jueves, 29 de abril de 2010

Dejados atrás (12)

A fines de 2004 un amigo acabó la universidad y consiguió su primer trabajo en una compañía a dos cuadras del banco en donde laboro. Rápidamente coordinamos para almorzar y sin querer lo comenzamos a hacer con frecuencia, dos veces a la semana en promedio hasta mediados de 2006. En esas conversaciones ambos ―vale la pena mencionar que este amigo es con quien tuve la mayor sincronía en temas teológicos y bíblicos―, descontentos con nuestra iglesia local, iniciamos reflexiones sobre una iglesia nueva, diferente, renovada. Yo estaba en blanco, dolido por los conflictos del año anterior y muy desconcertado. No sabía qué pensar ni cómo armar esa iglesia que pensábamos. Era como si me hubieran dicho que todos los conocimientos adquiridos en la universidad ya no servían de nada y, por lo tanto, no tenía herramienta alguna, como si no tuviera profesión. Es en este escenario que decido comenzar un blog que se centrara en cuestiones eclesiológicas, bíblicas, teológicas y personales, que me permitiera hallar lo perdido. Siempre para mí el acto de escribir fue un ejercicio de catarsis, que me facilitaba conocerme a mí mismo y, al mismo tiempo, me consentía pensar, desarrollar, crear. Busqué hacer el blog para tratar de encontrar la senda que marque el nuevo rumbo teológico que llevaría mi vida al próximo nivel. Debo reconocer que el 2005 divagué mucho porque estuve en un proceso de digestión de mucha nueva información, de acomodo, pero luego empecé a darle forma a mis ideas.

Mi magno desconcierto motivó al amigo recién graduado, en uno de los almuerzos en el comedor del banco, a invitarme a un curso que él estaba tomando y que quizá me interesaría, hasta podría ser útil en mi búsqueda desesperada. Yo estaba muy decepcionado de la educación teológica limeña, pero él me dijo que donde llevaba el curso las cosas eran un poco distintas. Así entré a estudiar, sin querer queriendo, una maestría en misiología. Admito que tenía muchos prejuicios por mi poco interés en las misiones transculturales, pero pronto eso cambió. ¡Encontré un sitio en donde me retaron intelectualmente! No había masas de ovejas que repitieran lo dicho por el profesor sin protestar ni opinar, ni profesores que dictaran durante dos horas ni individuo que suspendiera exámenes finales repitiendo la nota del examen parcial. Había mucha lectura, mucha conversación, muchos trasfondos cristianos que podían estar en la mesa aprendiendo los unos de los otros. Yo estaba en mi isla aislada de la civilización, y jamás tuve la oportunidad de encontrarme con personas de otro contexto cristiano de la manera que lo estaba haciendo allí, por lo que se hizo sencillo que se derrumbaran muchos prejuicios arrastrados de mi postura denominacionalista. Ese ambiente dialogante fue esencial. Descubrí una vasta literatura que hasta ese momento era desconocida para mí: Bosch, Padilla, Miguez Bonino, Barth, Sicre, Pagola, José María Castillo, Paredes, Escobar, Orlando Costas, Kuzmic, Steuernagel, Stam, Sobotka, Bullón, Justo Gonzales, Alberto Gonzales, Juan A. Mackay, Emilio Antonio Núñez, Stott, Yamamori, Eliade, Stoll, Voth, Marzal, In Sik Hong, Darío López, Theissen, Ladd, Brunner, Van Engen, Gustavo Gutierrez, Bastian, Pablo Deiros, Sayés, Schokel, Walls, Bonhoeffer, Bultmann, y tantos otros que abrieron mis perspectivas a lugares desconocidos, inexplorados, llenos de ricas vetas de las que podría extraer todo lo que quisiera. Comprendí que todo lo que sabía ―inservible en ese momento― era algo pequeño, como un pequeño glóbulo blanco comparado con el cuerpo entero. Pero, por sobre todas las cosas, entendí que debía crear por mí mismo una teología personal, propia, arraigada a los míos y a mi contexto, y que contaba con las armas y el talento para hacerlo porque la reflexión teológica es una de mis vocaciones. Pero, ¿de dónde partiría? No estaba seguro. Necesitaba cavilar mucho, así que empecé a hacerlo con intensidad inusitada, como si se me acabase el tiempo, como si mente tuviera una fecha de vencimiento.

En cierta manera, el amigo recién graduado me salvó la vida.

La teología que nace de escritorios repletos de libros o de la herencia misionera sin una pizca de reflexión está muerta. La mejor teología nace de las vísceras, el dolor, la pena, la destrucción, la miseria, la contradicción, la enfermedad, la cercanía a la muerte, la llegada de la vida, la desesperación, la cercanía al pecado. Se construye mejor con el olor a ceniza que emanando Chanel; anda mejor descalza que en automóviles de último modelo; se expresa mejor desde pabellones de hospitales públicos que en conferencias en hoteles de cinco estrellas. Era algo que sabía. Por lo tanto, ¿de dónde podía nacer mi teología? Dada la crisis que estaba viviendo, el punto de partida era el conflicto, el diferendo con la institución y su gremio clerical que defendía su posición diciendo que un ataque contra ellos era un ataque contra la seguridad de la iglesia. Que decir algo contra ellos era como atacar al mismo Cristo. Por lo tanto, la génesis fue la eclesiología. Reconocí mis antecedentes, entendiendo a mi iglesia de una manera diferente por su raíz fundamentalista, conservadora, teológicamente de derecha e hija de un avivamiento en los setentas muerto hace bastante tiempo; a la vez me concentré en dos puntos iniciales: el poco interés por asuntos sociales en detrimento de un enfermo evangelismo masivo, y el liderazgo evangélico. Al leer ampliamente sobre la casuística latinoamericana y conocer mediante el blog a una comunidad virtual de cristianos que compartía mis búsquedas y sentimientos, que desde México a la Argentina experimentaba conflictos tan similares a los míos, me di cuenta que el problema era como una metástasis que había que combatir antes que nos devore completamente. Mis dos amigos renunciantes tenían toda la razón: ellos vieron el camino primero, me lo enseñaron, y ahora lo corroboraba. Comencé la construcción de un nuevo concepto de iglesia, lejos de institucionalismos, rígidas formas, tradicionalismo irracional; cerca de la informalidad, al lado de la propia gente, respetando el principio reformado del sacerdocio de todos los creyentes.

Tan claro tuve eso en ese momento que entendí que mi vida cristiana futura iba por ese lado: trabajar en mi sociedad cristiana y secular pensando siempre en una visión integral de las cosas. No sólo espiritual, no sólo material. Lo comencé a buscar en el blog tímidamente, pero al principio sin mucha fuerza. Mi seguridad era tal que rechacé una propuesta muy interesante. A mediados del año, el pastor titular de la iglesia se me acercó y me dijo:

No puede ser que una persona como tú, que estudia una maestría en misiología, no esté haciendo nada en la iglesia. Es un desperdicio. Mira Abel. Piensa en lo que más te agrade, en lo que tú quieras, y eso harás.

Yo tenía otras cosas en mente, pero si lo vemos objetivamente, podía haber usado esa posibilidad para poner en práctica mis nuevos pensamientos dentro de mi propia iglesia. Podía, inclusive, pedir que todo lo que hiciera quedara fuera de la esfera del pastor de jóvenes, y probablemente me hubieran aceptado eso. Era una gran oportunidad. Sin embargo, la herida aún estaba abierta, y no me sentía listo para entrar a servir en la iglesia nuevamente. Yo diferí la respuesta unas semanas, y por mi silencio el pastor me hizo otra propuesta más específica: ayudar en uno de los ministerios vinculado a la enseñanza de finanzas cristianas a empresarios, ejecutivos y profesionales. Fui a una de las reuniones, pero sentía que no era lo mío, que no estaba acorde a mis nuevas perspectivas. Mi presencia allí podía haber sido útil, pero me sentía con una motivación nula. Hubiera sido igual en cualquier sitio: ya era un cristiano sin iglesia, aunque no lo sabía.

Lo siento, pastor. Tengo que decirle no a su propuesta. Por ahora prefiero estar como estoy hasta sentir que el momento de regresar haya llegado.

Desconcerté al pastor titular porque él no está acostumbrado a que le digan un no por respuesta. Si él oró a Dios, y sintió que la idea de convocarme venía de Dios, se presume que mi respuesta siempre tiene que ser positiva. ¿Qué significaba mi no para él? Seguro le sugirió un profundo estado pecaminoso en mí, o un resentimiento severo, o una terca actitud rebelde. Qué se yo. Nunca más insistió en una propuesta de ese tipo. De hecho, mi respuesta negativa le fastidió mucho.

Los dos renunciantes, el recién graduado, los estudios nuevos y el blog marcaron el inicio de un despertar. Sin embargo, para ser completamente libre necesitaba despojarme de todo el pasado, de la mochila llena de piedras que no quería abandonar aunque ya pesaba demasiado. Algunas ideas necesitaban ser cambiadas con urgencia por su extrema importancia. Tuve una revolución eclesiológica pero me hacía falta una más profunda, que tenía que ver con una concepción nueva de la naturaleza de Dios. Lamentablemente el aprendizaje vino con la peor experiencia de mi vida: la enfermedad y muerte de mi hermano.

lunes, 26 de abril de 2010

Dejados atrás (11)

El otro sendero

En paralelo con mis jaleos con el nuevo pastor tanto en el aspecto personal como en lo referido a los adolescentes, los integrantes del liderazgo del grupo de jóvenes tuvieron sus propios conflictos con él. Ellos estaban al mando de un amigo que había logrado cohesionarlos de tal forma que, de acuerdo a la libertad que nos regía, hacían sin inconvenientes todas las tareas propias del ministerio sin contratiempos. Eran incondicionales a su líder, que estaba entregado por completo a ellos, con amor sin condiciones, con una pasión que yo jamás pude alcanzar. De verdad eso era algo que me alegraba profundamente. Siempre es un gozo ver crecer en la fe a los amigos, y más si en ese camino se avanza colaborando con la obra cristiana en el mundo. El solo hecho de observarlos levantaba mi ánimo.

Estos jóvenes eran en extremo independientes y democráticos, malísimas palabras para los pastores que siempre enseñaban que la iglesia no es una democracia sino una teocracia ―donde, por supuesto, a ellos les correspondía un poder por delegación―. Las decisiones las tomaban permanentemente en conjunto y, a veces, luego de largas discusiones que, valga la pena decir, no generaban nunca diferendos ni rencillas personales. Sin embargo, cuando llegó el nuevo pastor rápidamente llegaron los conflictos, en especial cuando determina sacar al líder ―nunca olviden: el pastor tiene la última palabra; nadie debe hacerle sombra. Si alguien lo hace es mejor que se haga a un lado― y pone en su reemplazo a otra persona del mismo grupo, provocando a la vez un cataclismo y un pequeño cisma porque quiebra al comité, trastocando en un segundo los ánimos de los ahora convertidos en opositores. A partir de ese momento, todo se mediría según la barra de la resistencia, y las cosas se destinaron al roce del metal contra metal. Constantemente escuchaba quejas interminables que yo entendía a la perfección. No tenían la culpa de que les trajeran a alguien que no podía actuar con sensatez por la inseguridad que lo comía por dentro.

Recordando esa época, llego a la conclusión de que quizá eso era lo que quería el nuevo pastor de jóvenes: una olla de grillos. Ver tanta independencia le molestaba, no sabía cómo lidiar con la emancipación, y le desesperaba no tener el control. Una de sus opciones era el dialogo con aceptación y adaptación mutua, pero otra alternativa era el duro camino de agotar a los líderes y provocar su partida por puro cansancio. Total, la iglesia es grande, y siempre habrá gente dispuesta a colaborar en la obra del Señor, sobre todo si hay necesidad y se “abren vacantes”. La gente no pensaba como él en muchos sentidos. A veces eran cosas personales, en ocasiones eran por el exceso de activismo, o porque quería saber lo que los jóvenes le contaban en confidencia a sus tutores (ellos respetaban el secreto tipo confesión inclusive ante el pastor de jóvenes, cosa que a éste le parecía muy negativa). No había acuerdo por las divisiones celulares, o por emparejamientos indeseados. No saber qué hacer te provoca precisamente eso: la tentación del borrón y cuenta nueva, que en nuestro caso significaba deshacerse de la generación con malformaciones libertarias y reemplazarla por la subsiguiente, formada bajo sus rígidos esquemas, con su ADN, pero hacerlo que pareciera algo decidido por los propios jóvenes, no determinado por él. A veces, preferimos el dolor a la adaptación; el sufrir al ceder. Esto funciona en la política, pero es absolutamente contrario al mensaje del evangelio a todas las naciones, las cuales se convertirían en un solo pueblo como hijos de Dios, alabando en conjunto a pesar de las múltiples diferencias, pero las cosas se dieron así. Los que se dicen espirituales con frecuencia resultan ser los menos bíblicos de la escena.

No paso mucho tiempo para que llegaran las esperadas renuncias. En octubre de 2004 se va la primera líder, y en diciembre se va el segundo, el de carácter más difícil para el pastor. Estos dos renunciantes tenían mucha concordancia de pensamiento, con algunas ideas que nacieron en ellos años atrás, con las prédicas de Lucas Leys y Félix Ortiz en congresos denominacionales, que los retaron a un cristianismo que no sólo se restrinja al notomes-nofumes-nodiscotecas-noandesconescotes-enamóratecorrectamente, sino que los animaban a se expanda por otros ámbitos, en especial por un impacto social más tangible y menos cortoplacista. En ellos nació una inquietud que los empujaba a ir más allá de las visitas eventuales a un orfanato, dar dinero a los necesitados de vez en cuando o contribuir con una buena causa: intuían que el vivir para los demás en todos los sentidos era clave en la vida cristiana, algo que no percibíamos en la iglesia, acostumbrados a nuestras cálidas cuatro paredes de invernadero. Yo los veía, y pensaba que sí, que lo que ellos intentaban, que ese presentimiento que tenían, que esa semilla que pugnaba por crecer en sus corazones, tenía algo que ver con mi propia búsqueda de respuestas, como si ellos me dijeran “Abel, escucha esto, creo que es el núcleo que buscamos. Vamos, ven con nosotros”. Seriamente los miré con real atención, escudriñando por nuevas claves para mi propia vida, perdida en ese instante.

Vale la pena decir que las renuncias no pararon. Algunas por conflictos muy severos, otras en paz, simplemente por diferencias de opinión. Un par de personas se fueron porque viajaron al extranjero a estudiar. Antes de los tres años ya se tenía un liderazgo nuevo por completo: lo que querían, ideal para el establecimiento de un nuevo orden que encaje con las ideas nuevas sobre la iglesia que tenía el pastor titular y con el temperamento vertical del pastor de jóvenes.

miércoles, 21 de abril de 2010

Dejados atrás (10)

Desde la oscuridad

Los primeros seis meses de 2005 fueron oscuros por mi propia decisión de no pasar la página de la ruptura. Para alguien que pasó cerca de nueve años sirviendo en todos los espacios disponibles, llegar al extremo de estar al margen, era chocante. Me sentía perdido, como un ente que divagaba entre cosas irrelevantes, un alma en pena que anda triste alrededor de su lugar más preciado; estaba soso, chamuscado, abollado por una turba, roto a martillazos. Antes vivía firme en mi estructura-iglesia. Sin ella, vagaba sin rumbo, era un cuerpo sin esqueleto, sin forma, amorfo, incapaz de dar un paso. Sentía que le había fallado a todo el mundo, que mis reacciones absurdas me condenaban a un limbo caliente, casi infernal. Estaba convencido de que era indigno, merecedor de mi exilio, sin comunidad, sin Dios porque yo mismo lo abandoné. Me sentía depreciado, como el Inti en el primer gobierno de Alan García.


Las páginas se perdieron otra vez. El olvido, tal cual es, un bálsamo y un veneno, se llevó horas de recuerdos, de sentimientos que brotaron en noches de ojos abiertos, de flojera paupérrima o de lágrimas casi protocolares. ¿Dónde estaba cuando pasó lo que pasó? ¿Algún día podré dejar de olvidar? ¿Alguna vez podré hacer amigo al tiempo? ¿Dónde estaba cuando pasó lo que pasó? ¿Por qué no puedo recordar lo que quiero y porqué puedo recordar lo que no quiero?

¿Por qué la contradicción es parte de mi esencia? ¿Por qué es todo tan imperfecto? ¿Por qué el deseo de morir, junto con el de vivir, susurran a mis oídos tan convincentes, tan reales? ¿Dónde se fueron sus palabras cargadas de magia y sosiego? ¿Dónde me fui yo? ¿Dónde me perdí? ¿Cuál es el hito que marca la diferencia entre mi yo anterior y el actual? ¿Qué me mutó? ¿Dónde perdí la llave de la puerta que me dirigía sólo en el sentido correcto? ¿Qué me cansó tanto? ¿Qué hizo que cerrara mis ojos, y me dejara llevar?

¿Qué pasa aquí? ¿Qué está siendo extraído de esta vida que respiró el smog limeño de 1977? ¿A dónde se fue la alegría? Dios, yo sé que me había acostumbrado a la pena, a las sombras y a la ceguera, pero me habías enseñado a ver la luz otra vez.


La incertidumbre se alimentó de varias fuentes. Por un lado, antes de la renuncia yo realizaba actividades eclesiales los martes (academia bíblica y oración), los viernes (la célula de adolescentes), los domingos (en la mañana el culto, en la noche el comité de líderes), casi siempre los sábados (pasar el tiempo con los chicos a nuestro cargo, ir a reuniones de algún otro ministerio) y con frecuencia los líderes teníamos otra reunión de oración los miércoles en alguna de nuestras casas. Pasar de ese ritmo intenso a no hacer nada fue como si el día tuviera repentinamente treinta horas, una vacación impuesta, una jubilación anticipada y forzada. Años en ese ritmo brutal, te acostumbras a él, y cuando termina es como un desnivel en una autopista que te remueve el estómago; en cierta manera no sabía qué hacer con tanto tiempo libre. En realidad esas sensaciones eran reflejo de algo más profundo: no sabía qué hacer con mi vida cristiana porque había perdido los fundamentos en los que se basaba (consecuencias de cimentar la fe en la institución-activismo y no en el Sustentador de todo). Por otro lado, en la misma época acercaba la fecha del fin del contrato con el Banco, y no sabía si me quedaría o no. ¿Y si no me nombraban? ¿A dónde iría? ¿Nuevamente estar en el estresante proceso de búsqueda de empleo? ¿Y si no encontraba nada? Pensaba que estaba haciendo bien las cosas, pero nada era seguro. El miedo me invadía, inmisericorde.

Aunque las cosas con mi esposa andaban mucho mejor, surgió un problema. Yo le había prometido el oro y el moro el 2002 cuando le hablé de la iglesia. Con pasión le expuse sobre lo maravillosa que era, de lo sublime del servicio abnegado y absorbente, pero lo que recibió fue la crisis y el desaliento: quise mostrarle el compromiso y lo que vio fue mi partida. Le prometí algo que jamás se cumpliría. Con el tsunami opresor ella quedó muy afectada, tristísima. Eso me dolía más que nada: si me atacan sólo a mí, normal; si ella se ve afectada, todo cambia, porque pocas cosas son tan dolorosas como cuando hieres a quien amas. También se rompió una amistad muy importante, y mis actitudes hicieron que las brechas que aparecieron se hicieran más profundas, hasta hacer la situación insalvable. La incertidumbre que vivía le echó leña al fuego de la ruptura, pero eso no es excusa, porque uno siempre debe ser conciente del sentido de las cosas, debe ver cuándo seguir, cuándo detenerse, cuándo arrepentirse, cuándo pedir perdón; por supuesto yo no observé nada de eso, actuando ciegamente. Fue punzante, la verdad. Se pagó un precio extremadamente alto, convirtiéndose en un pasivo que hasta hoy se refleja en los balances de mi alma.

Viendo las circunstancias a la distancia, todo se había terminado en ese momento. Mi historia con la iglesia estaba muerta, pero no quería admitirlo, negando rotundamente cualquier indicio en ese sentido (en realidad, recién lo estoy reconociendo ahora, cinco años después de estos tiempos). Sin saberlo, ya era un cristiano sin iglesia. Hay que ser muy perspicaz para darse cuenta del momento en que hay que dar un paso al costado por el bien de todos. Yo, claro está, no me di cuenta de nada y, al quedarme, firmé el acta del daño, que me convertiría a la vez en víctima y en victimario. Me patearían por la espalda pero en respuesta golpearía muy fuerte. Si en ese momento hubiera tomado la decisión de irme, todo sería distinto. Definitivamente debí dejar la iglesia en el verano de 2005.

Pero no lo hice.

Comencé a racionalizar lo que había sucedido. La etapa de desconcierto profundo hace que sienta la sensación de que me habían robado la estructura que había armado en los finales de mi adolescencia. ¿Quién lo hizo? El nuevo pastor de jóvenes. Esa “figura de autoridad” que siempre trató de imponer porque era el “pastor” se hizo polvo, la consideré inservible; igual que antes con otras figuras de autoridad, él perdió mi respeto absoluto. Pero aún más, se generó una animadversión muy fuerte de mi parte, un rencor que se formó en mi corazón; un rechazo profundo, un sentimiento contra el pastor que iba en contra de todas las enseñanzas de Cristo y de la Biblia como un todo (Sal. 37:8; Prov. 15:1; 20:22; 29:11; Sgo. 1:19-20; 1 Pe. 3:8-9; Col. 3:12). Aunque podía ser justas todas mis reacciones, uno jamás debe permitir que la cólera haga un espacio en nosotros. Yo lo permití, y me hirió profundamente por mucho tiempo. Me airé, pequé, dejé que el sol se ponga muchas veces sobre mi enojo y le di oportunidad al diablo (Ef. 4:26-27). Debo admitir ―con pena― que algunas actitudes futuras se movieron en función de estos sentimientos negativos que, además, era un sinsentido. Yo culpaba al pastor de la “pérdida”, pero en el reino de Dios jamás hay pérdidas. Todo lo que se tiene es prestado: hoy poseo algo, mañana lo entrego, pasado mañana me dan algo nuevo. Nada es de mi propiedad, no hay títulos que avalen mi posesión sobre ministerios, personas, o iglesias. Ahora estoy aquí, luego puedo simplemente moverme a otro sitio. ¡No comprendía el sentido real de la missio dei! El reino de Dios es demasiado grande y sublime; la obra es ingente, y siempre hay lugar para todos. No en vano se dice que “faltan obreros para la mies” (Mt. 9:37-38). En ese momento no me daba cuenta de eso, y mi ser insistía en un lugar que ya no era más el mío. Ya estaba marcado mi camino, pero aún no quería andar en él. Lo descubriría unos meses después.

Por supuesto, las dudas teológicas surgieron por todas partes. En el verano de 2005 llevé mi último curso en el seminario de la denominación (Hebreo I, al cual entré simplemente porque repentinamente abrieron la asignatura y me pareció interesante) y todo comenzó a ser cuestionado. La iglesia como institución, la vida comunitaria, Dios, su Revelación. Era una reacción al profundo dolor que sentía, y era algo natural, casi necesario. Pero estaba solo, y esas dudas no podían ser resueltas por mí mismo en ese momento. Requería soporte.

Andaba en oscuridad, completamente vacío. Y cuando uno está vacío, cuando uno ha desaprendido, es cuando las transiciones son más fáciles, cuando los cambios de paradigmas tienen el campo propicio para germinar. ¿De dónde vendrían los vientos de cambio? Creo que llegaron de dos lugares. El primero, de dos amigos del grupo de jóvenes que de manera indirecta estuvieron a mi cargo años atrás y ahora me marcaban las pautas en su forma de enfrentar el tsunami. El segundo, de un buen amigo, que me dio la mano en un momento crítico, salvándome la vida al llevarme a un lugar en donde el apetito de conocimiento de Dios pudo, finalmente, ser saciado, permitiendo las bases para una etapa nueva, distinta. Apareció la esperanza.

lunes, 19 de abril de 2010

Dejados atrás (9)

Los primeros meses de matrimonio para mí fueron muy complicados porque la adaptación a la vida marital fue difícil, en especial por la biculturalidad existente entre mi esposa y yo. Los conflictos eran diarios. Al mismo tiempo, mi trabajo me tenía harto por lo monótono, y quería renunciar. Estaba al borde del colapso. En esa circunstancia de extrema tensión, hice algo que fácilmente podía malinterpretarse, provocando un incómodo problema. Por ello, el nuevo pastor de jóvenes platicó conmigo. Fue la primera vez que tuvimos una conversación a solas, en abril de 2004. Acababa de reintegrarme al liderazgo de los adolescentes tras el receso post-boda.

“Por los informes que he recibido, se me ha comentado que tú eres una persona muy reacia a la consejería” –abrió con seriedad. Lo dijo con cierta molestia porque seguramente consideraba que yo debería ser más dependiente de las opiniones del clero, pero no era algo alejado de la realidad. Yo nunca atosigué a los pastores con mis líos y asuntos, a menos que sea algo demasiado importante. Yo tenía la filosofía de ir a consejería cuando necesitaba una opinión adicional. Luego, tras tener varios puntos de vista (amigos, profesores, algunas personas de confianza con más experiencia que yo), tomaba la decisión respectiva. Parece que eso no era de su agrado. Pretendía ser mi gurú. O simplemente quería algo de control sobre mí.

Meses después, en noviembre de 2004, el pastor me confrontó junto a un hermano de la iglesia. Pude irme sin problemas de esa reunión antes que inicie, pero un extraño sentimiento de molestia y rechazo causó el efecto contrario, como si la adrenalina me hubiera copado por el dos contra uno que estaba por acontecer. Ambos me dieron el sermón más serio que recuerden todos mis años eclesiales, que comenzó con un solemne “enseña la Biblia que cuando alguien está en falta y no lo quiere reconocer, hay que venir con un testigo. Por eso estamos aquí los dos…”. Yo era el malo, el pecador, el que necesitaba arrepentimiento, algo absolutamente injusto. El pastor, convencido de que tenia la verdad absoluta, necesitaba que yo, el inteligente rebelde, el que le hacía sombra, el extranjero independiente, uno de los que amenazaba su intelectualismo, le dijera: “Me arrepiento. Tienes razón”. Pero no lo hice. Me defendí agresivamente, sacando a flote mi espíritu de dirigente universitario. Comprendí, al salir, que su necesidad de tener la razón es tan fuerte que no le importaba el efecto en los demás. Primero, sus complejos; el resto, que se joda. Al final, realmente se jodió ese resto. Allí me di cuenta del nocivo efecto de la manía de meterse en la vida de los demás sin que los llamen, a pesar de los buenos deseos sacrosantos o éxtasis del Espíritu Santo.

Esa noche se quebró algo de forma irreversible.

Tan mal me sentía que le conté a mi esposa el incidente, y en la noche siguiente comenté de estas cosas a mi madre, mi hermana, y una amiga de mi madre que casualmente pasaron a visitarme. Ellas me hablaron de varios temas que acrecentaron mis afanes de revancha, y con en ánimo enervado fui al departamento del pastor con mi mamá y mi esposa. Mi madre tiene un carácter sumamente agresivo, y cuando está molesta es una fiera. Esa noche, ella ardía en cólera. El pobre pastor de jóvenes no sabía lo que le esperaba. Si ayer fue dos contra uno en cancha neutral, yo respondía con un tres contra uno directo a su espacio, en su propia sala.

Literalmente, lo destruimos. Quedó abrumado. La noche anterior, en la casa de mi amigo, el pastor me acusó de que mi esposa y yo nunca hicimos un esfuerzo por acercarnos a él. Yo le dije que mi esposa varias veces lo había invitado a almorzar, y él me corrigió con firmeza.

-“Con Dios como testigo, puedo decir que eso no es cierto. Es una mentira”

La noche siguiente, le recordé eso. Mi esposa allí presente le dijo:

-¿No recuerdas cuando nos encontramos en la puerta de mi departamento y te invité a almorzar? ¿Y la vez en la iglesia, tras una actividad de los jóvenes? ¿Y la otra vez, nuevamente, en la calle, muy cerca a la iglesia? – le increpó mi esposa, casi describiéndole hasta la ropa que llevaba puesta. El pastor quedó mudo. Su mentira había quedado en evidencia. Cuando lo tenía del cuello, listo para exterminarlo por completo, recordé que soy cristiano, hijo de Dios, seguidor del Maestro de maestros. No fui capaz de clavar la estocada final.

-Tranquilo, pastor, la gente se olvida de las cosas. Tú te olvidas, yo también me olvido. Lo que no debemos hacer es insistir e insistir con algo cuando en el fondo sabemos que no estamos seguros.

En ese momento no me di cuenta, pero su enorme inseguridad agravada por creerse el dueño de la verdad lo ponía en riesgo y, al llegar situaciones comprometedoras, no tenía dudas en mentir. A mí, por ejemplo, me afirmó algo. Eso, para él, era verdad absoluta, ex - cathedra. Yo, le refuto con pruebas (la palabra de mi esposa). Él se desconcierta porque no esta acostumbrado a que le rebatan; no sabe qué decir, por lo que aseguró que lo dicho por mi esposa es mentira, y llega a jurar ante Dios para afirmar su verdad absoluta. Jamás pensó en que las cosas irían más allá, pero el día siguiente no pudo invocar a Dios nuevamente cuando mi esposa, con detalles, le dijo las veces en que lo invitó a almorzar con nosotros. Quedó como un mentiroso, pero sólo era su manera de enfrentar su inseguridad. Tristemente, eso se repitió con otras personas. Estaba solo contra el monstruo llamado iglesia de clase media alta. Nadie lo auxilió. Se lo comieron los miedos, el no saber qué hacer, el sentimiento de inferioridad. Yo, que quizá era el llamado a socorrerlo, lo dejé a la deriva. Lamentablemente era demasiado orgulloso para pedir ayuda.

Debes reconocer tus limitaciones. ― le dije ― Por ejemplo, por tu soltería la consejería a parejas se hace muy incompleta.
Pablo era soltero ― me responde, como si me mostrara la joya más valiosa de la familia ― Él era capaz de aconsejar a todo el mundo.

Salí de su departamento con el deseo de venganza satisfecho, pero al mismo tiempo con una profunda desilusión por mi papel, porque hasta mi madre controló sus ímpetus, actuando correctamente. Me había dejado llevar por mi carne. Había vengado la afrenta, la injusticia, pero, ¿era un accionar cristiano? Sabía que no. El domingo, apenado, mi esposa y yo nos disculpamos con él por lo que sucedió. Pero su afán por decir siempre la última palabra lo llevó a una actitud que rayó con el ridículo.

Los perdono por irrumpir en mi casa. Y a usted, señora, también la perdono por usar mi baño sin permiso.

Quedamos anonadados, literalmente con la boca abierta por lo surreal de lo que acabábamos de escuchar. Era la prueba evidente de que el problema se le había ido de las manos por completo, por lo que no le quedó otra opción que esperar a que el pastor titular regrese de sus vacaciones para que apague el incendio. Toda rezago de sobreestimación a la posición pastoral terminó de agonizar esa mañana, en la puerta de la iglesia. Era como si el cinturón de fuego del Pacífico estuviera trabajando al máximo de su capacidad, sacudiendo mi estructura ya maltratada hasta derrumbarla. Ese hogar cálido, la sede de la familia, el edificio construído años atrás para que sea mi refugio más seguro, fue dinamitado hasta los cimientos. Al estilo de los guerreros de antaño, ni siquiera dejaron las huellas de donde estuvo mi estructura. Quedó un terreno baldío, un páramo, un suburbio de Marte, rojo y muerto.

Me robaron todo.

Días después presenté mi renuncia definitiva al liderazgo de adolescentes, a la academia bíblica y al comité de misiones de la iglesia. Me sentía literalmente vomitado. La reunión de fin de año con los adolescentes fue muy triste para mí porque sentía un gran cariño por cada uno de ellos. Eran de lo mejor, merecedores de nuestros más sobresalientes esfuerzos. La casa de mis padres, como tantas otras veces, acogió la pena que bebí como un trago de tequila, con los ojos cerrados, muy rápido para sentirla lo menos posible. 2004 se moría con una parte de mi alma, sintiendo que había defraudado a los chicos por mi tonta actitud. El tsunami opresor me había destruido

Después vino el vacío total.

sábado, 17 de abril de 2010

Dejados atrás (8)

El primer asunto es que el nuevo pastor vio en mí a un extranjero como él, que estaba completamente adaptado al ambiente de la iglesia. Yo no era alguien de clase media alta, pero, como ya dije, aprendí a vivir en el contexto. Las profundas dificultades que el nuevo pastor de jóvenes tuvo desde el primer día y el subestimar la adaptación, le causo un enorme sufrimiento, lo que afectó su ecuanimidad. Creo que verme acondicionado le causó molestia, como diciendo “¿y este? ¿Por qué está tan amoldado?”. Lo segundo que creo que observó es que yo, como él, soy una persona que ha sustentado la validación de la personalidad a través de la racionalización y la superación del intelecto. Yo entré al jardín de niños ya sabiendo leer, buscaba los primeros puestos en el colegio, gané concursos de matemática, literatura e historia a nivel de distrito y de la zona este de Lima, y a la hora de la universidad ―tenía vedadas por falta de dinero la mayoría de universidades prestigiosas, todas privadas― opté por ir a la mejor universidad pública, que tiene un examen de admisión sumamente difícil, entrando y graduándome un lustro después. Fui y soy autodidacta, estudié por mi cuenta mucha teología, sobresalí en eso, convirtiéndome en referencia para la gente de la iglesia, en especial para los jóvenes. Leía con detalle los folletos de los cursos, era casi el único que usaba la pequeña biblioteca de la iglesia, compraba a crédito libros que muy amablemente la encargada de librería buscaba para mí. Mi posición de biblista amateur generaron en el nuevo pastor de jóvenes algunos comentarios maliciosos, lo que había visible su fastidio porque no toleraba competencia alguna: él debía ser siempre la última palabra. Una vez conversaba con un amigo sobre la homosexualidad y las implicancias teológicas y eclesiológicas que tendría el que se encuentre un gen que determine si somos gays o no. Ambos nos inclinábamos a la reinterpretación de los textos veterotestamentarios y paulinos respecto a los homosexuales, lo que nos obligaría a aceptar a los gays en nuestra iglesias sin duda alguna ―como debería ser― con ceremonia de desagravio incluida. El nuevo pastor escuchaba a lo lejos, y se acercó.

-Abel, deberías regresar a los cursos básicos en el seminario, porque parece que no sabes nada.

-Quizá esta conversación es demasiado compleja para ti. Si es así, el que debería regresar al seminario con urgencia eres tú – respondí mordazmente, con enfado.

El sentir que su intelecto era nada ante los otros pastores de la iglesia, y comprender que inclusive era una quimera ante laicos mucho menores que él, le causó una tremenda ansiedad, porque lo que funcionaba en iglesias más pobres ―encandiladas con un poquito de información― no servía en nuestra iglesia ―donde esa misma información debía ser pensada―. El decirme que debía regresar a las clases básicas en el seminario, era sencillamente una proyección de su propia necesidad: “estoy tan inseguro que yo debería volver”. Me atribuyó a mi lo que era para él mismo.

La tercera cosa que, creo, le generó desconfianza, es lo citado en los dos párrafos anteriores: yo estaba en el seminario de la denominación. Puede auscultarse esto desde dos aristas contradictorias. ¿Para qué estaba yo allí? Era evidente que, al terminar y si tenía la intención de hacer carrera pastoral, trabajaría en mi propia iglesia. ¿En qué puesto? Seguro que comenzaría con el primer nivel, o sea, el pastorado de jóvenes, la posición que él mismo tenía. Él había conquistado la capital estando en mi iglesia, y yo amenazaba ese logro, el principal de su vida. Por otro lado, yo no tenía el perfil del seminarista tradicional; no era claro si realmente quería dedicarme al ministerio: tenía un trabajo secular, tenía reminiscencias rebeldes, estaba lejos de ser irreprensible, pensaba por mí mismo, a mi esposa no la veías afanadísima en la vida del templo sino solo al margen, dedicada nada más a las chicas a nuestro cargo (se supone que el llamado pastoral viene de a dos, ¿no?). Él dudada profundamente de mis intenciones, y una vez me hizo la pregunta directa, la cual respondí con algunas generalidades. Los llamados, farfullan por ahí, tienen convicciones firmes de lo que quieren, y yo a esas alturas no estaba seguro de nada. Quizá hasta me consideraba indigno del púlpito.

Un mes antes de casarme, con él en la mesa, anuncié que iba a dejar el liderazgo por un par de meses debido a mi matrimonio. Fíjense que comuniqué, no pedí permiso. No dijo nada, pero por dentro ardía en cólera. ¿Cómo podía saltar con garrocha la barrera de su autoridad? ¿Por qué no entendía que él debía facultar una cosa así? Su incomodidad conmigo se hizo mucho mayor, pero apareció algo que cambió todo el panorama, algo más grande, su oportunidad para quebrar mi dura cerviz.

miércoles, 14 de abril de 2010

Dejados atrás (7)

Si hago una descripción ABSOLUTAMENTE PERSONAL (pongo las mayúsculas para enfatizar esto) el nuevo pastor de jóvenes estaba ad-portas de los cuarenta años. Fue pastor de una iglesia de clase media de Lima, de otra en la segunda ciudad del Perú, más los años en su iglesia originaria de una pequeña ciudad a dos horas de Lima. Es decir, es provinciano, con toda la carga discriminatoria que esto supone. Creo que no estoy alejado de la realidad si infiero que creció en un ambiente con reglas estrictas y rígidas, tanto en casa como en la iglesia. Eso suele ser habitual en esa clase de contextos.

Una de las maneras mediante la cual creo que trató de validar su personalidad fue con la intelectualización, lo que lo motivó a ir a la universidad de su pequeña ciudad, al seminario, hizo que estudie una maestría en ciencias de la religión en una facultad vinculada a la denominación, y luego entre a estudiar filosofía en una de las principales universidades de Lima, aunque sin mucho éxito en el sentido que todo ese bagaje educacional no le dio la capacidad de armar un pensamiento estructurado, por lo que no entiende ni bosqueja con precisión ordenaciones complejas de ideas, reflejado esto en prédicas demasiado desordenadas, sin mucha coherencia, todo ello quizá causado por su endeble educación escolar. Con todo, eso fue suficiente para las iglesias en donde trabajó inicialmente, donde los feligreses son impactados con facilidad. Esto potenció tremendamente un narcisismo que lo llegó a desbordar, haciéndolo pensar sinceramente que es mejor que el resto de las personas, el dueño de la verdad, y por sus estudios llega a creer que sabe más, por lo que es natural que espere que los aconsejados hagan todo lo que él les dijera, como si fuera la palabra revelada, llegada directamente del trono de Dios. Vale la pena mencionar que esta actitud no es exclusiva de este nuevo siervo, sino que está ―lamentablemente― extendida en el gremio clerical como si fuera un virus que le saca la lengua a las vacunas más poderosas.

El ambiente eclesial en donde vivió lo llevó a concluir que esa verdad absoluta que creía tener debía ser aceptada por los demás, pagando, seguro con cierta frecuencia, altos precios por imponerla. Se le hizo imperioso escuchar un “tiene toda la razón, pastor”. Si no lo oía, podría, inclusive, llegar a utilizar procedimientos no aceptados, no éticos, con el fin de torcer la pata de la oveja obstinada. La admiración de la gente y la seguridad de tener siempre la razón le generó, en algún momento de su ministerio, una enorme dificultad para reconocer errores, llegando a jurar ante Dios ―de ser necesario― con el fin de sustentar sus palabras y decisiones. Era soltero (continúa siéndolo), una gran tara considerando la inmisericorde y tremenda presión social fuera y dentro de la iglesia, y las injustas limitaciones dentro de la carrera pastoral (es difícil que un pastor soltero llegue a ser titular de una iglesia), lo que seguro le generó una frustración muy fuerte, que limita mucho su labor consejera en especial a la hora de atender casos de parejas, aunque por su tendencia a la intelectualización y su narcisismo no se dio cuenta de ello. Tiempo después descubrimos su potente inflexibilidad, una cierta incapacidad de separar sus conflictos personales, sus luchas y miedos de su trabajo diario, y una facilidad a dejarse llevar por sus emociones, vez tras vez tras vez.

Venir a la iglesia en la que estaba yo era el gran éxito para él, ya que era una especie de culminación del proceso de “conquista de la capital” que muchos migrantes asumen como objetivo: él sería pastor de la clase media-alta de Lima. Lamentablemente, subestimó totalmente el choque cultural, asumiéndolo simple, creyendo que el escueto hecho de anunciar su título sería suficiente. Rápidamente se dio cuenta que no entendía a la gente, sin comprender porqué algunas personas no lo miraban bien, o porque otras simplemente no deseaban su amistad, cuando en otras congregaciones él era la figura estelar y la gente mataba por su atención, por una hora de su tiempo. Sus inseguridades rápidamente salieron a flote, porque tanto el pastor titular y el pastor asistente eran más preparados que él, mucho más inteligentes y con mucho más conocimiento, lo que lo impacta. Él llega a percibir esto, pero lo niega permanentemente en su inconsciente porque implicaría deshacer el icono que, sobre sí mismo, construyó por años. El ataque directo a esta autoimagen lo lleva a desconcertarse tremendamente, generando inconvenientes serios con mucha gente. Para reducir la brecha entre otros pastores y él, entra a una maestría en filosofía, aunque fue un intento fallido porque el diferencial se redujo apenas. Aunque no lo reconociera, llegar a mi congregación demostró que su narcisismo era vacío y sin sustento, que sólo respondía a las inseguridades que venían, probablemente, del pasado. El suelo se le había convertido en amarga gelatina.

Estoy convencido que él arribó con buenas intenciones y el corazón dispuesto a amar a todos los jóvenes de esta nueva iglesia tan distinta a las otras que le había tocado pastorear. Venía con una expectativa sobre el trato que nosotros debíamos darle: un trato sumiso, respetuoso, sometido. Llegaba con la intención de transformar al grupo de jóvenes para hacerlo a su medida, como él quería, con la venia del pastor titular. Debido al fracaso del 2000, este pastor nuevo no debía fallar, y tenía autorización para hacer lo que fuera necesario, inclusive el retiro de líderes poco favorables a los vientos de cambio. No aterrizó con la intención de adaptarse y ceder; nunca pretendió aprender de nosotros. Nuevamente nos vimos en un escenario de profecía autocumplida: una nueva crisis era inevitable. Su objetivo era terminar con la nociva libertad que el pastor asistente impuso y poner todo en orden. Por ello, con demasiada rapidez empezó a tener problemas con la mayoría de jóvenes de la iglesia en su afán de exterminio de la libertad más su porfiada actitud de saberlo todo y tener la última palabra. Cada persona podría dar sus propias razones, pero en mi caso particular creo que hubo tres cuestiones importantes que generaron potentes anticuerpos que condicionaron nuestra relación; no los únicos, pero sí los que más recuerdo ahora.

martes, 13 de abril de 2010

Dejados atrás (6)

El año del cuy

Seguramente el pastor titular estuvo en la búsqueda de un pastor de jóvenes por meses. Una iglesia que pretendía convertirse en una de las referencias de la denominación en Lima o, inclusive, de toda la minoría evangélica peruana, no podía darse el lujo de no tenerlo. Sin embargo, la pesquisa no era fácil, y eso tiene que ver en especial con la idiosincracia de la congregación.

No es vano que la Biblia diga que es “más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos” (Mt. 19:24; Mc. 10:25; Lc 18:25). Una iglesia mayoritariamente de clase media-alta es muy distinta a las demás. En la congregación a la que asistía, por ejemplo, la mayoría de la gente fue a colegios de primer nivel de Lima, a las mejores universidades del Perú e, inclusive, varios estudiaron en el exterior. Conocen otros idiomas, han viajado a varios países del mundo, algunos tienen una nacionalidad adicional, el común tiene una activa vida social, pudiendo ―por ejemplo― tener casa de playa o alquilar una por varias semanas en el verano. La gente no se trata de “hermano” o “hermana”, sino que todos se llaman por su nombre, inclusive con los pastores. No existe una vestimenta formal; las mujeres se visten como cualquier chica normal de la calle, sin faldas largas, pelos largos o ausencia de maquillajes. La jerga evangélica se manifiesta tímidamente. Algunos son empresarios exitosos o funcionarios de compañías importantes, habituados al liderazgo de equipos. Si existiera un indicador de “dependencia de las opiniones pastorales”, el resultado sería abrumadoramente por debajo del promedio, y no existen cuestiones delirantes como pedirle autorización al pastor para comenzar una relación de pareja. La gente es independiente, más abierta, pero menos comprometida, “light” en cierta terminología. Las bodas pueden tener una gran fiesta con mucha comida, música y trago. La gente es exigente con el servicio pastoral, poco acogedora con los individuos nuevos, con tendencia a los grupos cerrados.

Ya escribí que fui un extranjero en la iglesia cuando llegué en 1992 ―quedaba a dos cuadras de mi casa, razón principal por la que comencé a asistir allá― porque yo no pertenecía a esa clase social. Estudiaba en un colegio público de la zona, vivía sin lujos, con ropa reciclada e incertidumbre sobre lo que sucedería el día siguiente económicamente hablando. Me costó tiempo acostumbrarme, liberarme de mis taras, pero finalmente lo logré. Cediendo, las puertas se abrieron de inmediato, convirtiéndose la iglesia en una comunidad real. Siempre la adaptación, a la manera de los misioneros, requiere sacrificios y padecimientos. Exige cambiar nuestra mente por amor al otro. Lo hice y los buenos tiempos se abrieron para mí.

Casi todos los pastores de la denominación vienen de un trasfondo de clase media para abajo, con una educación restringida a la teológica, con enormes prejuicios hacia las iglesias de la gente pudiente que se transmiten debido a las profundas divisiones sociales que aún existen en el Perú. Realmente son mundos muy distintos, con formas de pensar muy diferentes, con mutuas exclusiones. Si se buscaba a un pastor que venga de un entorno de clase media alta para arriba no se le encontraría porque la iglesia ya tenía a los únicos disponibles. No había otros en la denominación. Por esa razón, se tuvo que escoger entre la oferta existente, buscando minimizar el impacto. Yo ignoro completamente los criterios del proceso de selección del nuevo pastor de jóvenes, pero lo evidente era que se buscó a alguien con experiencia y con una actitud sumisa a las directivas del pastor titular, que tiene un temperamento sumamente dominante e impositivo.

miércoles, 7 de abril de 2010

Dejados atrás (5)

Un hambre de Dios nos invadió a varios en esos tiempos. Ese mismo otoño de 2001 tres de nosotros comenzamos a orar a las siete de la mañana y ese impulso duró unos dos años. Por lo general lo hacíamos dentro del carro negro de un amigo en la puerta de mi casa ―el punto céntrico― y era una costumbre que nos ayudó a comenzar el día enfocado en Dios, buscando una mejor manera de ser cristianos cabales. Fue útil cuando comencé el período de prácticas pre-profesionales, primero en un periódico económico que ya no existe y luego en el banco más grande del Perú ―gracias a este gran amigo dueño del carro negro, para el que iba a trabajar―, que cambió muchas cosas, mientras se acercaba el momento de acabar la universidad. Eso me tenía muy intranquilo: lo incierto del futuro me daba temor, pero esos momentos de intimidad con el Creador le daban equilibrio a mi vida.

En abril de 2002 se disuelve la célula que dirigí por 2 años y medio. Algunos de los miembros pasan a jóvenes adultos y los otros se van a grupos de menor edad. Cuando pensé que tendría algo de vacaciones, un mes después el pastor asistente me consigue un nuevo trabajo con el grupo de adolescentes, al cual entré con mucho recelo porque estaba habituado a trabajar con gente mayor o dando clases, pero no lidiando con quinceañeras escandalosas. Sin embargo, toda aprensión fue infundada porque el comité que se forma, donde todos teníamos fuertes relaciones de amistad, generó una de mis más gratas experiencias de trabajo que tuve en la iglesia, y los adolescentes eran de lo mejor que podría uno pedir. Teníamos muy clara la visión del discipulado personal, y nos obsesionaba el trabajo uno-a-uno con los chicos, pasar el tiempo con ellos, y esforzarse con sinceridad para que ellos confiaran en nosotros, amándolos sin condiciones. La libertad en el trabajo pastoral que tuvimos era completa y sin restricciones, y fue algo invalorable que el pastor asistente decidiera hacer las cosas así. Realmente, las cosas realmente pueden funcionar si nos dan amplia libertad, sin conflictos, con apoyo, con gratitud, y nos habituamos a ese contexto. Esto se convertiría en un problema porque, como veremos muy pronto, los pastores de la denominación son controladores y enemigos de laicos libres en acción y en pensamiento. No les gustan los ambientes de ebullición de la Reforma, pero sí los climas de polo sur del Medioevo.

Algo muy importante que también aprendí en el seno de ese grupo de líderes de adolescentes es el apoyo en el tiempo crítico. Tuve un momento de crisis entre septiembre y noviembre de 2002, muy difícil, donde la todopoderosa culpa y la tozuda depresión me invadieron por completo, inhibiéndome de muchas cosas.

Mientras la derrota
acampe en mi jardín, no podré vivir

Mientras la culpa
duerma a mi lado, el comer ¿para qué?

Mientras siga así
en un arrabal, suplicando misericordia

no habrá nada.

Dios: quiero dejar de mendigar
quiero tu gracia,
esa que dicen que es un regalo

Simplemente quiero ser digno.

Hoy, no puedo serlo.

Fue necesario un período de recuperación que duró hasta abril 2003, donde dejé de enseñar en la academia bíblica pero no salí del liderazgo de los adolescentes. Esos meses complejos fueron un camino sustentado por la pequeña comunidad del liderazgo de los adolescentes, junto al monitoreo del pastor asistente. Ellos, semana a semana, me dieron su apoyo incondicional, su paciencia, su tolerancia y paso a paso me ayudaron hasta que todo volvió a la normalidad. Me di cuenta que todos podemos ayudar en la recuperación de los otros, sea el problema que sea –a menos, por supuesto, que hablemos de una patología psicológica severa-. La exclusividad de los pastores en las recuperaciones es ficticia aunque puede ser un buen sustentáculo, pero siempre complementario al papel de otras personas. Era otro gran fruto de la libertad, un descubrimiento revelador. Tan bien fue todo que de agosto a diciembre de 2003 retomé las clases en el seminario (Evangelios Sinópticos, Historia Eclesiástica), que nuevamente fueron frustrantemente sencillas. Esa búsqueda de más conocimiento fuera de la iglesia local no estaba dando resultado. En esos tiempos descubrí que el seminario siempre fue igual de mediocre, por lo que la base académica del pastorado denominacional entró en sospecha. Años después encontraría que lo mismo sucede con una gran cantidad de seminarios en Perú y América Latina, lo que parecía no importarles demasiado a algunos responsables de la educación teológica. Es que, si está el Espíritu Santo, ¿para qué esforzarse? A Dios gracias que encontré excepciones a esa regla más cerca de lo que hubiera creído.

En julio de 2003 entro a trabajar en el banco en donde laboro hasta hoy, y en ese punto los planes de matrimonio se hacen más concretos, decidiendo incluso la fecha de la ceremonia religiosa: domingo 29 de febrero de 2004. Ese no sería el único cambio que estaría por llegar a mi existencia, porque sin saberlo la libertad estaba por extinguirse, y el tsunami opresor se encontraba en ruta hacia el este de Lima, alcanzándonos en diciembre de 2003.

lunes, 5 de abril de 2010

Dejados atrás (4)

Somos libres, seámoslo siempre

En la primera reunión del comité de líderes que tuvimos tras la accidentada salida del pastor de jóvenes (que acabaría yéndose definitivamente de la iglesia un año después, malherido y decepcionado), el pastor asistente expresó sus disculpas por la contratación de una persona con tantos conflictos internos. Para todos, eso fue un bálsamo y un contraste enorme con lo que dos meses antes nos había dicho el pastor titular con severidad: “Sométanse a las directrices pastorales. Las quejas y protestas no son bíblicas ni cristianas”. Fue un alivio escuchar que alguien reconocía que la fuente del problema venía del otro lado, permitiéndonos retomar el ministerio con fuerza, aunque nos advirtió que la actividad tomaría más esfuerzo porque él sólo sería un coordinador y nada más velaría por nuestras vidas espirituales. Todo lo demás (coordinación de retiros, reuniones, actividades, trabajo operativo) estaría a cargo de nosotros. Todo un reto. La estructura se había resquebrajado con el terremoto, pero se hizo un intento concreto de apuntalarla. Y se logró en gran medida.

Sin embargo, a pesar del gesto de la disculpa, la negativa experiencia traería la exportación al mundo-iglesia de una característica de mi personalidad muy marcada, que fue aplicada tanto en mi familia como en la universidad: la autoridad condicional. Si dices ser mi autoridad debes ganarte esa condición. No porque “está escrito-lo dice el libro-lo dice la ley-lo dicen las normas” te ganarás mi consideración. Por ello, si una figura de autoridad se gana mi respeto, tendrá mi lealtad; si no, sus palabras se irán por el inodoro, sus actos son inválidos y absolutamente sin valor. En este modelo, el amor, el afecto, la confianza, la integridad (dependiendo del entorno) son fundamentales. La autoridad es un privilegio que debe ganarse siempre. Antes no tenía esto en mente en mi iglesia porque era el mundo perfecto, pero sí en la universidad, donde no importaba si eras decano, director de escuela o profesor principal: el respeto te lo tenías que ganar en la cancha del trabajo por la facultad. Tras el tornado del 2000 se hizo necesario a manera de mecanismo de defensa; cualquier “autoridad” nueva debería conseguir mi confianza a puro pulso. Su “título” de pastor, misionero, profeta, enviado, llamado, vicario de Cristo o el que sea, jamás sería suficiente por sí solo. Un necesario proceso de testeo se aplicaría desde ese momento en todos los casos.

Días después, se concretaría un sueño que se comenzó a formar en septiembre de 2000: entrar al seminario de la denominación. Yo he tenido intereses religiosos desde chico, interesado en la Biblia y la religiosidad como tal en sus múltiples expresiones, y siendo cristiano evangélico sentía que había llegado a mi límite con las clases en la iglesia, que ya no podía aprender más allí. Participé del proceso de admisión, saqué una de las más altas notas en el examen de ingreso, fui a una inquietante entrevista donde una vieja misionera se centró en mi punto de vista sobre el enamoramiento, y me matriculé en tres cursos (Hermenéutica, Génesis, Introducción al Antiguo Testamento) en el período académico abril-julio 2001. Fue todo demasiado sencillo en ese ciclo, pero resuelvo no continuar porque no me fue tan bien en la universidad por mi exceso de dedicación a las clases del seminario. Decidí volver cuando me graduara de ingeniero economista, y para eso quedaba sólo un año. Pero algo quedó marcado: el hambre de conocer más de las cosas de Dios, cosa que no ha disminuido hasta hoy, que me ha motivado a leer mucho y planear nuevos estudios que, espero, se puedan concretar.

En mayo de 2001 comencé la relación con la que ahora es mi esposa. Para mí era una experiencia totalmente nueva, en especial cuando la hicimos pública. Múltiples cosas se manifestaron desde ese momento, como el escepticismo de algunos amigos, la oposición visceral de mi futuro suegro ―que incluso no vendría a la boda―, la difícil circunstancia de estar separados durante un año (de agosto de 2001 hasta agosto 2002) con la una incertidumbre total sobre nuestro futuro juntos, la decisión de mi esposa de dejarlo todo para venir a vivir a Lima y, en especial, la convivencia natural de enamorados. Mi esposa es estadounidense, y desde el comienzo el tema cultural se hizo muy presente en nuestra interacción diaria. Poco a poco me di cuenta que estar al lado de ella era como estar frente al espejo de mi realidad, y me confrontaba con mis obviedades peruanas: desde los saludos, el cómo comer, el cómo se dicen las cosas, hasta la vida de iglesia que en ese momento aún idolatraba. Me costó mucho, pero aprendí algo sumamente importante que determinaría el futuro: mi manera de ver las cosas no es la única que existe. Otros piensan y hacen diferente, a veces mejor que nosotros, en ocasiones simplemente distinto. Y es una situación que enriquece la vida humana, la hace mejor, más plena, más amplia, más rica, más completa. Me di cuenta que otros cristianos viven su fe de una manera diametralmente opuesta, y son tan iguales como nosotros. Entendí que cada acto de nuestra vida, cada convención social, es parte de una negociación, de un acuerdo tácito entre todos nosotros que determinamos lo que es adecuado y lo que es indebido, y que el número de pactos es matemáticamente ingente. Mi esposa sembró las semillas de la apertura, socavando las columnas de mi fundamentalismo religioso. Sin lugar a dudas fue una experiencia transformadora que cambió mi mundo y permitió ver al otro como un semejante, como alguien con experiencias, como alguien que me puede enseñar algo, así no comparta mi fe, así sea un pecador, así sea un enemigo. Porque, a fin de cuentas, siempre serán mi prójimo; a fin de cuentas, uno jamás lo sabe todo.