domingo, 27 de junio de 2010

Dejados atrás (21)

B) El cortoplacismo

Mi mamá hace tiempo que se queja de lo mismo. Desde hace un quinquenio, por lo menos, ella se siente desamparada, dejada a su suerte en la iglesia. Se siente poco importante, algo fastidiada de que el liderazgo y, en especial, el pastorado, dediquen sus mayores esfuerzos a captar nuevos prosélitos dejando que la gente de años se las arregle como pueda. Yo me sentía cómodo con hecho de que me dejaran tranquilo, no metiéndose en mis cosas a pesar del afán intervencionista pastoral (en realidad, era por mis propios conflictos con la institución porque sería diferente si permanecería en el liderazgo o si fuera un miembro sumiso), pero con el tiempo descubrí que muchos cristianos no se sienten felices. El aburrimiento los somete. Una versión del desamparo los acoge. Hundidos si no estás involucrado en la evangelización del mundo-país-ciudad-barrio, con algo de esa melancolía de morir en este mundo y de vivir sin una estúpida razón.

Claro está, no todos. Algunos están muy habituados a la rutina, sin disposición a cambiar. En especial la gente mayor, que no quiere comenzar de nuevo otra vez a esas alturas de sus vidas.

La vida eclesial a la larga se vuelve monótona. Te conviertes, te involucras con intensidad en la obra; primero, como novel catecúmeno en clases de verdades fundamentales, células y reuniones de oración, pero al poco tiempo el papel que jugaremos será más activo. Cuando llegas al liderazgo, las opciones de servicio son cortas porque normalmente no se fomenta las iniciativas individuales en favor de la “visión” del pastor al cual Dios, según ciertas pseudo-doctrinas y creencias firmemente arraigadas en el imaginario popular evangélico, encomienda la dirección de la iglesia. Esto no es un problema para nadie porque nuestro cristianismo exige naturalmente un servicio a Dios que se concreta en especial en su iglesia con una gran entrega de amor desinteresado. Por ello, trabajaremos en las actividades que se configuran bajo la tutela pastoral porque sentimos que así servimos a Dios y a nuestro prójimo. En otras palabras, es el pastorado quien decidirá qué iniciativas del laicado se llevarán a cabo: si no coinciden con las de ellos, dejarán que se duerman en el sueño de los justos o irán a la congeladora, a favor de sus propias iniciativas. Como finalmente trabajaremos en lo que los pastores quieren, nuestro “ministerio” se restringirá a casi siempre las mismas cosas: predicar semana a semana, ayudar en campañas evangelísticas, enseñar en la iglesia, visitar enfermos, hospedar predicadores o misioneros, según el particular énfasis que los pastores tengan por su trasfondo, formación o preferencias. A largo plazo te aburres soberanamente, tan igual nos cansamos de un trabajo que nos somete por largo tiempo. Llega un punto en que la iglesia se hace sumamente cansina, simple, incompleta. Te agota recitar las cuatro leyes espirituales o predicar siempre sobre la regla de oro. No hay opciones para mayores profundizaciones. Las prédicas parvularias se convierten en un somnífero más potente que el Valium. El discurso oficial deja de explicar nuestras experiencias personales como seguidores del Maestro. Existen iglesias en que la oferta de actividades es mucho más grande, es cierto, pero no es algo tan común.

La monotonía a largo plazo parece ser algo estructural porque no sólo la encontré en mi iglesia local sino que la detecté en otras congregaciones, como una práctica que se extiende como un virus por todas partes, invisible, imperceptible. Ante ello, me surgió la siguiente inquietante pregunta: ¿Por qué muchos cristianos de segunda generación (hijos de cristianos) y cristianos de la segunda edad (con una cantidad no pequeña de años en la iglesia) sienten que la iglesia no tiene ninguna estrategia, programa o forma de acercamiento hacia ellos? ¿Por qué sienten una desconexión? Definitivamente el hacer siempre lo mismo por los siglos de los siglos tiene una influencia, pero mi impresión era que existían razones más de fondo, más allá de lo meramente superficial.

Al exponer este dilema al pastor asistente de la iglesia, él me comentó un punto de vista con el que estoy muy de acuerdo. Él decía que la denominación no sabe qué hacer con los cristianos de segunda generación (2G) y de segunda edad (2E), que hay cierto desconcierto por parte del liderazgo al pensar en qué hacer con ellos. Somos excelentes haciendo retiros, encuentros, campamentos, campañas evangelísticas. Nos preparamos para las dudas del recién convertido, sabemos qué hacer para trabajar en la restauración de un matrimonio o una familia cuando acaban de entregar su vida a Cristo, pero nadie se ha dedicado a pensar en la problemática del cristiano 2G y 2E. Pensando en la historia particular de la denominación, las palabras del pastor titular encuentran más sentido.

Mencioné páginas atrás que la denominación diseñó un programa de iglecrecimiento especial para Lima en los setentas que buscaba una expansión explosiva en todos los distritos de la ciudad. Fue un éxito rotundo. El avivamiento que experimentó la denominación en esos años es recordado casi con devoción por cristianos veteranos que vivieron esa época de oro. Conversiones a raudales semana a semana y la plantación de muchas iglesias fue parte del día a día, algo natural. Tan fuerte fue el crecimiento que la denominación se convirtió en poco tiempo en una de las más importantes del Perú desde el punto de vista numérico, sólo por detrás de iglesias de arraigo popular y muchos años como, por ejemplo, las Asambleas de Dios del Perú o la Iglesia Evangélica Peruana.

¿Por qué la iglesia no sabe qué hacer con los cristianos 2G y 2E? Coincido con la explicación que me dio el pastor asistente: la iglesia es muy buena para evangelizar gente, para convertirla y prepararla en un primer estadio, excelente para el corto plazo, pero muy mala para después. Yo lo pongo en otras palabras: la iglesia privilegia la visión cortoplacista de la misión que, atada a la hiperactividad y la neoplasia, concentra los esfuerzos en predicar el cristianismo en desmedro de la profundización de la experiencia cristiana. Predicar a todas las naciones es el núcleo de las actividades, la misión de cada cristiano por naturaleza. Todo es la pasión por las almas, el engorde, la neoplasia hiperactiva que busca crecer en la estadística del hoy, sin preocuparse en la vida de la iglesia en cinco o diez años, en quién dirigirá la iglesia en ese momento, en el liderazgo que sustentará las actividades; todo es el hoy. Dios proveerá todo para después, hermano, no te preocupes.



Cuando un cristiano “madura”, lo único que la iglesia le ofrece es continuar la visión cortoplacista pero desde arriba, como un maestro, consejero, o aportando a la obra. No existe más. No hay prédicas más profundas, énfasis en experiencias espirituales intensas o actividades para él, todo es crecimiento sin sustancia ni bases. La visión cortoplacista es el predominio de la iglesia en estado de “leche espiritual." Por ello las iglesias siempre tienen los mismos conflictos y las mismas preguntas. Pasan los años y siguen con las interrogantes respecto al alcohol, el baile, las fiestas, los tatuajes o el cine, lo cual no es más que la representación de una inmadurez bastante profunda. ¿Qué pasará con esos cristianos en el largo plazo? Sucederá lo que comentaron en una conferencia de la Fraternidad Teolológica Latinoamericana respecto a los jóvenes cristianos pentecostales profesionales en Chile: una migración lenta pero sostenida a denominaciones históricas, causada exclusivamente por su agotamiento en sus iglesias de origen por la monoactividad.


Esto parece formar una secuencia a la que llamo el flujo del laicado en la iglesia local. Algunas personas llegan a una iglesia, se convierten, están en ella 15 años y luego salen en búsqueda de otras experiencias debido, entre otras cosas, a su cansancio, sea en otras comunidades o en ninguna otra (no deja de ser cristiano, recalco. Pasa a ser cristiano sin iglesia, un fenómeno mucho más común de lo que se piensa). ¿Cómo una iglesia local puede evitar la salida de cristianos experimentados que pueden aportar poderosamente en su propia congregación? El pastor asistente me dio una respuesta que creo que es una de las claves: al cristiano 2G y 2E puedes retenerlo de una manera: cediéndole poder de decisión. Yo añado una respuesta más: se les retiene incentivando un ambiente de creatividad profunda y fomento de sus iniciativas. Por lo tanto, se necesita alentar sus emprendimientos, involucrarlos en la misión de Dios desde la perspectiva integral, donde se entienda que uno trabaja con Dios no sólo con diligencias “espirituales” sino que también se colabora con la Iglesia y la missio dei de otras maneras igual de reconciliadoras: con el medio ambiente, con uno mismo, con la sociedad. Cuando se presenta ese reto misiológico con total apertura a lo que el corazón de los laicos añoran, y se le acompaña de poder de decisión, rompemos el flujo del laicado de la iglesia local, y éstas conservarán su liderazgo por tiempos más largos, sentando los cimentos de iglesias más fuertes. Nos olvidamos del corto plazo para adentrarnos en el horizonte del largo plazo, donde nos volvemos partícipes de la historia, contribuyendo a ella creando bases que preserven el cristianismo a través del tiempo, de la misma manera en que muchos cristianos lo han hecho en el pasado.



En mi iglesia, el flujo del laicado podía observarlo con facilidad (hablaré más sobre él pronto, enfatizando otras razones ―además del aburrimiento― por las cuales un cristiano abandona congregaciones locales); también percibí un falso énfasis en perspectivas misiológicas integrales, frágiles ante el acento evangelizador. Por allí alguna iniciativas de miembros de la iglesia murió porque el clero no mostró el menor interés ya que no aportaba a su proyecto personal, dejándola morir al asignar la responsabilidad a personas poco preparadas; el poder de decisión manifestaba un efecto inverso al ideal: la democratización en los templos con la entrega de control a los laicos brilla por su ausencia, concentrándose el poder en manos del pastor titular, que con el tiempo tomó decisiones en la iglesia más allá de las cuestiones ministeriales, inmiscuyéndose en cuestiones administrativas que podían resolverse mejor si se dejaban en manos de laicos profesionales, expertos y dispuestos a dar su tiempo de manera sacrificial con ese fin. Salarios, contratación de personal, decisiones de inversión. Todo pasa por él. Un mal camino que ha expuesto a la iglesia a un fracaso calamitoso que espero no pase.

Una espera desesperanzada.

miércoles, 16 de junio de 2010

Dejados atrás (20)

A) La neoplasia

Cuando los miembros de lo que fue la primigenia congregación de mi iglesia local partieron de su iglesia-madre con el fin de comenzar su obra en la zona este de Lima en septiembre de 1991, poseían parámetros definidos de lo que sería el alcance a la clase media-alta, sustentados en los principios de iglecrecimiento desarrollados por Donald McGavran en el Seminario Fuller de California, enfatizando dos aspectos: primero, la receptividad / resistencia del pueblo oyente del mensaje de salvación (debemos ir a los lugares que son receptivos al mensaje del evangelio y descartar los que son resistentes, porque así la iglesia crecerá más rápido) y, segundo, el respeto a las unidades homogéneas (la gente escuchará y se convertirá con gente similar a ella, no con personas distintas). Para los gurúes de la denominación, la poca rigurosidad en el seguimiento del segundo principio llevó al fracaso del primer proyecto de alcance de la clase media-alta de Lima. La iglesia que se fundó con ese fin a fines de los setentas se llenó de gente de otros estratos sociales porque estaba ubicada en una avenida importante de la ciudad, convirtiéndose con los años en una iglesia de carácter metropolitano. Esta vez, se corregiría la estrategia, fundando una iglesia discreta, no masiva, “exclusiva”, oculta, sin letrero, sin mezclas con otros estratos sociales. No se quería una iglesia grande de más de mil miembros como las que ya abundan en todo el país, sino que se buscaba algo más pequeño, de máximo unos quinientos miembros. Ese era el plan inicial.

Pero el tiempo es inmisericorde y las cosas cambian inevitablemente, a veces para bien, a veces para mal. Quizá el pastor titular, que enseño Iglecrecimiento en el seminario, se dejó llevar por los principios de ventas y mercadeo que caracterizaba al modelo. O le ganó el deseo de ser el líder de una iglesia importante tanto numérica como económicamente dentro de la denominación. No sé en verdad qué motivó su cambio, pero en un momento decidió liderar una iglesia más grande, descartando el proyecto inicial más modesto. Es bien conocido que la principal medida de éxito de un pastor es el crecimiento numérico de la iglesia o grupo que dirige, aunque muchas veces esto se hace de forma irresponsable. Se busca llenar las iglesias de nuevos convertidos sin un soporte eficiente de líderes que permita a los neófitos crecer en la fe y conocer más de las verdades que la Biblia contiene. Interesa más las manos levantadas en un culto o la gente que asistió a un evento que el trabajo que implica atenderlos a todos. De acuerdo, somos más, pero ¿cuántos se quedaron en el camino? ¿Cuánto costó? ¿Qué pasa con todos aquellos cristianos que llegaron primero y se ven abandonados porque se prioriza la conversión de nuevos creyentes? ¿Es este acaso el costo de la expansión, el dejar a los que tienen algunos años a la deriva de su propio impulso?

Todo crecimiento no es bueno. Puede obesidad o, mucho peor, una neoplasia invasora. Se ha pensado, a lo Macchiavello, que el fin justifica los medios. No importa si no tengo la capacidad de recibir a doscientos convertidos porque Dios proveerá lo necesario. ¿Tienen que crecer en la fe, tengo que atenderlos pastoralmente y no tengo recursos? No interesa, lo importante es engordar, el Espíritu Santo ya se encargará del resto. Quizá nuestra misión sea solo plantar semillas. Además, lo fundamental es la conversión, porque con ella aseguramos la eternidad. Discipular es secundario. ¿Qué motiva ese crecimiento tan desordenado? ¿Podría ser el orgullo del pastor? ¿Captar fondos para alguna cosa en especial ―no necesariamente enriquecimiento del clero― de matiz sacrosanto, como construir un templo, un colegio, un orfanato? ¿Me importa la foto, la imagen, el ego?

El versículo principal que sustenta esta actitud es Mateo 28:19, la Gran Comisión. Se asume que este último pasaje es una prescripción para ser obedecida, el cumplimiento de un mandato que Cristo dio a sus discípulos que nos compromete con la predicación del evangelio a todas las naciones de la tierra. Por lo tanto, si me ordenan hacer discípulos, entonces el crecimiento es la señal directa del buen desempeño. Tan simple como la tabla del uno.

La evangelización ha sido entendida considerando al receptor del mensaje como parte de una multitud enorme y necesitada, lo que podríamos llamar como “perspectiva de la masividad”. Probablemente tenga que ver con el término “a todas las naciones” y con la cosmovisión cristiana de perspectiva dual que hace una distinción entre los que se salvan por su decisión personal e individual, y la gran masa de perdidos que forman una unidad esencial: sea donde estén y hagan lo que hagan, desde el punto de vista religioso irán al infierno, son todos de la misma condición. Por ello la estrategia de los colosales eventos en estadios, grandiosas campañas, conciertos que llenen el más grande coliseo de la ciudad, congresos enormes. Tú, Juan Pérez ―un individuo con un nombre y una historia―, eres uno de los 500 pecadores convertidos en la campaña del evangelista de moda en el Estadio Nacional de Lima. Nada más que eso. Tú no eres objetivo, sólo uno entre millones que necesitan la salvación.

Esta misión de tipo masivo es vinculada directamente con la Gran Comisión, pero, ¿era la intención del autor del evangelio? En realidad, recién a partir de 1940 se empezó a considerar a Mateo 28:19 desde el punto de vista misionero. En la actualidad, la erudición está de acuerdo en que el contenido de todo el Evangelio apunta hacia estos versículos finales, pero no de la manera en que el evangelicalismo lo entiende. Se presume que Mateo perteneció a una comunidad judeocristiana que huyó de Judea antes de la guerra del 70 d.C para establecerse en una región mayormente gentil. Estos cristianos todavía participaban en la vida religiosa hebrea ya que aún no se entendían como un cuerpo separado de los judíos. Sin embargo, con la destrucción del templo de Jerusalén todo cambió ya que se disolvió el lazo entre ellos y la sinagoga, generándoles un hondo desconcierto. Mateo escribe su evangelio antes de la ruptura definitiva con la sinagoga, cuando su comunidad aún creía tener el derecho de ser vista como el verdadero Israel. Le escribe a su comunidad en colapso, aislada de sus raíces, con una identidad vapuleada, necesitada de orientación, temerosa ante el futuro. A pesar de las distintas tendencias dentro de la comunidad, que iban desde el legalismo extremo basado en la Ley al espíritu como agente de milagros, Mateo no maquilla las diferencias sino que va más allá, preparando el camino para la reconciliación, el perdón y el amor mutuo dentro de su comunidad. Les ofrecía una salida a la crisis.

Mateo, al parecer, plantea como única manera de salir de la confusión y el conflicto que los aqueja el unir esfuerzos para emprender una misión entre los gentiles con los que conviven. Esto último es sumamente revelador: Mateo quiere mostrarle a su comunidad en trance una visión nueva que consiste en abandonar el encierro en sí mismos y en el judaísmo, para ver el amplio horizonte de la gentilidad como campo de misión, de identidad. Mateo no quiere hablar de masa, simplemente desea que sus lectores cambien su mirada, desde dentro hacia fuera. “Ir a todas las naciones” no es un llamado de multitudes: es el reto a para un grupo de gente acostumbrada a implosionar constantemente. Por lo tanto, la Gran Comisión no nos da pautas sobre el cómo hacer misión, sino simplemente sobre el dónde: más allá de nosotros mismos. No justifica una conquista del mundo, solo un viraje de rumbo.

Sin embargo, el crecimiento neoplásico domina hoy en toda Latinoamérica. El modelo tiene características propias y exige una serie de elementos para que pueda funcionar adecuadamente. Como en las empresas, requiere metas exigentes que demandan mucho esfuerzo: en el mundo laboral se trabaja hasta tarde, se viene hasta sábados y domingos con tal de salir bien en la foto de fin de mes, pero en la iglesia es algo distinto, el matiz es otro. Concretamente, el modelo de crecimiento neoplásico exige involucrarnos de lleno en el objetivo del crecimiento, que demanda muchísimas actividades. Una característica importante de la vida evangélica es precisamente su activismo feroz dentro del templo. Intenso, muchas veces atractivo, emotivo en ocasiones, también divertido con frecuencia. El activismo exige mucho tiempo de los miembros de las iglesias, y esto lo sé de primera mano ya que yo fui un church-colic (iglesio-cólico). La hiperactividad es regla en la iglesia.

El pastor titular, en una clase que llevamos juntos, me dijo que la absorción del tiempo por parte de nuestra iglesia y su hiperactivismo era un mito, que no tenía razón de ser. Para tratar de demostrar la falacia de su afirmación, hice un pequeño ejercicio, muy simple. Me pregunté: ¿Cuánto tiempo a la semana pasa un evangélico promedio en la iglesia? ¿Podemos medir esto? Claro que sí; basta con un sencillo cálculo donde sumemos el tiempo destinado en nuestras agendas para la iglesia. Como todo modelo, contiene supuestos que pueden ser rebatidos, pero a mi entender son bastante razonables.

La semana tiene 168 horas, de las cuales pasamos en sueño 56 (asumiendo 8 horas). El tiempo efectivo es, entonces, 168 – 56 = 112 horas. En el trabajo pasamos 40 horas a la semana; transportarnos hacia él serán unas 7.5 horas (1.5 * 5 días); el período de acicalamiento mañanero más el descanso de fin del día pueden tomar unas 12.5 horas (2.5 * 5 días). Esto nos da un total de 52 horas libres a la semana, que deben repartirse entre las múltiples actividades que tenemos como opción, como la familia, el deporte, la lectura, la televisión o las reuniones sociales.

¿Qué porcentaje de esas 52 horas consume un evangélico en su iglesia? Imaginemos una iglesia de dinamismo medio (no tiene actividades todos los días) y una persona líder que participa en dos ministerios (el que le corresponde por su edad y estado civil ―adolescentes, jóvenes, jóvenes adultos, matrimonios, adulto mayor―, y uno extra ―caballeros, damas, escuela dominical, alabanza, anfitrión―¬). El culto son dos horas, la academia bíblica son dos horas más, la reunión o célula del ministerio principal son dos horas, la reunión secular de afianzamiento de vínculos ―si eres un líder que realmente hace su trabajo― usualmente sabatina demandan dos horas adicionales, los respectivos comités de actualización y logística son 1.5 horas, el ministerio extra 2.5 horas y actividades especiales (campañas, retiros, reuniones adicionales, consejerías) 1 hora a la semana. Dentro de este tiempo se incluye la actividad previa, como preparar temas, clases o el tiempo de llegada anticipada a la iglesia. En total tenemos 13 horas a la semana dentro de actividades eclesiales.

La matemática es bastante simple. 13 horas en las actividades entre 52 horas del total de tiempo libre dan un total de 0.25 o, si prefieren leerlo así, un evangélico líder consume 25% de su tiempo libre dentro de la iglesia. Es una proporción mayor a la del dinero que se suele entregar: 10% del diezmo más un 5% en promedio de ofrendas de los ingresos netos (aunque algunos pastores sostienen que debería ser de los ingresos brutos). Un notable 10% de diferencia. La cifra puede aumentar si nuestro modelo es cambiado. Podemos asumir que la persona trabaja medio día del sábado (horas libres totales = 45h. Tiempo consumido = 28.9%), o todo el sábado (horas libres totales = 40h. Tiempo consumido = 32.5%). E inclusive ampliar nuestro horario de trabajo, y el indicador superaría la barrera del 35%. Pero siendo conservadores, una cifra de 25% resulta más que adecuada.

El problema es que implícitamente se sugiere que a más ratio, más santos somos. En otras palabras, mientras más involucrados estemos en actividades en la iglesia, mientras más ministerios tengamos, mientras vayamos a más reuniones de oración, a más cultos, a más congresos, nos vinculemos en lo más posible, seremos mejores cristianos. Se cree esto porque como el mundo es pecaminoso, le pertenece al diablo y va camino a la destrucción. Por lo tanto, no vale la pena involucrarse en él más que lo mínimo necesario ―el trabajo usualmente es este mínimo― por lo que todo puede y debe realizarse dentro del templo, llenado las agendas de los feligreses de actividades (“¿Por qué hacer tesoros en la tierra si todo es corrompible? ¡Hay que hacer tesoros en el cielo!”). ¿Puede el activismo reemplazar la esencia de la vida cristiana? ¿Los retiros, las células, las comisiones, los cursos pueden ser un sucedáneo del amor al prójimo o la comunión? A mi entender, no. Pero es un grandísimo peligro tan igual como el legalismo o la falta de fe. Y un asunto adicional es que muchos pastores incentivan eso ―aunque si les preguntas directamente lo negarán, aduciendo alguna excusa―, al extremo de tener en su cabeza de forma inconsciente un indicador de madurez basado en el número de actividades realizadas. Lo miro con frialdad: ¿quién sale ganando con estas muchas horas-hombre de costo cero?

La exigencia por el crecimiento viene del lado pastoral con su énfasis ministerial, explicando parcialmente el comportamiento de la gente que ocupa tanto de su tiempo libre en la iglesia. Hay otra causa que he observado con interés. Se origina en el propio laicado, y la denomino como la “perspectiva de la adicción”. Bastaba ver los boletines del 2008 y hacer un conteo. Tres o cuatro retiros matrimoniales al año de cuarenta a cincuenta parejas cada uno, retiros de damas, caballeros, niños, jóvenes, jóvenes adultos, células, cursos, congresos, conferencias, campamentos, reuniones diversas, que sirven de herramientas evangelísticas. Una característica casi todos los “encuentros” es la manipulación emocional: remueven cosas del pasado al hablar de temas específicos según tu edad (padres, madres o enamorados para los jóvenes, por ejemplo), las sacan a flote en las sesiones de compartir grupal, lloras, te retuerces, te dejan vulnerable, te dan una salida presentándote a Cristo. Todo sucede en un ambiente perfecto, con personas sonrientes a cada instante, totalmente dispuestas a ayudarte. Es todo muy emotivo, formándose conexiones intensas en un ambiente propicio cuidadosamente preparado. La mayoría suele quedar impactadísima con el programa y, con ese enganche, se entregan con pasión a las actividades de la iglesia. Se vuelven adictas al programa, al pastor titular que les dijo alguna frase bonita, a las lágrimas del retiro, a las emociones a flor de piel. Se quedan porque quieren repetir lo vivido. Otros evitaron mediante el “encuentro” superar una situación compleja como una crisis matrimonial o un problema de baja autoestima, afianzando aún más su adicción. Lo he visto con frecuencia: se comprometen con todo. Irán a las reuniones, células, cultos o lo que haya. Invitarán a todos sus amigos para que descubran el nuevo mundo que acaban de encontrar. Sin embargo, pronto se acabará el primer amor, se agota el interés porque acaban dándose cuenta que los “encuentros” se mueven en un escenario artificial, falso, sintético. Pero no se preocupen porque el nuevo retiro viene, comenzando nuevamente el cíclico proceso. Entre encuentro y encuentro, algunos se quedan en la iglesia pero la mayoría se va. El programa de encuentros tiene un efecto marginal en el crecimiento de la iglesia, pero tiene un flujo muy alto, que tiene la propiedad de prolongar la adicción por largos períodos.



La neoplasia es, entonces, como una moneda. Cara es la perspectiva de la masividad que proviene de los pastores y requiere una hiperactividad grande por parte de los feligreses; sello es la perspectiva de la adicción que viene de los propios laicos, adictos a los programas, cultos, células, campañas evangelísticas, pastores. Tristemente ambas convergen y se complementan perfectamente. Ambas atrapan a clero y laicado, que no se da cuenta de esa condición, aunque por las estructuras de poder el laicado tiene todas las de perder. Ambas quitan la libertad real, ambas reemplazan a la Biblia por empujes humanos que se alimentan de nuestras propias pasiones y deseos. Al observar cuidadosamente, comprendí que ambas perspectivas dominaban la iglesia pero todos parecen muy felices, aparentan no darse cuenta del mal que los aqueja.

lunes, 14 de junio de 2010

Dejados atrás (19)

Incompatibilidad de caracteres

En enero de 2008 mi esposa y yo regresamos a la iglesia. Me sentía sumamente raro, como un hebreo en el desierto del Sinaí que ante los problemas de la ruta (léase: desintegración de mi grupo de reflexión) miraba lo bueno de la esclavitud olvidándose de los extremos beneficios de la libertad. Era maltratado, molido a golpes, abusado; sufría todos los días, pero eso era mejor al sol inclemente, la falta de agua y carne o a la monotonía del maná. Lo que debía ver eran las tierras palestinas, los valles galileos, el agua del Jordán o los peces del Mediterráneo; se quedó en la imagen de las pirámides egipcias con harto sudor y mucho castigo. Algo dentro mío añoraba el pasado, quería volver a los tiempos buenos ya definitivamente idos, como si deseara replicar la sensación de seguridad de antes. Burda ilusión: casi todo ya estaba muerto. La iglesia era una desconocida para mí, era otra, bastante desemejante a la que abandoné. ¿Había cambiado ella o, más bien, era yo el diferente? Es cierto que yo no era el mismo ―en especial en asuntos de la fe― pero me era evidente que la congregación se había transformado.

Rápidamente me di cuenta que quedaban muy pocos vínculos que me ataran a la vida eclesial, salvo algunos amigos cercanos. Sentía un recelo de algunas personas que, seguramente, fueron advertidas de un posible trato conmigo, el rebelde insumiso-seguramente-en-paupérrimas-condiciones-espirituales. Los amigos cercanos sí se acercaron sin problemas, así como los adolescentes que estuvieron a mi cargo (a esas alturas, unos universitarios impetuosos). Sin embargo, el ambiente era frío, y los lazos frágiles. Pensé mucho en mi actitud anterior. ¿No tendría el pastor titular toda la razón? No sería todo culpa mía? ¿Mi corazón es impuro y se resiste a escuchar la voz de Dios? ¿No me interesa la unidad de la iglesia sino su destrucción, el daño? ¿Estoy lleno de rencores, que desde ellos hablo, me expreso, critico, vocifero? ¿Debo someterme a la autoridad de los llamados por Dios? ¿Me era necesaria una purificación?

Ante ello, se me hizo urgente evaluar mi corazón para analizar la iglesia con otros ojos. Debía alejar la emotividad y centrarme en lo objetivo del pensamiento analítico, que me permitiese, sin pasiones ni subjetividades, encontrar si era la iglesia la que se hundía o si yo era el que estaba en estado calamitoso. Para eso, me comprometí a utilizar mis conocimientos misiológicos de una forma que me permita analizar a la iglesia de la manera más limpia posible. En este momento es que nace la idea de encontrar las razones de mi alejamiento de la estructura eclesial. Terca obsesión de encontrar una explicación razonable y coherente de todas las cosas.

El resultado me asustó porque no pensé en encontrar a la iglesia en un estado de disfuncionalidad tan grande. Me sorprendió que la comunidad haya mutado de esa manera, continuando en ese proceso sin aparente posibilidad de cambios en el corto plazo. Tristemente encontré a una iglesia atrapada, adicta, hiperactiva, escapista y dependiente, que está feliz cómo es, ciega a su propia condición y que no quiere cambiar por decisión exclusiva de su liderazgo. Si tratase de agrupar las conclusiones, tendría tres partes por donde transcurre el análisis:

a) La congregación
b) El pastorado
c) La institución

Cada una de ellas tiene dos conceptos base que tratan de explicarlas:

―Congregación: Neoplasia, Cortoplacismo.

―Pastorado: Indispensabilidad, Degeneración

―Institución: Informalidad, sacralización.




Ir pensando, poco a poco, en estos elementos, me hizo ir concluyendo en lo inevitable de mi partida irreversible. Era como si nuestros temperamentos fueran absolutamente contrarios, como si nuestros caracteres fueran completamente incompatibles. La hora del divorcio se acercaba. Cuando los últimos lazos se rompieron, en especial con la renuncia del pastor asistente a la iglesia, me di cuenta que no tenía sentido el seguir asistiendo a la iglesia. Nuevamente me despedí. Esta vez de manera definitiva.

miércoles, 9 de junio de 2010

Dejados atrás (18)

Yo abandoné la iglesia sin decirle a nadie, pero nadie lo percibió porque lo hice a inicios del verano, cuando media congregación anda de vacaciones o tomándose autolicencias en las playas del sur de Lima. En febrero de 2007 (y en circunstancias que estoy tratando de recordar y no puedo, aunque sospecho que fue via correo electrónico) le comenté a alguien sobre mi decisión, encendiéndose todas las alarmas. Aunque estábamos en abierto conflicto, casi todos éramos miembros de la iglesia que habíamos decidido hacer las cosas por nuestra cuenta, sin intentar irnos o hacer una comunidad por nuestra propia iniciativa. Estábamos tranquilos con el híbrido que teníamos. Sin embargo, el que yo la abandone cambiaba el escenario. Los pastores me consideraban el líder del grupo, nunca se tragaron el asunto de la homogeneidad porque a sus mentes eso le parecía algo absolutamente incomprensible. Por lo tanto, mi partida podría significar un aliciente, un impulso para que el resto de chicos del grupo también deje la iglesia. Y hablábamos de, por lo menos, diez jóvenes con condiciones de liderazgo y un gran don de servicio que no servían en ningún ministerio pero al menos continuaban siendo miembros nominales de la iglesia. ¿Cómo le explicaría eso el pastor de jóvenes al pastor titular? Estaba en problemas serios.

A los dos días de que se encendieran las alarmas, el pastor de jóvenes, ansioso, trató de comunicarse conmigo. No recibí sus correos electrónicos (lo tenía bloqueado en mi vetusta cuenta de Hotmail, recuerden). El próximo domingo fui al terminar el culto para entregar algo a una persona y de inmediato se me acercó, pidiéndome conversar en el lugar que quisiera, la hora que quisiera. Le di mi dirección electrónica de Gmail, me escribió y quedamos en vernos el sábado siguiente por la mañana en el Starbucks de Los Frutales y Javier Prado, mi Starbucks, el que está en las calles de mi infancia, adolescencia y juventud. Me intrigó enormemente, pero me parecía que el pastor tenía algo de temor al pensar en que sería responsable de la ida del grupo. Tenía que evitarlo al costo que sea.

Fue una conversación rara desde el principio. Yo hablé claramente de las cosas que me hirieron, de mis fastidios, del dolor por mi hermano, del ataque en sus devocionales y el púlpito por parte de él y del pastor titular, de lo ridículo de su molestia por el grupo, de que si lo que les preocupaba era la enseñanza bíblico-teológica, yo tenía igual o más estudios que ellos y que eso podía sustentar lo que hablábamos en nuestras reuniones ―rigurosidad no iba a faltar―. No tenía nada que perder así que fui transparente, directo. Lo que me sorprendió fue la actitud con la que encaró mis palabras. No fue ofensivo sino todo lo contrario, pidiéndome disculpas por cada una de las veces en que me había herido a mi o a algún integrante del grupo. Cada cosa que le achaqué la asumió como verdadera pidiendo perdón, lo que pareció sumamente sospechoso. Todo sonaba muy artificial, una maniobra desesperada, hacer lo que sea por evitar que algo suceda, así sea mentir sin descaro. Era evidente ―lo demostró su actitud posterior― que sus disculpas no eran sinceras, fue claro que no estaba arrepentido de nada, era seguro que, como buen pastor promedio de la denominación, estaba convencido de la razón de sus actos y argumentos y de mi profundo error que merecía su más profunda misericordia. El pedido de perdón era protocolar, como cuando Hugo Chávez y Álvaro Uribe salen abrazados al final de una asamblea de presidentes tras insultarse toda la semana: todo es para la foto, para la apariencia, con el fin de seguir las reglas diplomáticas. Así era este petitorio de disculpas: una sonrisa para la primera plana, pero totalmente falsa. Nuevamente juró ante Dios que nunca leyó mi blog ni el blog del grupo; que sabía que existían pero que nunca había entrado. Me pidió los enlaces para chequearlos ―según él, por primera vez―. ¿Cómo un ministro cristiano puede ser tan poco sincero? ¿Cuándo los cristianos nos volvimos así? ¿Cuándo nos degeneramos? ¿Cuándo la oveja se convirtió en el lobo? ¿Cuándo aprendimos las tácticas de la vieja política que tanto daño le ha hecho a nuestros países?

La cereza que coronó la torta vino un rato después. Tras terminar un frapuccino caramel venti, mi favorito, me dijo lo siguiente:

― Tú ibas al seminario. Ahora estudias una maestría teológica. Tienes inquietud pastoral. Quieres entrar al ministerio, ¿no?
― La verdad es que a estas alturas no lo sé. Me interesa la teología, pero el pastorado como tal creo que ha perdido el atractivo para mí―le contesté―. Ya fue.
― Porque mira, yo tengo cuarenta y un años. Ya empiezo a ser viejo para ser pastor de jóvenes. Alguien tendrá que hacer ese trabajo…

Me sentí como Cristo en el monte alto, cuando Satanás le mostraba todos los reinos de la tierra, bajo su potestad y su control. La tentación del poder me fue presentada. Como yo tenía intereses ministeriales, el pastor de jóvenes me ofrecía el trabajo que él tenía. Quizá podríamos laborar juntos, y tras unos años podría hacer lo que a mi corazón le inquietaba. Era algo que no podía hacer, me sonaba repulsivo, desgastante. ¿Tan desesperado estaba el pastor que me ofrecía algo de esa magnitud? ¿Tanto miedo sentía? ¿A qué le temía? ¿Era para tanto?

―Lo siento, pero mi decisión está tomada. De lo que puedes estar seguro es que no sugeriré a nadie a que siga mi camino. Esta es una medida personal, pero en ningún momento pensé en insinuársela al resto del grupo― Le dije al final. No sé si lo tranquilicé con esas palabras, pero era la verdad: mi salida era personal, hija de mis propias experiencias. Los demás tenían las suyas, debiendo hacer lo que su propio corazón les alentara. Si deseaban quedarse en la iglesia, excelente. Si se les antojaba irse, muy bien. Cada uno era libre de tomar la decisión. Esta libertad era compleja de entender por parte de los pastores de la iglesia.

Ese fue el último contacto directo que tuve con el pastor titular o el pastor de jóvenes. A partir de allí, pude concentrarme en uno de los pilares que el grupo quería para sí mismo: un énfasis sobre lo social, ya que creíamos firmemente en la relevancia de la misión integral en la vida de la iglesia. Hablamos de eso en un programa de televisión para un canal cristiano de Lima donde, sin querer, los cuatro expositores hicimos convergencia ante el reto de la misión múltiple de los cristianos: la búsqueda de la reconciliación con Dios, con nosotros mismos, con los otros y con el medio ambiente que nos rodea. Comenzamos a trabajar en un proyecto educativo de ayudantía docente, aunque vale la pena reconocer que no con el énfasis y la rapidez que debíamos. Todo lo hicimos lento, avanzábamos a paso de tortuga y con demasiadas distracciones, lo que hizo que el esfuerzo se diluya poco a poco. Mi dejadez me ganó por goleada, sin llegar jamás a concretar el proyecto, del cual aún tengo los avances en el archivo de mi computadora, durmiendo el sueño de los justos. Lo que sí logramos, sin querer, es fungir de competencia ante nuestra iglesia. Repentinamente el pastor titular hablaba de expandir los campos de misión y le comentaba a la iglesia de la necesidad de aportar en el aspecto social ―en otras palabras, tomo como suyo nuestro discurso― empujando el carro para que la iglesia constituya una ONG que canalice toda la obra social, la que al final formaron con algo de premura. Sin querer, logramos que la iglesia ponga en su agenda el aspecto social, y trabaje al respecto. ¡Una buena cosa! A la larga, esta fue una de nuestras principales herencias.

Dos personas cruciales se marcharon por distintos motivos (una se cambió de iglesia, la otra se fue a estudiar a California), debilitando aún más a la comunidad. A fines del 2007, me era claro que el grupo estaba herido de muerte, que estaba débil, que su fecha de defunción estaba próxima. Con idas y vueltas, el grupo se reunió hasta mayo de 2008, cuando nos juntamos por última vez. Me sentí mal porque era conciente que no hice todo lo posible, que mi esfuerzo fue incompleto, que debí ponerle más energía para que las cosas funcionen. Me sentí responsable porque al final se hizo poco de lo que inicialmente se pensó. Las cosas no se desempeñaron tan bien, aunque haciendo un balance fue una buena experiencia. Varios de nosotros éramos concientes que quizá en un nuevo intento en el futuro se corregirían los errores cometidos en éste, para así poder crear una comunidad acorde a nuestra manera de entender la fe. Por ello, nuestra convicción de la transitoriedad del parón era firme, sabiendo que en un tiempo, tras reflexionar sobre la vivencia adquirida, trataríamos otra vez.

Cuando me di cuenta de la debilidad del grupo y su inminente final, una parte mía me gritó diciendo que mi nueva estructura debía ser reemplazada. Un año antes mi esposa y yo tuvimos una fracasada búsqueda de congregación, así que comencé a evaluar el retorno a la iglesia donde había tenido tantas zozobras, la que quitó mi nombre de sus listas (hay gente que no va nunca y allí sigue, cinco o seis años después, pero a mí me borraron de inmediato). Mi excusa fue Daniel, mi hijo, revolución, vida nueva, felicidad máxima llegada el 22 de noviembre de 2007. La debilidad por Gabriel, que me constreñía hasta la depresión, se hizo fuerza por Daniel, que me alentaba a seguir, a esforzarme, a buscar con intensidad a Dios. La añoranza por Gabriel no desapareció sino que se complementó con Daniel haciéndome mirar hacia adelante ―el horizonte de Daniel― pensando siempre en el pasado ―el sitio que Gabriel domina―. Fue como el equilibrio que necesitaba: la tristeza de la muerte sosegada por la alegría del nacimiento.


Aunque las partidas son dolorosas
las llegadas son
muy
demasiado
abolutamente
jubilosas
Y esta lo es
en demasía
Bienvenido, Daniel
Prometo hacer mi mejor esfuerzo
por ser un buen padre
para ti.


Daniel fue excusa porque me puse el tonto argumento de que él necesitaba crecer en un sitio donde tenga amigos cristianos que le permitan aprender el valor de la Biblia, de Dios. Digo tonto porque el que realmente quería volver, añorando un pasado definitivamente ido, era yo, ansioso por recobrar la vieja estructura que fue mi cobijo por tantos años. Convencí a mi esposa ―totalmente excéptica― para volver, a pesar de su negativa completa. Ella me advirtió de la inutilidad del retorno, de que sufriría más, que recuerde los sinsabores, los ataques, el dolor, teniendo razón. En enero de 2008, regresamos a tratar un comienzo nuevo. Pero todo era distinto.

Distinto porque yo era un marginal, porque era nada más que un asistente que solamente podría observar, porque estaba fichado, porque estaba marcado. Esto puede parecer negativo pero me permitió por primera vez observar a mi iglesia en su vida habitual sin apasionamientos ni compromisos ni vínculos emocionales, con los ojos de un misiólogo que ausculta a su objeto de estudio con visión de científico social. Me encontré con cosas tristes, terribles, deprimentes. Lo que descubrí me dio miedo, pero permitió romper las últimas ataduras que me vinculaban a mi pasado eclesial, consiguiendo por fin la libertad completa.

lunes, 7 de junio de 2010

Dejados atrás (17)

Rebeldías emergentes

La rebeldía, para muchos, es una mala palabra, casi un insulto, una de las peores afrentas. Es un calificativo sumamente negativo para los cristianos de los que se espera todo lo contrario: sumisión, humildad, respeto hacia la voz jerárquicamente superior. Se espera que seamos como la madre Teresa de Calcula, como Gandhi o un monja de clausura; nos enseñan que siempre estemos dispuestos a dar la otra mejilla.

Eso éramos en ese momento, rebeldes, achacándonos un estigma que marcaba nuestras frentes. No nos decían que perdimos nuestra salvación porque crecimos en un ambiente calvinista, porque si no, de seguro ya éramos candidatos seguros al último círculo del infierno. Sin embargo, la adjetivación de la palabra es muy relativa. Hoy, por ejemplo, Bonhoeffer es un héroe, pero la sumisa iglesia alemana de la época hitleriana no tiene el respeto de nadie. La resistencia francesa tiene la consideración popular, no así el regimen colaboracionista de Vichy. Cristo mismo fue un rebelde que se opuso a la religiosidad farisaica. Hoy celebramos los bicentenarios de nuestras independencias que nacieron de oscuras conspiraciones y cruentas batallas contra el abusivo dominio español, y nadie trata a José de San Martín o Simón Bolívar como insurgentes inútiles. Túpac Amaru es parte del imaginario popular peruano, y ni hablemos de la influencia de la revolución méxicana en la actualidad de esa nación. Lutero es, en cierta forma, el padre de la iglesia evangélica actual y nadie lo acusa de insumiso. Uno de nuestros nombres (protestantes) no es casual: nacimos ante el escandaloso estado del catolicismo de finales de la Edad Media, ante el cual nos opusimos, peleamos y prevalecimos. Lo que quiero decir, en resumen, es que en ocasiones es lícito el derecho a la rebeldía, se justifica oponerse, se hace lícito ir en contra.

Por supuesto, eso depende. Ser rebelde sin causa no tiene sentido para el cristiano porque sabemos que muchas de esas actitudes contrarias nacen de un corazón que anhela el pecado, que se relaja ante las exigencias de la fe. Muchos se “rebelan” porque quieren la comodidad hedonista y aman la vida sin compromiso. Pero hay rebeldías que nacen del inconformismo ante religiosidad que pretende ser relación genuina con Dios, de la insatisfacción de percibir que tu iglesia, nacida con esperanza y amor, se ha convertido en el feudo de un individuo que cree tener todas las respuestas, que está tan copado por el orgullo que no era capaz de escuchar a nadie a su alrededor. En ocasiones ser rebelde es inevitable, sin importar asumir el riesgo de la crucifixión, la muerte más cruenta. Ser rebelde puede ser un destino. Como sabíamos que nuestra rebeldía nacía de una actitud justa, nos sentíamos orgullosos de ella. Éramos rebeldes a mucha honra. Cristianos que, con todo el corazón, queríamos una iglesia mejor, un cristianismo mejor. Hasta hoy es algo que nos sigue moviendo.

Cuando tomé, con enormes dudas, la decisión de dejar la iglesia, me quedó el grupo de reflexión. En navidad tuvimos una reunión muy concurrida en la casa de uno de los miembros―con intercambios de regalos incluido―, lo que nos dio un aliciente para continuar. Había muchos ánimos a principios de 2007. Una comunidad con grandes expectativas, animada por crecer como seguidores de Cristo.

Como ya he dicho antes, yo he tenido la necesidad de estructuras. La iglesia lo fue, pero luego sus cimientos se socavaron. Mis propias búsquedas, entre otras cosas, implicaban encontrar una nueva estructura sobre la cual mi vida emocional (pero, especialmente, mi vida espiritual) tenía que cimentarse. Aún no asumía a plenitud el concepto del cristianismo inestable, esto es, el cristianismo que basa su día a día en la duda permanente, en la validación perenne de las prácticas misiológicas, en la permisimidad de la multiforme gracia de Dios que fomenta una variopinta experiencia de fe. Esto necesita desestructuración, pero aún no estaba listo a estas alturas. Por ello, el grupo se convirtió en mi estructura eclesial nueva, se hizo mi iglesia.

Al principio, todo anduvo bien.

Aunque no quiero discutir aquí sobre eclesiología, el grupo era una iglesia con todas las de la ley. Vivíamos la comunidad con intensidad, compartíamos de la palabra de Dios, participábamos en obras de amor desinteresado al prójimo, conllevábamos las alegrías y las penas, sólo diferenciándonos en el asunto del clero tradicional. No teníamos un pastor formal, sino que creíamos sinceramente en el adagio luterano que decía que el sacerdocio es de todos los creyentes, tratando de ponerlo en práctica. Sin embargo, el intento de la práctica de este principio nos trajo el primer gran problema. Vamos con un ejemplo que, espero, ayude a clarificar lo que quiero decir. Imaginemos una comunidad/iglesia con cinco personas miembros y cinco tareas por realizar:



Según la lógica de la comunidad (que puede sustentarse, por ejemplo, en la Trinidad y en la kenosis) y el propio sacerdocio de todos los creyentes que cancela las divisiones arbitrarias entre laicos y clérigos, todos podríamos hacer las tareas que la vida eclesial tiene por naturaleza. No habría actividades restringidas; cualquiera podría predicar, oficiar la santa cena, bautizar, dirigir una alabanza, casar a una pareja, orar en un entierro. Por lo tanto, simplificando en extremo el modelo podríamos tener algo así:

―Juan predica y enseña la Biblia
―Pedro dirige la alabanza
―José hace la consejería a las personas que lo necesiten
―María visita a los enfermos
―Ana organiza los paseos de distracción

Sin embargo, la gente piensa que se necesita un lugar para realizar todas esas tareas y, al mismo tiempo, cree que es demasiado esfuerzo hacer ese trabajo tan pesado por la cantidad de tiempo que requiere. Por lo tanto, deciden hacer dos cosas:

(1) Cobrar a los cinco miembros un porcentaje de sus ingresos para comprar un lugar al que se llamará templo. Digamos, un diez por ciento mas algunos fondos adicionales a los que se llamará ofrenda.

(2) Con el mismo porcentaje de los ingresos se le pagará a una de las personas, que se dedicará a tiempo completo a hacer varias de las tareas, dejando a las otras solamente una o dos de las restantes, de preferencia las menos exigentes.

Entonces, los cinco deciden contratar a Juan a tiempo completo, y las tareas se reestructuran de la siguiente manera:

―Juan: Predica y enseña sobre la Biblia, dirige la alabanza, hace la consejería y visita a los enfermos. Para distinguirlos de los otros, piensan que merece un título, de preferencia bíblico, y concluyen que “pastor” es una buena opción.

―Todos los demás: Organizan paseos de distracción.

Pedro, José, María y Ana están contentos porque hacen tareas menores. Juan está feliz porque tiene un trabajo, y todo funciona bien. Ahora imaginemos que han pasado cincuenta años desde el momento que decidieron hacer esos cambios. Como puede suponer, todos están más que habituados al sistema, incluyendo las personas que fueron llegando con el paso de los años, que consideran que su estructura eclesial es la correcta. Y les decimos: desde ahora, volvemos al modelo del sacerdocio de todos los creyentes, donde todos hacemos todo. ¿Qué creen que sucederá?

Pues, evidentemente, será muy problemático para todos, al menos al principio. Una cosa es afirmar en el discurso que todos son iguales, que hay homogeneidad y que todos pueden hacer todo. Otra cosa es la práctica.Y creo que aquí vino nuestro primer problema. Hacer una comunidad completamente horizontal requiere mucho trabajo, mucho esfuerzo de todos. Al mismo tiempo requiere mucho compromiso. Y eso se agrava con la famosa regla del 80-20 que vi tantas veces en mis años de líder: el 80% del trabajo en la iglesia lo realiza el 20% de la gente. Ser completamente horizontales es una cosa difícil en los tiempos modernos tan ocupados, tan llenos de estrés. El reto es grande, y me parece que debe hacerse gradualmente. Si no, llegan los problemas, las sobrecargas, y aquí fallamos por nuestra impaciencia de cambiar todo rápidamente, de inmediato. Se necesita mucha responsabilidad por parte de todos, si no, en el corto plazo se replicará a las iglesias ya existentes: los líderes fungirán de pastores, y el resto será sólo asistente, convirtiéndose en lo mismo de lo que se intentó escapar. Pensando fríamente, en casi lo único en que pudimos aplicar la máxima luterana fue en la predicación de la palabra y en oficiar la santa cena, rotando entre todos. En lo demás, la cosa no estaba funcionando. Para muchos éramos solo una célula, nada más que eso. Ergo, no se requería de un esfuerzo sustancial.

El segundo gran problema que tuvimos vino cortesía del pastor titular y el pastor de jóvenes de la iglesia. La idea primigenia era una muy sencilla: buscar lo que Dios quería para nuestras vidas. Para ello planeamos el grupo pensando entre todos sobre cómo sería su funcionamiento, soportando el conflicto. Todo el cargamontón recibido desde el púlpito semanalmente, más los devocionales y los comentarios abundantes en la iglesia hizo que perdiéramos el rumbo. En vez de concentrarnos en Jesucristo, en la missio dei, en la búsqueda de Dios de una manera más íntima, nos centramos en la última frase del pastor titular, o lo que decía una u otra persona, o lo que el pastor de jóvenes escribió en su último “devocional” sobre nosotros. Nos concentramos en la oposición en lugar de la búsqueda sincera de Dios. Eso fue fatal, derrotándonos categóricamente. El grupo fue herido de muerte por la agresividad pastoral que nos entretuvo en detrimento de lo importante. Algunos percibieron esta distracción (con frecuencia hablábamos largo rato sobre la situación de conflicto en las reuniones) y prefirieron hacerse a un lado, dejando de ir porque se dieron cuenta que no buscábamos a Dios como prioridad, sino como segunda o tercera cosa. Tenían razón: se había perdido el espíritu inicial que ansiaba un cristianismo mejor. Seis meses después pretendimos corregir, dejando de hablar de la iglesia, pero ya era tarde. Los que se marcharon dejaron incompleto al grupo.