
No es mi idea discutir a profundidad este tema que para nada está definido (pues sí, señores, no está definido a pesar de lo que leyeron por allí en algún manual básico de seminario evangélico o de lo que les dijeron en sus catecumenado eclesial). Para ello pueden ir a los textos fundamentales donde la inspiración se discute con seriedad o, dentro del universo blog en español, consultar como referencia la secuencia que en el blog Teosubversión se ha hecho. Sin embargo, necesito partir desde la inspiración, así que de todas maneras mencionaré algunas ideas pecando de simplista.
De manera muy general, cuando se habla de inspiración yo entiendo el término de dos maneras:
(1) Es la validación del contenido del texto bíblico.
(2) Es la validación del proceso que generó el texto bíblico.
Validar el contenido del texto bíblico implica que Dios considera al libro llamado “Biblia”, como una representación física donde su palabra está contenida y que tiene el propósito de comunicar una multitudes de mensajes al ser humano que, de otra manera, no podría recibirlos. Ese ente físico y palpable en forma de libro servirá, entre otras cosas, para “enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia. Así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado para toda obra buena (2 Tim. 3:16 Biblia de Jerusalén)”. La utilidad, por supuesto, dependerá de la permanente actualización del texto validado por Dios a través de los muy distintos escenarios en donde se encuentran los lectores, sean variopintas culturas, épocas o estado de avance de las ciencias. Por ello lo fundamental, más que concentrarnos en la literalidad del texto, es buscar el lenguaje teológico que Dios nos quiso comunicar, escondido en los distintos relatos y tipos literarios que la Biblia tiene.
Validar el proceso de generación del texto bíblico significa que Dios certifica su participación en la compleja secuencia de construcción de la Biblia. ¿Y cómo fue esta? Como bien es sabido, el desarrollo de las ciencias sociales tiene menos de 200 años. Antes de este desarrollo científico, se pensaba de una manera limitada y simplista, considerando que los libros de la Biblia fueron escritos por los autores que ella misma decía y más o menos en las épocas en las que hacía referencia. Por supuesto, hay muchos libros en los que es obvia la escritura rápida de un solo autor, como las cartas juaninas o algunas paulinas, pero lo mismo se suponía para el Pentateuco, Job o Isaías. El avance de la historia, la arqueología y el mayor conocimiento de las lenguas muertas nos van enseñando, cada vez con más claridad, que el proceso de escritura de muchos textos bíblicos fue más complejo que el simple “se sentó a escribir lo que Dios le inspiraba”, sino que lo que tenemos ahora pasó por una larga secuencia de podía partir de la tradición oral (basada en hechos reales) para finalizar siglos después en la cristalización de un texto definitivo, que se ha preservado hasta hoy. Validar el proceso implica que en toda esta lenta secuencia Dios participó, día a día, semana a semana, año a año, siglo a siglo, con el fin de construir con nosotros su Palabra expresada en lo que hoy llamamos Biblia.
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