viernes, 3 de agosto de 2018

Misericordia quiere y no sacrificios

Las últimas semanas han estado particularmente convulsionadas por múltiples frentes. Mientras el mundial ya terminaba con el Perú eliminado en primera ronda aunque ganando su partido de cierre, salió la noticia de la separación de padres e hijos en la frontera de México con Estados Unidos, cosa terrible que refleja los múltiples problemas que ha tenido la política migratoria del país norteamericano en las últimas décadas, que van más allá del contraste entre las medidas de Trump y Obama. Pero también ha estado en boca de muchos la discusión sobre el aborto que desde Argentina ha trascendido a los demás países. La cosa ya está a nivel del Senado con tensión in crescendo. Como siempre, la polarización ha estado en niveles máximos, y la discusión virtual ha estado intensa. Que tóxico se pone el Twitter con frecuencia. Los evangélicos, por supuesto, hemos salido en bloque con una defensa cerrada de la vida, con múltiples armas. 

Mi aproximación a este tipo de temas es burda y tal vez primariosa: primero, ir a las palabras del Maestro cuando le decía al pueblo indignado por la transgresión cometida por la adúltera que le tire la primera piedra aquel que no tiene pecado (Jn. 8:7). Esto es, eliminar nuestro complejo de justicieros; segundo, también ir a las palabras del Señor cuando decía que él prefiere la misericordia y no los sacrificios de los ceremoniales judíos (Mt. 9:13). Esto es, debemos fulminar nuestra religiosidad y el privilegio de la visión legalista, para ser reemplazada por la mirada amorosa, tan bien reflejada en Jn. 13:35, cuando el Señor dijo que se sabrá quienes son sus seguidores solo observando si se aman los unos a los otros. La dualidad de la que escribí más arriba es un eje de ortopraxis para mí, que choca frontalmente con nuestra predilección por juzgar a otros y esa tendencia casi natural a la religiosidad.

Mi mirada de misericordia me lleva a recordar a las tres mujeres que conozco que se sometieron a un aborto. Especialmente para dos de ellas, las secuelas fueron devastadoras, con años de sufrimientos mientras traían siempre al presente el caos de la decisión tomada. Un volcán de dolor. Pero ante eso hoy muchos hablan del aborto como si fuera un corte de uñas, una depilación, banalizándolo por completo, olvidando que es una cosa terrible, atroz. ¿Quién, pues, puede estar a favor del aborto? Vamos, nadie lo está, no se necesitan fotos para graficarlo mientras se busca generar repugnancia. Sin embargo, muchas veces las mujeres son puestas contra las cuerdas, por un novio que las abandona, una familia que amenaza con dejarlas desamparadas, un Estado que no ayuda en nada o una vida al límite, sin opciones, y ante ello ponen su vida en riesgo. ¿Imaginan por un momento la disyuntiva que obliga a tantas a tomar esa decisión extrema? Miles de cristianos pensamos que esa fue una decisión fácil y nuestras voces no tiene la más mínima misericordia ni compasión, sino el juicio intenso, hablando de que defienden al más débil, al sin voz, mientras lanzamos las piedras. ¿Es ese, de verdad, el móvil que nos mueve a oponernos? 

Ya lo he dicho antes: nuestros temas de interés público pasan todos por el sexo: nuestra oposición a la homosexualidad, la lucha contra el aborto, la tremenda ideología de género (que es lo peor porque, aunque no se entiendan las definiciones básicas de la teoría de género, es muy mala porque visibiliza a los homosexuales y otros pervertidos y sugiere que se brinde educación sexual en los colegios como una de las muchas herramientas que podemos utilizar para disminuir las asimetrías entre los géneros). De la cama parece que no salimos. Es nuestra obsesión. Y aunque no lo decimos de manera expresa, nuestro deseo es el que nuestra ética sexual sea la que todos tengan que vivir. Relaciones sexuales solo para el matrimonio. Aborto criminalizado a la par del asesinato. Homosexuales de regreso al closet y criminalizados también de ser posible porque son abominación ante Dios. Autarquía y soberanía para el Perú, porque hay organismos como la ONU u otros internacionales que quieren destruir la familia y homosexualizar el mundo. Es volver al siglo XV. Quizá por eso clamamos por las tradiciones, curiosamente usando argumentos que los católicos han tenido por décadas, cuando nuestro mensaje siempre recorría otros caminos.

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