Es verdad que a veces parece que Dios está inerte, observando en silencio cómo los seres humanos nos vamos a mierda por culpa de nuestras miserias que conviven junto a los deseos perversos y egoístas que nos inundan. Debo reconocer que ese silencio que Dios parece prodigar desconcierta y atonta, desespera y consume, nos desintegra en sensaciones de desamparo y soledad, sin saber qué hacer o qué decir. Los bibliamaniáticos nos atosigan con sus referencias literales de la Biblia ―porque Dios ya habló allí y por esas páginas están las respuestas a todo―, con cierta frecuencia inaceptables ya que toleran el odio a lo diferente, nos ametrallan con mensajes del fuego consumidor de sus interpretaciones apocalípticas y fomentan la segregación religiosa: yo salvo y santo, tú perdido. Por supuesto que la Biblia es revelación de Dios, pero si de verdad creen que Dios y el diablo hicieron una apuestita con Job de por medio y piensan que eso pasó de verdad, estamos en problemas. No es sorpresivo que la teología resultante, tan carente de amor y tan llena de armas de destrucción masiva, sea rechazada por millones de personas (aunque tristemente aceptada con fuerza en nuestra Latinoamérica) y no resista un contraste serio y desapasionado con las palabras de vida del Maestro. La botaríamos a la basura al enfrentarla con el amor que Cristo predicó en las tierras palestinas.
Algo que debemos recordar es que la forma de comunicación de Dios con su imagen y semejanza (Gn. 1:26) no se limita al propio texto contenido en la Biblia, sino que tiene muchos otros conductos. Por ejemplo, nosotros mismos, los cristianos, somos cartas vivientes que con nuestro actuar mostramos a Dios (2 Co. 3:2-3) porque Su ley está escrita en nuestros corazones (Heb. 8:10, Rom. 2:15.). Y en verdad esto tiene cierto sentido. Si el Espíritu Santo mora en nuestros corazones (1 Cor. 3:16, Rom. 8:9, Eze. 36:27) porque hemos sido justificados por la sangre de Jesucristo derramada en la cruz, ¿no tendrá eso un efecto en nuestra forma de ver del mundo, en nuestra cosmovisión, en nuestro actuar? ¿Nuestro caminar no sería, en cierta forma, si estamos más o menos en sintonía con Él, el caminar de la trinidad? ¿En vano no somos embajadores (2 Cor. 5:20) llamados a reconciliar el mundo? Al menos, en teoría, sí. Que en la práctica no suceda es otra cosa.
Entonces, el cristiano es revelación viva, pero podemos ir un poco más allá. Liberándonos del maniqueísmo que divide al mundo entre los buenos-y-santos-que-irán-al-cielo y los desgraciados-pecadores-que-irán-al-infierno, por encima de todo está la condición humana de imagen y semejanza del creador que se manifiesta en especial en nuestra alma y nuestro espíritu. Somos imagen y semejanza porque compartimos una parte del ser de Dios de manera contingente, y somos imagen y semejanza porque nuestra actividad refleja a ese Dios creador, y esto no depende de nuestra condición soteriológica. Esa especial cualidad, venida de nuestra propia naturaleza, hace que nuestra vida en su propia cotidianeidad, en sus ideas y vueltas, en dolores y quebrantos, en júbilos y desbordamientos, almuerzos y cenas, en aburrimientos y monotonías, en esclavitudes y vicios, en cárceles y enfermedades, en el norte y en el sur, en inglés y castellano, en sombras de muerte y agonías, en crisis y fracasos, en éxitos y victorias, en palacios y chozas, sea una fuente de donde también podemos ver a Dios. Podemos ver a Dios en un atardecer al lado del acantilado pero también en los ojos de un niño haitiano huérfano o en el de un trabajador agrícola de las punas peruanas, y lo podemos ver, también y de manera harto distinta, en la enfermedad injusta y en la postración inmisericorde: una palabra divina puede nacer desde nuestras propias tripas. Nuestra experiencia de vida es, en cierta medida, fuente de la revelación de Dios, que complementa a las otras y que jamás debe ser despreciada como insignificante o de poco valor, como se hace con tanta frecuencia.
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