lunes, 18 de noviembre de 2013

Dios en la esperanza

Cristo en la cruz clamaba por el desamparo de Dios Padre, desnudo frente a la multitud que lo aclamaba como a un rey días atrás y ese viernes pascual, extasiada, lo veía morir clavado como vil sedicioso cananista. ¿Negaremos este hecho? ¿Nos haremos de la vista gorda ante la realidad comprobada de que hay ocasiones en que Dios parece dormir, luciendo como si se hubiera ido de viaje, como si hubiera declarado asueto por un feriado largo? ¿Iremos en contra de la dominante alabanza que se concentra en las promesas, en el bienestar al lado de Dios, en declaraciones de victoria, de júbilo, en éxito? ¿Negaremos los tiempos oscuros, los valles de sombra de muerte, los escapes donde nos alimenta un mísero cuervo al lado de un arroyo escuálido? 

No nos hace menos cristianos el admitir la oscuridad que domina a veces a los senderos de la fe. Así, la sensación de desamparo la sentimos en la misma sangre, el sinsentido domina, el caos anda boyante, burlón. Dios brilla, pero por su ausencia helada, y parece que todo está perdido, que todo hiede, que no hay más que hacer. Parece que nos empujan a la rendición, a entregar el alma a la nada, a la renuncia irrevocable. ¿Es que, de verdad, no hay nada, realmente todo está perdido? ¿A dónde ver en tiempos agrios? ¿A la tierra prometida? ¿A la nube de fuego en la noche, que nos guíe? ¿A la tierra abandonada a la cual volveremos tras el exilio? ¿A dónde dirigir la mirada? 

 Quizá pidamos demasiado, quizá queremos que se nos abra el mar, o que rompa el velo del templo de arriba a abajo, algo así de contundente. ¡Queremos que nos lleven al cielo en carros de fuego! Y en realidad, el ver el firmamento en su inmensidad esperando la transformación de lo que nos está sucediendo hace que no veamos los márgenes desde donde Dios suele hablar, donde gusta manifestarse. No vemos el trajinar del padre, o el cielo azul recargado de las estrellas de medianoche. No escuchamos la voz amiga, el viento calmo a través de las palabras del confidente. No olemos el aroma reconfortante. No sentimos nada. Creemos que no hay esperanza, pero ésta surge de muchos pequeños lugares, y en todos éstos, está Dios, comunicándose con nosotros, animándonos a seguir respirando, recordándonos que está allí, hablándonos bajito y caminando con nosotros. A la esperanza no le gusta lo aparatoso. 

 Pero no queremos ver a Dios y seguimos ciegos en el gran túnel, ignorando las luciérnagas de la esperanza. ¡Siempre Dios es esperanza! Y ésta nunca se va, siempre está allí, pequeña a veces, grande también, pero siempre allí. ¿No es fuente de esperanza la sonrisa de la niña que nos hace bien a pesar de que el mundo se esté partiendo en dos? ¿No es fuente de esperanza la manifestación de Dios a través de la persona amada y el sentimiento compartido? Sí, eso y más. Por eso, a veces debemos dejarnos llevar y sentir la dulce palabra de Dios hablada desde lo pequeño, desde lo discreto, de donde nunca nos dijeron que era posible escucharlo.