sábado, 16 de octubre de 2010

Hoy creo poco

Hoy día anduve por todas partes. Compré madera en Villa María del Triunfo, utensilios varios en San Juan de Miraflores, fotocopié el material del curso que enseñaré en la universidad en La Molina. Regrese a Monterrico, tuve mi cita con la podóloga en San Isidro, y ahora ando en la casa de mis padres, casi en lo más arriba de mi distrito natal, entre las estribaciones andinas, con ruidos molestos del departamento del primer piso que están apurados por terminar los acabados. Hay una bonita vista desde el techo. Amo Lima.

Es como si desde muy temprano hubiera querido estar ocupado, no pensar ni sentir nada. Me levanté pensando en Dios, en mí, en mis profundas contradicciones y mis dobles estándares, esos que a veces me ahogan hasta la desesperación. Me sentí lejano, frío, amenazado por recuerdos que rápidamente quise rechazar. Bendita remodelación de departamento que me distrae. Pensé otra vez en Dios, en esa genial intervención que tuvo el día de las elecciones, cuando en medio de la Universidad Agraria, al lado de los sembríos de maíz, conseguimos una silla de ruedas para mi papá, permitiéndonos llegar con facilidad al aula donde estaba su mesa de sufragio, en el pabellón más lejano de todos. Maldita organización de la votación. Pensé una ocasión más y acabé rechazando a Dios, lo hice nada, lo estrujé dentro mío, lo negué tres veces como Pedro a la espera del resultado de los juicios. Me puse en guardia, listo a dar el primer golpe, o a ser masacrado por la potencia de la divinidad. No me importó quedar desvalido, como leproso veterotestamentario, o noqueado en el primer asalto; no podía aceptar a Dios, a su amor, a su presencia.

Le dije adiós.

Tuve ganas de regalar todos mis libros de teología, de hacer una pira en mi techo con todas mis Biblias. Intenté renunciar, decir que era suficiente con vericuetos cristianos y pobres manipulaciones. Sentí angustia. Inquietud. Mi menté, a la velocidad de la luz, hacía lo que quería, haciendo un saludo a la bandera con mis sentimientos, con ese deseo de Dios que me cautivó desde tan joven. ¿Qué me estaba pasando? ¿Será que me sentía demasiado solo? ¿Cansado en extremo?

Todo y nada a la vez. Un rato después, me di cuenta de todo.

Mañana serán cuatro años desde aquella noche, negra, en que él se fue. Cuatro años de vientos polares, de esquirlas, de recuerdos miserables, de sueños en donde ya lo identifico como ido, donde sé que su presencia es temporal, donde lo abrazo y no lo quiero dejar ir porque sé que está conmigo por cinco minutos, efímeros. Cuatro años de tontos consuelos, de gente que dice que me “entiende”, que “pasó lo mismo” pero que ve incomprensible que ante la tragedia exista gente que decida dejar a Dios a un lado. Cuatro años de extrañar profundamente.

Lucho cada día, de verdad, con uñas afiladas y dientes de acero para que Dios no se aleje, para tenerlo a mi lado. Es tonto, lo sé. Dios es el que me tiene a mí, el que no me suelta, el que me tiene paciencia eterna, no merecida. Pero a veces me siento triste, partido, como si no quisiera nada de la vida, como si quisiera que todo se termine de una vez, y me encuentre con la nada, con el vacío. A veces siento que no quiero saber más de Dios, deseando que me deje a la deriva, expuesto a la tempestad de la condición humana.

Señor, perdóname. Hoy es un día de esos. Son cuatro años, sé que lo sabes. Su recuerdo está clavado en mi corazón. Sé que lo entiendes. Mañana, quizá, será un mejor día.