domingo, 8 de agosto de 2010

Dejados atrás (29)

Tiempos de descuento

2008 y 2009 pasaron así, entre la observación, el análisis, la decepción contínua y el sentimiento inextinguble de percibirme un extranjero en la congregación. Mientras más conciente era de la realidad corrompida del clero, menos asistía los domingos: a inicios del 2008 acudía cada semana, luego cada quince días y después cada mes. Cuando percibía alguna cuestión adicional o me enteraba de alguna situación injusta (cosa frecuente, muy a mi pesar), se sumaban gotas en el vaso de la partida. Un día el vaso llegaría a su límite, y en ese momento seguramente partiría a una aparente ninguna parte. Me iría a asumir mi realidad de cristiano sin iglesia, que entiende la Biblia, la estudia, busca intimidad con Dios, pero al margen de las instituciones eclesiásticas que terminaron por desilusionarme. Iniciaría un peregrinar marginal, fuera de las luces, el ruido y los intereses que abundan en las iglesias cristianas. Iniciaría una vida en el desierto, evitando el Lugar Santísimo del templo o las sinagogas farisáicas.

Esos dos años fueron de aprendizaje definitivo. Una de las cosas más importantes que finalmente logré comprender fue el quitar de la iglesia la base de mis estructuras. Por fin advertí que no podía colocar todo en la iglesia, en su organización o su parafernalia cultual. Como cualquier construcción humana, la iglesia es frágil y endeble. Yo debía madurar, descartando los viejos sustentos que quizá hace años me sirvieron, pero que hoy no eran más que un estorbo. Pude ser libre de verdad, olvidándome de palabras manipuladoras o viejas carencias adolescentes que me ataban a un pasado que nunca más sería el mismo. Costó años, pero entendí que la relación con Dios es precisamente eso, relación, y ella no depende de la asistencia a una congregación, ni de cantar unas cancioncillas, escuchar una prédica, dar un dinero en una canasta o asistir a una clase semanal. Esos no son más que sucedáneos baratos. La relación con Dios se da en la interacción con Él mediante el contacto con Su palabra por un estudio serio y concienzudo, y se complementa con la vida en comunidad con otros hermanos en la fe que, como yo, están en permanente búsqueda. Ya tenía ambas cosas fuera del seno de la iglesia. Ergo, la iglesia no se me hacía necesaria. Otra cosa que logré afianzar es la manifestación de la fe en entornos inestables, esto es, una fe que se alimenta en la duda, en la carencia, en el contraste. Mi cristianismo se hizo inestable no porque divague como recién convertido, sino porque se sustentó en el caminar por la vida misma, que puede ser dolorosa e injusta, asfixiante y aplastante. La fe es certeza desde el punto de vista de la convicción del accionar de la divinidad, pero conversa con la duda natural que alimenta mi conciencia todos los días, hermanándose con el Cristo en Getsemaní, el Elías alimentado por el cuervo al lado del arroyuelo o el Juan el Bautista encarcelado, que no percibía lo valioso de su ministerio pasado, sino que lo angustiaba la inminencia de su muerte, viéndose forzado a preguntar: ¿Eres tú el Mesías o en verdad esperamos a otro? ¿Dime si hice todo esto por ti o en verdad el enviado es otro? ¿Mi vida tuvo sentido o es que lo que hice fue por nada? Aquí parte la fe, aquí la vida cristiana se alimenta, cobra vida, se hace fuerte.

Fue un tiempo de decepción. Mientras analizaba a la iglesia y me encontraba con la triste situación con cada vez mayor claridad, poco a poco me entristecí más. Desencantado del clero y de los propios cristianos, me volví muy pesimista, considerando dejar el cristianismo de manera definitiva. No podía más. Pero Dios es grande y sabe cuándo intervenir y cómo hacerlo. Aprovechando un viaje de trabajo a España, pude reunirme allá con dos amigos bloggers. El primero, en Madrid. Nos juntamos en un restaurant en Azca, y hablamos largamente. Con él, nuestra sincronía es profunda porque además de compartir la fe, nos unen pérdidas dolorosas, mucho peor la suya que la mía: mientras yo perdí a mi hermano, él perdió a su pequeño hijo. Encontrarme con él fue reconciliar a los cristianos en mi alma. Escuchándolo, lloraba por dentro y recordaba que lo que necesitamos es simplemente creer, confiar, amar, clamar, tratar de ser feliz, recibir el consuelo de Dios que siempre está allí. Fue emocionante encontrar a a alguien con fe sincera. Lo necesitaba. Me hizo ver que hay esperanza, que los Suyos allí están, que mi pequeño mundo no es todo el universo, que Dios está trabajando a pesar que no parece así en mi entorno, que debía confiar más en Dios. Salí transformado.

Así me fui a Barcelona. Un amigo pastor se portó conmigo con una amabilidad extrema y me mostró la ciudad pero hizo algo aún más grande: el domingo me invitó a su comunidad, permitiéndome predicar en ella. Fue divertido porque más que un sermón, fue una conversación con la iglesia. Y los españoles no son tan parcos como los peruanos. Todo lo contrario. Luego tuvimos un almuerzo. La iglesia allá es pequeña, muy cálida. Estando allí recuperé la esperanza y el valor de la comunidad. Vi con tanta claridad el amor entre la gente, ese que hacía tanto no veía. Era verdad, se ve en el mundo, ¡lo tenía al frente!. Conversando con las personas, muy cariñosas conmigo, recobré la ilusión. Viendo su alegría, su paz, su vida en común, comprendí que Dios no olvida a su gente, que Dios está con nosotros, que la iglesia no morirá mientras el corazón de la gente ame a Dios y lo busque sinceramente. Regresé feliz a Lima.

Había esperanza. Más aún cuando el 2009 tuve la oportunidad de enseñar mi primer curso en el centro en donde estudié misiología. Las puertas de la enseñanza, un mundo que me atrae profundamente, se me abrieron. Mejor aún si eran en el mundo teológico. Como antes, los nuevos espacios se presentan, permitiendo reemplazar los antiguos.

Sabía que mi tiempo se terminaba. No sé qué estaba esperando, si un milagro, si una expulsión violenta, o una señal del cielo. Mi asistencia a la iglesia era nominal. Si tras tres minutos percibía que la prédica era mala o insuficientemente preparada, salía del culto a conversar con alguien o me iba a comer un sandwich a uno de los pequeños restaurantes del área. A veces, me iba a la cuna, a quedarme con mi hijo. Si por ahí había algo interesante, me quedaba. Cada vez era peor, cada vez el interés se esfumaba más. A mis amigos cercanos los veía en otros ambientes: venían a mi casa, iba a sus hogares, nos tomábamos un café. Los tiempos de conversación post-culto no era necesarios para saber de ellos. Y a mi familia la veía en otros momentos. Esa no era la actitud. Me odiaba a mí mismo por eso. ¿Para qué el esfuerzo emocional de ir? Aún quedaban unas pocas cosas que me mantenían amarrado, pero eso dejó de ser así poco tiempo después.

A fines de 2009 el pastor asistente me contó, una noche que lo visité en su casa, que renunciará a la iglesia. Con él siempre mantuve buenas relaciones, y era uno de los pocos motivos por el cual podía asistir a la iglesia. Con su partida, realmente, se rompia la última atadura importante a la iglesia, así que su decisión de marcharse fue la gota que derramó el vaso. En diciembre fue la última vez que fui. Para ser sincero, no recuerdo ese último culto. ¿Estuve en la prédica? ¿Quizá en la cuna? ¿Acaso fui solo? ¿Anduve conversando con alguna persona? ¿Me la pasé leyendo en la sala de espera? Mi mente olvidó ese evento, como si fuera una cuestión de importancia menor. De esa manera, sin lagrimas, sin nostalgia, sin suspiros, sin tener el suceso en memoria, se acabaron definitivamente diecisiete años de vida junta a la iglesia. Si darme cuenta, un domingo le dije chau a la iglesia, para siempre.

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