás poder!-. No eran cosas sencillas de resistir este apetitoso triplete. Demasiados han caído a través de la historia.
Debemos ir mucho más allá de concentrarnos en la literalidad simple del texto, ya que es evidente de que no hay montaña desde la que pueda verse todo el mundo y tampoco era cosa simple el acceder al pináculo del templo de Jerusalén. La combinación del desierto, la soledad, el poderoso ejercicio espiritual previo al inicio del ministerio de Jesús nos dice algo en extremo claro, con una obviedad extrema: hasta para Cristo, el Emmanuel, el combate fundamental se gesta en uno mismo; en nuestro corazón se da el conflicto más importante de todos, donde resistimos, cedemos o morimos. Ya es claro el por qué Cristo se fue al desierto antes de la tarea tan enorme que ya estaba comenzando. Yo casi nunca fui a ese lugar de catarsis y templaza, y cuando lo hice fue para vivir otro tipo de aridez, muy distinta a la que sirve para aproximarnos a Dios.
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