lunes, 30 de agosto de 2010

Si fuéramos como Samuel

Durante el período de los jueces, los hebreos no eran más que unas miserables tribus con liderazgos esporádicos de tipo caudillista, muy pobres, siempre a merced de los enemigos que los rodeaban. El libro de los Jueces relata, con frecuencia en un tono mitológico, las vivencias del pueblo y sus disputas con sus vecinos menores, enfatizando la solución vía un líder llamado por Dios que aglutina al pueblo, formando un ejército que por lo general somete al invasor. No hay citas de posibles conflictos con los grandes reinos de la época (Egipto, Mitani, los hititas, Asiria). No se cuentan los pasos del poderoso imperio egipcio en camino a combatir a los otros “grandes”, ni se menciona cuando el territorio palestino fue una especie de “área de seguridad” del territorio faraónico. No era necesario. No es el estilo de los anales antiguos.

Estas idas y vueltas seguramente forjaron en algunos de los ancianos líderes de la época de Samuel la idea de formar un estado-nación con gobierno centralizado como Egipto o Asiria para solucionar permanentemente los problemas de seguridad del pueblo. Ansiaban el desarrollo. Sin embargo, otros pensaban que su propio régimen tribal era algo que Yahveh impuso, divinizando el sistema. Es evidente que Samuel pertenecía a este último partido. Los primeros aprovechan una situación particular (la tremenda corrupción de los hijos de Samuel, los que fungían de jueces delegados) para pedir de una manera definitiva un rey. No debemos malentender 1 Samuel 8:7 (“…Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han desechado a ti, sino a mi me han desechado, para que no reine sobre ellos”) en el sentido que Dios se opone al régimen monárquico, pues al final permitió al pueblo tener un rey, sino que nuestra comprensión debe ser enfocada en que la esencia de la petición era el desarrollo político y social que no tenía a Dios en el centro, una política sin Él como eje. Un avance social humanista, abandonando al Dios que los sacó de Egipto.

Es seguro que Samuel se fastidió profundamente con la solicitud de un rey. Lo sintió como un rechazo personal, pero ese sentimiento era inevitable. ¿Es posible que Dios hubiera dado una respuesta negativa al petitorio del pueblo? Pienso que el fiat de Dios era algo absolutamente necesario. Sin un gobierno centralizado, Israel no prevalecería. El establecimiento de un reino era, por lo tanto, una cuestión de vida o muerte. Destaca brillantemente la limpia actitud de Samuel: no se aferró al poder, sino que fue dócil, y buscó un rey, obedeciendo el mandato divino. Su función política directa había terminado, y así hidalgamente lo reconoció. No fue estorbo, no predominaron posibles intereses subalternos. Cuánto nos falta aprender al respecto. Hoy todos se aferran al poder, sea pequeño o grande, adictos por completo a su influjo. Pocos voluntariamente lo dejan, la mayoría salen a la fuerza, cuando las cosas son inevitables, cuando la sangre ya puede haber llegado al río. En política nacional, regional, local, barrial, universitaria o eclesial se da este fenómeno. Si fuéramos un poco más como Samuel…

lunes, 23 de agosto de 2010

Marcando hitos

Un amigo, el sábado en la reunión de la Fraternidad Teológica Latinoamericana del núcleo Lima, me dijo que este blog se había convertido en algo muy personal. La larga secuencia de posts llamada "Dejados atrás" daba esa apariencia: el predominio de lo íntimo sobre lo reflexivo, de los sentimientos tocados por tristes experiencias sobre lo teológico. No puedo negarlo. Era el momento de hacerlo. Debía marcar una separación, una frontera entre el antes y el después. Lo que dejaba atrás no era cualquier cosa. Un impulso me llevaba a el reto de escribir sobre lo que estaba abandonando, convirtiéndose -sin querer- en un libro, el cual veremos si se publica. Digitalmente, al menos, sí se hará. En papel, lo dirán las circunstancias.


Acabado ese proceso, finalizadas las despedidas, espero retomar el blog mejor que antes. En esta etapa, tras los cinco primeros años del blog, espero poder escribir al menos un post a la semana sobre los temas que más me interesan respecto a aspectos teológicos, aunque de vez en cuando se me escapen cosas personales (quizá la política adorne esta página a veces ya que tenemos en Perú elecciones municipales en poco tiempo y presidenciales el próximo año). Postmodernismo e iglesia emergente, eclesiología, la naturaleza de Dios (con énfasis en la soberanía de Dios y la libertad), relaciones entre economía y Biblia, ética cristiana, misiología, Biblia, y mis conflictos-rollos con mi cristianismo y mi fe deben dominar la escena, aunque nunca se descartan nuevos temas que puedan interesarme. Eso es lo bueno de los blogs: son absolutamente flexibles, se puede escribir sobre lo que a uno se le venga la gana.

Hay abundantes cosas sobre las cuales pensar. Mucho que debe ser puesto en orden. Enemigos contra los cuales combatir, aunque las esperanzas de victoria no sean abundantes. Por todo ello, este blog aún tendrá vida. Larga, espero.

domingo, 8 de agosto de 2010

Dejados atrás (30)

Los dos dólares

Hace unos meses, conversaba con Gema sobre la vez que les entregué los dos dólares a ella y a Gabriel. Ella recordaba claramente esa mañana de invierno en medio de Residencial Monterrico. Nos reímos bastante del hecho. A la luz de la distancia, por supuesto, es fácil divertirse, pero en su momento fue algo protocolar, casi solemne, como firmar una capitulación o intercambiar prisioneros de guerra. Especulamos qué pudo hacer Gabriel con su dólar.

Seguramente se compró cohetecillos― dijo Gema.

Yo no creo porque era septiembre. En esas fechas encontrar pirotécnicos es muy difícil, a menos que te vayas a la Carretera Central, allá donde hacen los castillos para las fiestas patronales. Tal vez Gabriel utilizó su dólar para comprarse alguna porquería comestible muy barata de esas que vendían en el colegio. O se los gastó en un par de horas de internet o de Starcraft o Age of Empires.

Entregar los dólares a mis hermanos fue una marca que impuse, simbolizando un tiempo nuevo independiente de un amor que se había hecho tóxico. Este libro es una especie de nuevos dos dólares, que entrego representando la despedida de una etapa que por mucho tiempo fue maravillosa pero que, al final, se tornó tumultuosa, un dolor permanente. Este libro es una frontera con la que descarto una época feliz y triste al mismo tiempo, una señal que marca el comienzo de un tiempo más grande, diferente, con retos mayores. Lo anterior jamás quedará en el olvido, como si nunca hubiera existido: nunca borraré de mi cabeza estos diecisiete años. Han sido muy importantes en mi vida, pero es hora que queden en su lugar definitivo: mi pasado.

Este libro no se ha escrito para acusar a nadie. La experiencia me enseñó que yo mismo fui bastante dañino hacia otras personas de la iglesia. Con frecuencia actué mal, impulsado por sentimientos poco santos, emociones pasajeras e impulsos sin control. Otras personas, laicos y clérigos, también actuaron negativamente, generando un daño fácilmente evitable si hubiéramos escuchado las palabras del maestro cuando nos dijo que nos amemos los unos a los otros como él nos había amado. No nos amamos, sino que buscamos el daño del otro, el beneficio propio. Eso es triste. Este libro se escribe para documentar un proceso que, con algo de temor, veo que se repite por todas partes, arruinando el espíritu de muchos cristianos. Espero que mi restringida experiencia, transcrita aquí, le sirva a otras personas para reflexionar, orar, recapacitar, o simplemente, conocer que la pena puede hacerse permanente en las iglesias, sin que nos demos cuenta, sin que la queramos ver. El cristianismo debe ser fuente de libertad, pero a veces se vuelve amigo de la esclavitud. Hermanos, esto no debe ser así jamás. Cristo vino para que las cosas sean distintas. Murió para salvarnos de verdad.

Los años finales de mi andadura eclesial se concentraron en confrontarme con las autoridades clericales. Encontré un liderazgo que afianzó su verticalidad y me desconcertó con su peligrosa espiritualización. Jamás pensé encontrar comportamientos que detesté en la política universitaria pública dentro del gremio pastoral, como la defensa de intereses personales con uñas y dientes, o la captura de cargos y privilegios. Nunca pensé que la mordaza a la comunidad pudiera encontrarla en mi propia iglesia, sino que inocentemente creí que eso era exclusividad de iglesias de corte neopentecostal, donde la manipulación, mediante apóstoles y homiléticas dominantes, es descarada. Aprendí, con dolor, que cuando uno tiene miedo, las decisiones que toma no son adecuadas, y que el orgullo y el miedo son una de las peores combinaciones porque no se quiere admitir la desesperante necesidad de ayuda. Comprendí, con certeza y convicción, que el modelo de pastor antiguo solemne y “perfecto” está colapsando. Las nuevas generaciones no lo aceptarán. El tiempo es clave, pero la iglesia aún no se da cuenta. Piensa pelear el siglo XXI con herramientas del siglo XX. No entiende la época, no intenta comprenderla, sin querer está quedando desfasada.

Una generación de jóvenes líderes casi completa de la iglesia se puso en riesgo con todos los conflictos eclesiales que se iniciaron el 2004. Muchos de ellos se fueron o están al margen de todo, asistiendo los domingos o solo yendo a reuniones celulares para matar el tiempo. ¿Quién asume esa responsabilidad? ¿Quién responde por aquellos que hoy están decepcionados del trato brindado por los que estaban llamados a servirlos? Los pastores de la iglesia quizá ni sean conscientes de ello, pero deberían responder por la generación que hoy ya no está. Como los ven como mano de obra, en realidad no les interesa, y es seguro que ellos le echen la culpa de su marcha a los propios jóvenes que dejaron el liderazgo, eximiéndose de todo error. ¿Eso puede ser don pastoral? No, eso es ser clérigos profesionales, que actúan no como el pastor que busca a la oveja faltante sino como el lobo que busca la cena del día.

Pero eso no fue todo. También sucedieron cosas excelentes. Por años en la iglesia me embargó un sentimiento de hermandad y profunda amistad que me hizo considerarla mi casa, mi hogar, mi cobijo. Hasta el día de hoy tengo amistades incondicionales que nacieron en el seno de la iglesia, tras vigilias, retiros, clases y múltiples reuniones, que permanecen y que sé, se mantendrán con los años. Muy a pesar del clero, esas cosas siempre aparecen y florecen, como aquellas plantas que tercamente florecen en los lugares más inesperados. Más allá de las disfuncionalidades, en la iglesia hay muchos cristianos excelentes, que trascendiendo los problemas, simplemente quieren vivir de acuerdo a las enseñanzas de la Biblia, tratando de ser los mejores cristianos posibles, sin importarles solicitudes constantes de diezmo, encargados de ministerio tiránicos, o intentos de manipulación. Cristo es más importante que el clero para ellos. Eso no es tan fácil de aprender. A mí, lo confieso, me cuesta mucho.

Nunca debemos olvidar volver a los fundamentos. Cuando perdemos el amor, nuestras manos listas a la caricia se convierten en sierras eléctricas. En el amor está la clave de la convivencia, de la vida. Soy consciente, como lo dije líneas arriba, que olvidé el amor con demasiada frecuencia. Si está el amor, el perdón se adosa siempre al lado, asumiendo su función de puente reconciliatorio. Por eso, pido perdón a mucha gente a la que dañé con mis palabras y acciones. También, con sinceridad, perdono a otros por las cosas que sucedieron. Por ejemplo ―menciono un par de cosas puntuales, pero generalizo a lo demás― perdono al pastor titular por sus palabras hirientes y al pastor de jóvenes por romper mi mejor amistad. Pido su perdón por mis actitudes insanas no dignas de un seguidor de Cristo. En este espíritu, aprovecho para darles un pequeño consejo. Tengan cuidado, no son un oráculo, sean más conscientes de quién realmente les habla en sus momentos de intimidad. Se están equivocando aunque crean que todo es perfecto, pero aún hay tiempo de recapacitar antes de que se hundan definitivamente. Un consejo hasta de un conejo, dice el adagio popular. Yo estoy dejando atrás una era, pero eso no significa que desaparezca el amor por la iglesia a la que estoy dejando. Me turba su condición, me sobrecoge el papel de ustedes, pastores, en la crisis, pero me anima su capacidad de hacer un borrón y cuenta nueva.

Mientras escribía este libro, publicando los avances en mi blog, dos hermanos católicos me sugerían cambiarme de rama, acercándome a ellos mediante una conversión a su confesión. Sé que su intención era la mejor, porque ellos querían ayudarme presentándome lo que les es relevante para sus almas. Los dos, con sus ejemplos y palabras, me ayudaron a respetar al catolicismo, uno digitalmente, mediante nuestras conversaciones en Twitter, Facebook y nuestros blog; el otro a través de muchas charlas en la universidad y una amistad sólida. Sin embargo, debí siempre declinar a tan cordial invitación. Primero, porque a pesar de todos los conflictos me siento muy evangélico. Quiero ayudar a la iglesia en donde crecí y me hice quien soy. Sé que los conflictos son grandes, los abusos severos, pero también comprendo que Dios está allí, presente. Por lo tanto, quiero estar disponible para ayudar en la purificación de mi iglesia. Segundo, porque los conflictos se dan en todas partes, y estoy documentado respecto a situaciones que se dan en el catolicismo. He visto tantos conversos venidos de ese lado… Tercero, porque jamás sería católico. Mi abuelo legal ―no el biológico. Es una larga historia― fue sacerdote católico en Cajamarca. Este solo hecho me inhibirá por siempre de cualquier intención de acercamiento a la iglesia de Roma. Cuando leo los comentarios y la defensa de hermanos católicos del celibato en foros y artículos apologéticos pienso en mi propio caso. Como pueden imaginar, es un gran conflicto.

¿Qué haré ahora? Si me lo permiten, seguiré vinculado a la vida académica teológica, desde donde ―creo― puedo contribuir de la mejor manera en la missio dei. Dictaré cursos, seguiré con la revista digital que dirijo, con suerte escribiré más. Espero seguir con la creatividad suficiente como para mantener el blog por unos años más. En paralelo continuaré con mi trabajo seglar y persistiré con ese maravilloso reto que es criar un hijo. Espero que Dios continúe andando conmigo, como en las noches confusas de los noventas, como en los paseos sabatinos en Larcomar, como en los tensos días del hospital, como en mis noches de computadora escribiendo posts. Espero que Dios continúe andando conmigo a pesar de mí.

Dios,
Eterno,
¿Me permites
dormir
en tu regazo
como antes?

Con estas palabras, termino. Esta línea de la palma de mi mano en forma de iglesia se ha borrado.



FIN

Dejados atrás (29)

Tiempos de descuento

2008 y 2009 pasaron así, entre la observación, el análisis, la decepción contínua y el sentimiento inextinguble de percibirme un extranjero en la congregación. Mientras más conciente era de la realidad corrompida del clero, menos asistía los domingos: a inicios del 2008 acudía cada semana, luego cada quince días y después cada mes. Cuando percibía alguna cuestión adicional o me enteraba de alguna situación injusta (cosa frecuente, muy a mi pesar), se sumaban gotas en el vaso de la partida. Un día el vaso llegaría a su límite, y en ese momento seguramente partiría a una aparente ninguna parte. Me iría a asumir mi realidad de cristiano sin iglesia, que entiende la Biblia, la estudia, busca intimidad con Dios, pero al margen de las instituciones eclesiásticas que terminaron por desilusionarme. Iniciaría un peregrinar marginal, fuera de las luces, el ruido y los intereses que abundan en las iglesias cristianas. Iniciaría una vida en el desierto, evitando el Lugar Santísimo del templo o las sinagogas farisáicas.

Esos dos años fueron de aprendizaje definitivo. Una de las cosas más importantes que finalmente logré comprender fue el quitar de la iglesia la base de mis estructuras. Por fin advertí que no podía colocar todo en la iglesia, en su organización o su parafernalia cultual. Como cualquier construcción humana, la iglesia es frágil y endeble. Yo debía madurar, descartando los viejos sustentos que quizá hace años me sirvieron, pero que hoy no eran más que un estorbo. Pude ser libre de verdad, olvidándome de palabras manipuladoras o viejas carencias adolescentes que me ataban a un pasado que nunca más sería el mismo. Costó años, pero entendí que la relación con Dios es precisamente eso, relación, y ella no depende de la asistencia a una congregación, ni de cantar unas cancioncillas, escuchar una prédica, dar un dinero en una canasta o asistir a una clase semanal. Esos no son más que sucedáneos baratos. La relación con Dios se da en la interacción con Él mediante el contacto con Su palabra por un estudio serio y concienzudo, y se complementa con la vida en comunidad con otros hermanos en la fe que, como yo, están en permanente búsqueda. Ya tenía ambas cosas fuera del seno de la iglesia. Ergo, la iglesia no se me hacía necesaria. Otra cosa que logré afianzar es la manifestación de la fe en entornos inestables, esto es, una fe que se alimenta en la duda, en la carencia, en el contraste. Mi cristianismo se hizo inestable no porque divague como recién convertido, sino porque se sustentó en el caminar por la vida misma, que puede ser dolorosa e injusta, asfixiante y aplastante. La fe es certeza desde el punto de vista de la convicción del accionar de la divinidad, pero conversa con la duda natural que alimenta mi conciencia todos los días, hermanándose con el Cristo en Getsemaní, el Elías alimentado por el cuervo al lado del arroyuelo o el Juan el Bautista encarcelado, que no percibía lo valioso de su ministerio pasado, sino que lo angustiaba la inminencia de su muerte, viéndose forzado a preguntar: ¿Eres tú el Mesías o en verdad esperamos a otro? ¿Dime si hice todo esto por ti o en verdad el enviado es otro? ¿Mi vida tuvo sentido o es que lo que hice fue por nada? Aquí parte la fe, aquí la vida cristiana se alimenta, cobra vida, se hace fuerte.

Fue un tiempo de decepción. Mientras analizaba a la iglesia y me encontraba con la triste situación con cada vez mayor claridad, poco a poco me entristecí más. Desencantado del clero y de los propios cristianos, me volví muy pesimista, considerando dejar el cristianismo de manera definitiva. No podía más. Pero Dios es grande y sabe cuándo intervenir y cómo hacerlo. Aprovechando un viaje de trabajo a España, pude reunirme allá con dos amigos bloggers. El primero, en Madrid. Nos juntamos en un restaurant en Azca, y hablamos largamente. Con él, nuestra sincronía es profunda porque además de compartir la fe, nos unen pérdidas dolorosas, mucho peor la suya que la mía: mientras yo perdí a mi hermano, él perdió a su pequeño hijo. Encontrarme con él fue reconciliar a los cristianos en mi alma. Escuchándolo, lloraba por dentro y recordaba que lo que necesitamos es simplemente creer, confiar, amar, clamar, tratar de ser feliz, recibir el consuelo de Dios que siempre está allí. Fue emocionante encontrar a a alguien con fe sincera. Lo necesitaba. Me hizo ver que hay esperanza, que los Suyos allí están, que mi pequeño mundo no es todo el universo, que Dios está trabajando a pesar que no parece así en mi entorno, que debía confiar más en Dios. Salí transformado.

Así me fui a Barcelona. Un amigo pastor se portó conmigo con una amabilidad extrema y me mostró la ciudad pero hizo algo aún más grande: el domingo me invitó a su comunidad, permitiéndome predicar en ella. Fue divertido porque más que un sermón, fue una conversación con la iglesia. Y los españoles no son tan parcos como los peruanos. Todo lo contrario. Luego tuvimos un almuerzo. La iglesia allá es pequeña, muy cálida. Estando allí recuperé la esperanza y el valor de la comunidad. Vi con tanta claridad el amor entre la gente, ese que hacía tanto no veía. Era verdad, se ve en el mundo, ¡lo tenía al frente!. Conversando con las personas, muy cariñosas conmigo, recobré la ilusión. Viendo su alegría, su paz, su vida en común, comprendí que Dios no olvida a su gente, que Dios está con nosotros, que la iglesia no morirá mientras el corazón de la gente ame a Dios y lo busque sinceramente. Regresé feliz a Lima.

Había esperanza. Más aún cuando el 2009 tuve la oportunidad de enseñar mi primer curso en el centro en donde estudié misiología. Las puertas de la enseñanza, un mundo que me atrae profundamente, se me abrieron. Mejor aún si eran en el mundo teológico. Como antes, los nuevos espacios se presentan, permitiendo reemplazar los antiguos.

Sabía que mi tiempo se terminaba. No sé qué estaba esperando, si un milagro, si una expulsión violenta, o una señal del cielo. Mi asistencia a la iglesia era nominal. Si tras tres minutos percibía que la prédica era mala o insuficientemente preparada, salía del culto a conversar con alguien o me iba a comer un sandwich a uno de los pequeños restaurantes del área. A veces, me iba a la cuna, a quedarme con mi hijo. Si por ahí había algo interesante, me quedaba. Cada vez era peor, cada vez el interés se esfumaba más. A mis amigos cercanos los veía en otros ambientes: venían a mi casa, iba a sus hogares, nos tomábamos un café. Los tiempos de conversación post-culto no era necesarios para saber de ellos. Y a mi familia la veía en otros momentos. Esa no era la actitud. Me odiaba a mí mismo por eso. ¿Para qué el esfuerzo emocional de ir? Aún quedaban unas pocas cosas que me mantenían amarrado, pero eso dejó de ser así poco tiempo después.

A fines de 2009 el pastor asistente me contó, una noche que lo visité en su casa, que renunciará a la iglesia. Con él siempre mantuve buenas relaciones, y era uno de los pocos motivos por el cual podía asistir a la iglesia. Con su partida, realmente, se rompia la última atadura importante a la iglesia, así que su decisión de marcharse fue la gota que derramó el vaso. En diciembre fue la última vez que fui. Para ser sincero, no recuerdo ese último culto. ¿Estuve en la prédica? ¿Quizá en la cuna? ¿Acaso fui solo? ¿Anduve conversando con alguna persona? ¿Me la pasé leyendo en la sala de espera? Mi mente olvidó ese evento, como si fuera una cuestión de importancia menor. De esa manera, sin lagrimas, sin nostalgia, sin suspiros, sin tener el suceso en memoria, se acabaron definitivamente diecisiete años de vida junta a la iglesia. Si darme cuenta, un domingo le dije chau a la iglesia, para siempre.

domingo, 1 de agosto de 2010

Dejados atrás (28)

F) La sacralización (*)

Me gusta leer sobre la Segunda Guerra Mundial, aunque ya no lo hago tanto como en mi época escolar o universitaria. Es una afición que compartí con mi hermano Gabriel, no obstante él era mucho más experto en todo: aviones, tanques, campañas, bombardeos, capitulaciones, poortaviones, bombas atómicas y demás estaban en su mente muy vivas, como si de verdad hubiera estado allí, combatiendo en Guadalcanal, resistiendo en El Alamein, cercando Moscú o tomando Monte Cassino. Cuando recién entró al Hospital Rebagliati le compramos un libro bastante grueso de la Batalla de Stalingrado, el cual leyó en un día, ininterrumpidamente sin dormir. A ese extremo le apasionaba el tema.

También me interesaba todo eso, pero al mismo tiempo me entretenían cuestiones más ocultas, menos evidentes, como los ríos de pensamiento que subyacían la guerra. Me importaban los movimientos políticos, la ideología de Hítler y me sorprendía mucho la pasmosa inacción de los aliados ante la anexión pacífica del espacio vital alemán. Inutil Chamberlain. Eso hoy no se lo permitirían de ninguna manera al austriaco y su camarilla de gobernar Alemania. Pero lo que más me llamaba la atención era cómo el pueblo alemán, quizá el más culto del mundo, cuna de la reforma, el marxismo, de algunas revoluciones teológicas, de excelsos filósofos, de glorias de la música, pudiera estar embelezado por la pompa grandilocuente del nazismo. Grandes masas alemanas se hicieron nacionalsocialistas, dispuestas a todo por el mito del Tercer Reich. Un genio ese Joseph Goebbels. ¿Cómo se dio ese proceso? ¿Tan hercúleas pueden ser las técnicas de manipulación llevadas a la máxima potencia? Parece que así es. Este fenómeno, la verdad, me intriga.

Si el refinado pueblo alemán sucumbió a la ideología nazi, lo mismo ha sucedido con otras sociedades. El comunismo practica las mismas técnicas con el pueblo. Fue así en la Europa del Este, en la Unión Soviética, lo es en China. Quizá el ejemplo más triste de la actualidad es Corea del Norte, aislado, pobre, militarizado, donde no cabe el pensamiento diferente, pero lo que sí tiene es espectacularidad en sus manifestaciones públicas, como queriendo inyectar una grandeza que no existe. Los regímenes totalitarios han buscado controlar las mentes del pueblo, estandarizándolas rígidamente y no permitiendo otras ideas insurgentes. La mente debe cuidarse.

Aquí está la clave de todo. Debo ser enfático en decir que no es verdad que las iglesias evangélicas apoyan prácticas manipulatorias al estilo nazi o comunista, pero sí es cierto que existe una tendencia al pensamiento homogéneo que se impone en muchas iglesias. Con frecuencia no es posible disentir, no alentándose la confluencia de pareceres. Es sorprendente porque ello va en contra de la propia realidad del texto bíblico. Con mucha frecuencia me escriben correos electrónicos o me dejan mensajes en mi blog distintas personas que defienden la “verdad” bíblica, el cristianismo “centrado” en la Biblia, o se apoyan en afirmaciones muy ligeras que dicen algo así como que ellos son seguidores de Cristo y no seguidores de hombres, que seguirán las enseñanzas de Cristo en la Biblia, nada más. Todos han sido educados en las iglesias de manera rígida, excluyente, discriminadora. Ellos tienen la verdad y si tú tienes algo distinto por la razón que sea, significa que estás mal, en pecado, que ellos deben orar para que Dios te tenga misericordia. Como hijos de procesos educativos excluyentes, es natural que nunca hayan leído algo distinto a lo que su pobre teología les explica. Nunca se han planteado ciertas preguntas, y mucho menos saben de dónde surge el “cristianismo bíblico” que ellos defienden con uñas y dientes. No comprenden que su visión es una interpretación, como también existen tantas otras, que debe ser testeada para encontrar la relevancia de sus conclusiones. Su “cristianismo bíblico” es , probablemente, un cristianismo según Calvino, según Moody, según los fundamentalistas del sur de Estados Unidos, según Lutero, según Gustavo Gutierrez, según Darby. Ni cuenta se dan de eso. Si lo descubriesen, quizá realmente se habra una puerta a un dialogo vigente y pertinente con ellos.

Cuando los cristianos han querido establecerse y poner orden a su vida cristiana-eclesial, han desarrollado siempre diversos tipo de modelos. Quizá no somos concientes en absoluto, pero la forma en la que hacemos las cosas en la iglesia fue concebida en algún momento por alguien que las estableció, luego las objetivó, y finalmente las congregaciones o instituciones las sacralizaron. La ropa de los religiosos, la forma de la alabanza, la estructura del culto, la supeditación de un sermón a estrictas reglas homiléticas, la frecuencia y el modo de la Santa Cena, todo fue establecido en algún momento; pocas cosas en tiempos de la iglesia primitiva, mucho más en el transcurso de la historia. El desarrollo de modelos es algo absolutamente necesario, pero debemos siempre recordar que es precisamente eso, un modelo, que se hizo ayer y que mañana puede cambiar. ¿Te reúnes en células para afianzar la comunión? El modelo celular está bien documentado y tiene sus variantes. Desde la distribución por grupos de edad, de género o de estado civil, hasta los grupos de familias completas, como en Corea. Ambas han funcionado en sus ambientes muy bien. ¿Prefieres iglesias multitudinarias? Pues bien. ¿Quieres cantar dos horas repitiendo la misma canción? Es tu elección, tu modelo aplicado. ¿Prefieres estructuras episcopales? ¿O congregacionales?

El problema, lamentablemente, es la sacralización del modelo. Son nuestras cabezas limitadas, orgullosas y obcecadas las que han confundido la expresión pura y libre de la comunión entre cristianos con los modelos eclesiales, y eso es un gravísimo error que arrastramos como un pesado lastre. Por lo tanto, si no participas en la comunión mediante el modelo, estás fuera, te estás “enfriando”, tu vida espiritual es puesta en duda. Tomás de Torquemada revive y nos condena en el tribunal. Si osas ir en contra, como ya comenté, te espera la moledora de carne, que nos chancará sin piedad, expulsándolos en el vacío de la nada y la decepción. Una de las peores cosas es ir en contra de los dictámines del ungido, la cara visible del modelo.

La inquisición juzga a quien entiende la realidad de la iglesia de una forma distinta y trata de hacer las cosas de un modo diferente. Esta inquisición lo aparta y lo expulsa. No tolera el pensamiento diferente, lo aborrece, lo vomita. El que reflexiona, el que piensa un poco tomando una decisión respecto a su participación en la iglesia y no sigue a los demás como borregos es subversivo. Esta inquisición es tradicionalista, temerosa, letrista, limitada en pensamiento porque no tiene la capacidad de dar el paso hacia adelante, quedándose siempre estática en el mismo punto, sin moverse. Pronto se hará como la estatua de sal de la mujer de Lot. ¿Es esta inquisición reflejo del amor de Dios? No es reflejo de este amor, sí de la limitada humanidad que cree tener siempre la razón. Lamentablemente, el resultado de esto son congregaciones llenas de hermanos oompa-loompas: resignados, tímidos, sumisos, obedientes, sin opiniones personales distintas a las establecidas. Todos, según ellos, aspiran a tener el carácter de Cristo, pero yo en lo personal no encuentro la relación entre el carácter de un evangélico promedio y el Cristo de Lucas, por ejemplo. Por ningún sitio.

En mi iglesia local el modelo estaba totalmente sacralizado. El pastor titular era el monarca que decide sobre todos los asuntos, pero todos estaban de acuerdo con ello. El pastor titular tomó alguna mala decisión, pero nadie dirá algo porque Dios lo puso sobre nosotros. El pastor titular quiere un carro nuevo, y todos dirán que sí, espiritualizando las decisiones. Puede ser la organización profundamente informal y con altísimos riesgos, pero no interesa: es lo que Dios quiere para la iglesia local, y no podemos hacer nada para cambiarlo. Es la voluntad de Dios que las cosas sean como son. Los oompa-loompas dirán que sí a todo.

¿De verdad, es la voluntad de Dios?

Yo tengo profundas dudas.



(*) Dos párrafos de esta parte se extraen de Abel García García. “Los peligros de la iglesia de las mil caras”. Revista Integralidad, edición 4. Lima: CEMAA. http://www.cemaa.org/PDF/INTEGRALIDAD4.pdf (01/08/10)