sábado, 4 de diciembre de 2010

"Soy indispensable"

Eso es lo que cree mucha gente, usualmente si son líderes de organizaciones de muy diferente calibre, cuando pretenden mantenerse en el control del poder por toda la vida si pudieran. Los argumentos son muy diversos, yendo desde la justificación por eso del “vox populi, vox dei” de los dictadores a la solemnes citas eclesiales de dogmas vetustos, leyes anacrónicas o palabras profético-inspiracionales que dicen, serias, que organismos como la iglesia no son instituciones humanas, que eso de democracia no existe allí, que en el fondo las balotas y ánforas no son voluntad de Dios. Si no, las votaciones estarían en la Biblia, pues, me dijo un día una hermana con aplomo marcial.

Sé que el tema de reelecciones puede ser complejo en algunos estamentos. A mi entender, organismos de base democrática deben tener, necesariamente una sana rotación de mandos, por cuestiones de productividad, sanidad y permanencia en el tiempo. La gente también se deprecia –por decirlo en alguna manera-, se cansa y pierde creatividad. Necesita renovarse y no lo conseguirá haciendo lo mismo. Además, el deseo de poder nos va comiendo por dentro y nos transforma lentamente. Nuestros políticos, en todos nuestros países, son un triste ejemplo de eso: demasiados están deformados por su ambición. La renovación, insisto, es fundamental. Por ello, por principio, no deben existir reelecciones en instituciones que se precien de democráticas. Al menos, no inmediatas -sin jugarretas como la que quisieron armar los Kirchner en Argentina, con su idea de la alternancia-.

¿Y aquellas instituciones que no se sustentan en cimentos democráticos? Ya se manejarán por sus propios estatutos. ¿Debe ser la iglesia democrática? Difícil cuestión, agravada por el hecho de que simplemente es imposible encontrar en texto sagrado referencias a regímenes que no estaban inventados en la sociedad en la que surgió la iglesia y peor aún porque el sensus plenior, es decir, cuánto de las prácticas antiguas pueden ser aplicadas en la iglesia moderna, palidece en el tema de la organización eclesial. Si nos remitimos simplemente al texto bíblico, tenemos demasiado poco. Muchas interpretaciones caben en una iglesia primitiva que se fue haciendo a sí misma sobre la marcha.

La práctica muestra distorsiones en dos sentidos. Estamos llenos de pastores tiranos que manipulan con descaro al laicado y nos sobran congregaciones gamonales, que creen que su clero está para hacer lo que ellos quieren. He conocido de ambos y son igual de nocivos. Ambos extremos desangran la iglesia. Por lo tanto, hemos de migrar a esquemas intermedios, donde se controle el hambre de poder pastoral y congregacional, llevando todo a un equilibrio sano, donde ninguno domine, ayudándose mutuamente los unos a los otros. Suena difícil, pero hemos de aventurarnos en ese sentido. Ambos extremos deben ceder poder a los otros, sin temor ni falsos argumentos. Si la iglesia es de perfil dictatorial –el mayoritario-, el pastor debe olvidarse de que él sólo responde ante Dios (una real falacia, nada más que una mentira), entender que todos somos templo del espíritu, que el sacerdocio es de todos los creyentes, y considerar a la congregación no como niños, sino como adultos que también puede tomar decisiones igual o mejor que él. Por lo tanto, las asambleas tomarían una relevancia mayor dejando de ser un saludo a la bandera, una formalidad necesaria, para pasar a ser el principal centro de toma de decisiones. Lo mismo con cuerpos pastorales y alguna otra reunión que se tenga. Todo debería ser más abierto, transparente y horizontal. La información debe compartirse (excepto, por supuesto, la sensible, como la que corre en las sesiones de consejería) a todo nivel, como ya se hace en los tiempos modernos de Wikileaks y redes sociales. Es imposible resistirse a esta tendencia que, realmente, le hará un poderoso bien a la iglesia: el predominio de la horizontalidad y la bendita transparencia.

Si la iglesia es de perfil dictatorial, el pastor debe darse cuenta que el llamado no es único, sino que lo tenemos todos. La iglesia es de todos y no existe la indispensabilidad. Esto va en contra del llamado de Jesucristo que nos animaba a ser siervos, lavando los pies del resto. El mundo no se acabará sin el pastor y, realmente, la iglesia continuará sin él aunque no lo parezca. Por lo tanto, no debe tener miedo a cambiar, a decir “es hora de otros aires”, a ceder su posición a otra persona de visión renovada. Siempre hay alguien. Siempre.

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