
La informalidad es una característica importante dentro del mundo latinoamericano e inclusive del total del mundo subdesarrollado. Millones de pequeños negocios florecen en todos nuestros países empleando a la gran masa trabajadora que de esa manera mantiene a la economía a flote, generando flujos difíciles de medir para las estadísticas oficiales que no tienen otra alternativa que estimar las cifras de esta economía a la que se adjetiva con frecuencia como
subterránea o
sumergida.
Los negocios informales surgen por varios motivos. Uno de ellos son los altos costos de la formalidad. Es célebre el estudio de
Hernando de Soto detallado en “El otro sendero” donde demuestra que para constituir una empresa se necesitaron casi diez meses en el Perú de los ochentas (sólo cuatro horas en los Estados Unidos). El mismo estudio habla de otra de las causas de la informalidad: el alto costo de la permanencia como formal, donde se estimaba que más del 300 por ciento de las ganancias después de impuestos era el equivalente del dichoso costo. Por supuesto, la informalidad es mucho más barata, la opción real de las grandes masas pobres con ganas de emerger.
Ojo que no me refiero a las actividades ilícitas, como el tráfico de drogas o el robo, sino a acciones completamente lícitas pero que por su propio modus operandi tienen prácticas que no se ciñen absolutamente a la ley. Por ejemplo, pagan salarios por debajo del sueldo mínimo –lo que está de acuerdo a la teoría microeconómica-, no pagan los beneficios existentes como la compensación por tiempo de servicios (una especie de seguro de desempleo en el Perú), la seguridad social o los seguros médicos, no reportan todo el trabajo o todas las ventas realizadas y, por supuesto, o pagan muy pocos o ningún impuesto al gobierno. ¿Qué tan grande es esta economía? En Perú se estima que va por el 40 por ciento del total del producto bruto interno (PBI), algo realmente enorme.
La informalidad penetra en muchos estamentos de la sociedad y genera un estilo de vida, una manera de ver el mundo, un modo de hacer las cosas, que provoca desde el desorden en las calles hasta la desobediencia abierta a muchas de las normas establecidas (que, valga la pena decir, no tienen un mecanismo eficiente de inspección de su aplicación por la fragilidad de los organismos de control). Sus influencias llegan, inclusive, hasta las iglesias evangélicas. Obviamente también a las más fundamentalistas, las que se jactan de ser las más correctas.
La iglesia suele ser profundamente informal en lo económico. No hablo de la naturaleza de los diezmos, ya discutida
hace tiempo, sino en cómo se gastan esos recursos dentro de los “gastos operativos” de muchas comunidades. Pongamos de ejemplo las que están legalmente constituídas. Una práctica muy frecuente es no pagar los beneficios sociales de la misma forma que no los pagan las empresas informales. No hay provisión para la jubilación (hermanos, Dios proveerá, y más si es para los llamados por Él). Hay atrasos en los sueldos y sueldos por debajo del mínimo (y para colmo, se exige que la esposa también trabaje casi a tiempo completo en la iglesia porque el llamado “también es para la idonea”). Que el pastor languidezca por la pobreza no interesa; que limiten el trabajo de la esposa es lo correcto –dicen-. Hay que creer siempre en Jahveh Jireh. ¿Pensión de jubilación? Pensar en eso es falta de fe.
El personal que trabaja y no tiene cargo pastoral, como las secretarias, conserjes, vigilantes u otros quienes sean, tiene problemas parecidos pero a la vez un poquito distintos. Los pastores, al menos, tienen una base escritural neotestamentaria cuando se dice que “digno es el obrero de su salario”, tal cual lo escribió el apóstol Pablo. Los demás, en cambio, no tienen nada que extraer de la Biblia en manera explícita, y además algo adicional les juega en contra: la lógica del “servicio”. ¿A qué me refiero? Que su salario se recategoriza y pasa al rubro “ofrenda” por lo que ningún beneficio les corresponde. Así, también, se justifica el pagar sueldos menores al mínimo establecido por ley. Realmente lo que hacen –a los ojos de esas iglesias- no es un trabajo tal cual lo harían en una empresa cualquiera. Es un servicio para Dios que tiene lugar en la iglesia local. ¿Visión errónea? Evidentemente.
Lamentablemente no tengo estadísticas de ningún tipo del grado de penetración de la informalidad en el seno de las iglesias, pero estimo que es importante. Para mí, no hay dudas en declarar que esta es una situación injusta para muchos, y no hay dudas en decir que algo debemos hacer al respecto. ¿O es que no nos importa una efectiva mayordomía del dinero en nuestras iglesias?
Referencias
De Soto, Hernando. “El otro sendero”. Lima: Editorial Barranco, 1986.
http://www.comexperu.org.pe/archivos%5Crevista%5Cfebrero04%5Canalisis.pdf -(22/10/08)
Imagen:
http://www.prensalibre.com/pl/2005/septiembre/28/images/01e28sep05.jpg (22/10/2008)