miércoles, 31 de marzo de 2010

Dejados atrás (3)

Inocencia interrumpida

En marzo del 2000 el pastor de jóvenes dejó el trabajo y fue reemplazado por una persona nueva. Unos pocos meses atrás se nos anunció a los líderes su salida por motivos personales (resumidos en un agotamiento feroz y la propuesta de estudios en el extranjero) y la noticia nos cayó como un balde de agua fría por lo inesperada que fue. Recuerdo claramente la reunión en el aula de al lado de la secretaría, donde estábamos todos incluyendo a la esposa del pastor saliente. ¿Porqué tiene que irse si todo está bien? ¿Qué vendría ahora? ¿Qué cambiaría? ¿Qué sería de nosotros? Demasiadas preguntas y cero respuestas.

Bien se sabe que estos movimientos no son como el reemplazo de un jugador por otro en el entretiempo de un partido de fútbol, ya que en todo tipo de organizaciones el proceso de cambio es sensible y peligroso; si se hace mal, puede destruir vidas y causar heridas que pueden permanecer por años. Si es así en organizaciones empresariales, es mucho más serio en comunidades eclesiásticas, donde las relaciones que se forman son casi del tipo familiar, llenas de afecto, compañerismo y estima. El tratarse de “hermanos” en el mundo evangélico no es algo casual, sino que tiene un significado profundo. Por lo tanto, apresurarse en las transiciones o escoger a un individuo que aún no está listo para hacer una función que potencialmente lo puede desbordar puede ser fatal, desastroso.

Esta nueva persona venía del mundo corporativo, el cual había dejado tras una carrera algo larga como ejecutivo. Pertenecía a la “generación de oro” de la denominación (la mayoría de los pastores que hoy tienen los cargos directivos o manejan congregaciones importantes se convirtieron y entraron al seminario en la misma época) aunque escogió ir a la universidad porque no sintió llamado alguno. Dos décadas involucrado en distintas actividades en las iglesias de las que fue miembro lo hacían elegible en la misión de ser el pastor de jóvenes. Eso, sin embargo, no necesariamente es suficiente, porque ser pastor no es una tarea sencilla sino compleja y emocionalmente desgastante, al extremo de mutarnos en una estrella famosa a punto de implosionar, como Lindsay Lohan o Britney Spears. Una causa de la gran crisis del pastorado latinoamericano es que los púlpitos hoy están llenos de gente no idónea para el puesto, con formación teológica frágil, poco criterio pastoral y, especialmente, no lista desde el punto de vista psicológico. Cristo decía que un ciego no puede guiar a otro ciego porque ambos caerían en un hoyo (Mt. 15:14), y eso es lo que sucede en muchas congregaciones cristianas cuando analizamos la consejería: zanjas llenas de lisiados con poca esperanza de rehabilitación.

Pastores con serias heridas emocionales dirigiendo enormes congregaciones se encargan de tratar los conflictos de los laicos. ¿Es sostenible eso en el tiempo? No lo es. Personas que han pasado por la vida de manera marginal, levantadas como guías de las iglesias, ¿No explican los miles de tiranuelos que copan el pastorado latinoamericano? Toda persona con buenas intenciones que desea obispado (1 Tim. 3:1) debe tener el corazón reparado, lesiones bien curadas y cuentas saldadas, sin resentimientos pendientes o patologías sin tratar, porque si los complejos lo inundan irá destruyendo el camino por donde quiera que vaya. Pero ni se te ocurra sugerirles una terapia con un psicólogo: se ofenderán y hasta son capaces de mandarte a la congeladora o someterte a la muy temida disciplina. Este es un tema tabú.

Ese marzo del 2000 el pastor titular de la iglesia cometió dos errores muy serios. En primer lugar, se apresuró, y decidió que el nuevo pastor comience rápidamente su trabajo con nosotros. Que vaya al ruedo como sea, con un plan de transición mal concebido (los jóvenes suelen ser un grupo poco interesante al contrario de los matrimonios, cuyo peso especifico es mucho mayor), una bien a la peruana a-ver-qué-nos-sale-y-que-Dios-nos-ayude, pensando que la experiencia del nuevo pastor en el mundo corporativo podía ayudar: lo mandó a los leones sin escudos ni lanzas, sin considerar siquiera un período de adaptación con el pastor saliente, o algún tipo de esquema intermedio. El segundo grave error es que el pastor titular pensó que la madurez espiritual es función directamente proporcional a los años de membresía en la iglesia, y que los posibles conflictos personales internos se resuelven solos, por la sola inercia del accionar del Espíritu Santo. Por ello, no juzgó la personalidad de la persona ni evaluó las probabilidades de colapso de las capacidades psicológicas del aspirante que pudieran provocar un desmoronamiento personal que arrastre a la iglesia como un todo. En otras palabras, permitió el ingreso de una persona con varios problemas no resueltos a un escenario que expondría esas dificultades y la dejaría al borde del abismo. Que un pastor de veinte años de experiencia no se haya percatado de ello nos dejó expuestos a todos ante la trituradora: al nuevo pastor de jóvenes, y a los jóvenes de la iglesia. La catástrofe era inevitable, sin Chapulín Colorado que nos pueda defender.

A mi estructura santa e incólume, a mi ídolo de pies de barro, le quedaba poco tiempo de vida. Le pusieron fecha de defunción.

Los errores del pastor titular nunca debieron significar que nosotros teníamos carta blanca para meter la pata, pero así lo hicimos. A los pocos meses, luego de extenuantes reuniones, maratónicos retiros, consejerías constantes, agrias reuniones del comité de líderes, puntos de vista encontrados en todos los temas ―desde cómo hacer células hasta nuestro sometimiento a la autoridad―, reprimendas severas (recuerdo una en especial, a las diez con treinta de la noche, luego del encuentro de líderes 2001 en Pueblo Libre, cuando atravesamos la ciudad para recibir una exhortación santa) y una serie grande de desencuentros, llegamos a un punto sin retorno. Aunque casi todos nos sentimos tremendamente incómodos, yo en especial me porté como un patán con demasiada frecuencia, manifestando una actitud muy agresiva a pesar de que el pastor siempre tuvo las mejores intenciones conmigo e, inclusive, ayudaba a mi endeble economía permitiendo que le enseñe matemática a su hijo mayor una vez a la semana. Tan idiota era yo que una noche él se cansó de mí, me mandó a la mierda y me botó de la iglesia, pero me negué a irme diciéndole que quien debía irse era él porque yo tenía más años en la congregación. Estúpido argumento el mío. Se me olvidó el cristianismo básico a pesar de mi condición de aspirante al seminario denominacional. La mucha Biblia estuvo de adorno, solo para llenar pizarras en mis clases. Esa cegadora inmadurez mía que dañó a varias personas dominaba mis impulsos e hizo las cosas peores.

Poco tiempo después le conté la situación ―desde mi punto de vista― al pastor asistente. Él tuvo la idea de crear una clase de técnicas de consejería pastoral en enero de 2001, donde estábamos todos los líderes y el pastor de jóvenes. Fueron sesiones apabullantes, las más tensas de mis años de cristiano. Todo terminó en la ida del pastor de jóvenes en marzo de 2001, sin gloria, con una enorme pena y con la inocencia perdida: en la iglesia también puede pasar lo mismo que en "el mundo".

Todo eso, aunque nos heredó dos años y medio de libertad de acción en el ministerio de jóvenes, me dejó tremendamente agotado y con un profundo desconcierto. La iglesia ya no era la comunidad perfecta, y me di cuenta de que yo podía convertirme en un ogro si las circunstancias lo provocaban. El cansancio me empezó a invadir poco a poco de manera gradual y otros factores personales contribuyen en hacerlo más grande: el inicio de la relación con la que ahora es mi esposa ―vivencia nueva para mí―, mis últimos ciclos en la universidad, mis prácticas pre-profesionales, el seminario de la denominación y los eternos problemas familiares. El cansancio, como el agujero que hace gotas constantes sobre la roca, lentamente hizo mella en mí, dejándome más expuesto al maremoto que estaba por llegar, aunque antes tuvimos un período de extraordinaria calma, un invernadero en medio del frío intenso, que nos regalo cosas impresionantes.

martes, 23 de marzo de 2010

Dejados atrás (2)

Los años maravillosos

Mi familia nunca se caracterizó por ser equilibrada, la ponderación nunca fue la fuente de la cual mis padres adquirirían la sabiduría necesaria para criar cinco hijos; al contrario, mi familia ha sido y es profundamente disfuncional, con abundantes elementos perturbadores que hicieron la vida en el seno familiar muy difícil para mis hermanos y para mí. Nunca estuvieron listos para ser padres, nunca estuvieron preparados para asumir tamaña responsabilidad, los consumieron las patologías maternas y los sopores aplastantes paternos. La profunda inestabilidad que tenía desde edades muy tempranas provocó que tenga una poderosa necesidad de estructura, de un ambiente de “tranquilidad” que me hiciera concentrarme en las cosas que los niños y adolescentes consideran importantes. No había nada de eso, pero la necesidad estaba allí, siempre presente, casi rogando por algo que cayera del cielo para que ponga orden en la vida, implorando por un metro cuadrado pequeñito donde las cosas siempre estuvieran bien, una especie de bunker o security blanket. Los amigos jamás fueron estructura ―no existió el efecto pandilla―; el colegio, desde segundo de secundaria, se convirtió en algo realmente insoportable, y fuera de eso no hubo otro lugar de dónde agarrarse, por lo que quedé flotando solo en la nada del desencuentro. Mi inseguridad era antológica y profundamente copada de desesperación, con estructuras endebles y descalcificadas. En realidad, no eran nada.

En mayo de 1992, mi familia y yo llegamos a la iglesia por primera vez. Era una casa grande en plena esquina con una congregación que no debía superar las cien personas incluyendo a los niños (lo mejor era la piscina que tenía, donde me bauticé). Rápidamente nos integramos en las actividades usuales de la iglesia, pero al comienzo me costó mucho trabajo. Mi familia, aunque vivía en un barrio pudiente, era pobre, y yo estudiaba en un colegio público. Todos los demás chicos estaban en colegios caros, con muchas millas de vuelo en sus espaldas a pesar de ser adolescentes. Nadie me hizo problemas por eso, era meramente un complejo personal, pero allí estaba, y me limitaba al comienzo. Con quienes sí me sentía muy cómodo era con dos de los pastores, ambos de alrededor de treinta años: el de jóvenes ―que era alguien que realmente tenía el don pastoral y siempre manifestó un interes genuino en mi―, y el asistente ―que era un intelectual con estudios de filosofia en una conocida universidad limeña―, que permanentemente retaba mi pensamiento a reflexionar un paso más allá que el resto de la gente. Era ideal para el racionalismo que ya manifestaba de quinceañero, idoneo para evitar el afecto.

En octubre de 1995, tras meses de un período de depresión severa, tengo la experiencia que los evangélicos llamamos “conversión”, en medio de un retiro que removió todos mis problemas que se concentraban en una pobre autoestima. Allí, todas las barreras mentales que tenía para con la iglesia desaparecen, experiento momentos de profundísima espiritualidad, y me comprometo con un servicio activo en la iglesia. Todo lo material pasó a segundo plano, y dejó de incumbirme no tener nunca dinero para salir con el grupo los sábados en la noche o para pagar los campamentos de semana santa o año nuevo: lo que me importaba era agradar a Dios y nada más. Descubrí en la iglesia un espacio emocional estable, con estructuras afectivas firmes de amor y respeto. Encontré en la iglesia a una familia que me brindaba afecto y en donde yo podía ser útil, una familia en donde podía cobijarme, donde podía oir la voz del Altísimo y sentirme seguro, en casa. Ya sin complejos, me abrí a la amistad, iniciándose relaciones profundas que se hicieron valiosísimas para mí, indispensables, por las cuales yo era capaz de darlo todo. Algunas siguen hasta hoy; otras―quizá la más importante― se rompieron por cosas que hasta hoy duelen un poco, en especial mi estupidez en dejar que las circunstancias y las malas intenciones dañen lo realmente valioso, pero que no quitan el hecho de que fueron fundamentales en una etapa trascendental de mi vida. No dejaré de agradecer por esos tiempos tan especiales.

Esos años se hicieron casi idílicos. Ayudé en retiros, células, reuniones semanales de jóvenes, entré a enseñar en la academia bíblica a los 19 años ―un pastor al que le tengo gran aprecio me regaló una pequeña biblioteca teológica que se convirtió en mis libros de consulta permanente por largo tiempo. Sin querer, él prendió una llama que permanece hasta hoy―, fui consejero, me involucré en los comités de trabajo del grupo de jóvenes, fui a congresos denominacionales, retiros de líderes y me sumergí con todo en la vida de la iglesia. Martes de oración, academia bíblica y comité de jóvenes, viernes de célula, sábado de reunión de jóvenes, domingo de culto y de clases… sin contar el tiempo extra donde pasaba el tiempo con amigos o jóvenes recién llegados. La primera prioridad era la iglesia, la universidad era la segunda, aunque no por ello irrelevante. Mi participación en el Centro de Estudiantes, Tercio Estudiantil y otras cosas así lo corroboran.

El problema con todo eso es que trasladé por completo mi estructura afectiva a la iglesia desechando mi estructura familiar, pero con un modelo que tenía a Dios en medio y, por lo tanto, perfecto. Si Dios llama al pastor para ser nuestro “guía” en el camino de la salvación, entonces lo que él determine tiene la “venia” de Dios. Ergo, debe ser bueno y sin fallas porque Dios no se equivoca. Si los pastores fomentan esos esquemas, entonces se crea un riesgo enorme. Yo sobreestimé a la iglesia, a los pastores y a la vida eclesial. Aunque no lo pensara, me faltaba poco para llegar al punto de decir que los pastores eran casi perfectos (y, valgan verdades, los pastores usualmente no hacen mucho para evitar que esas ideas surjan en los miembros de sus iglesias). Era como manejar al borde de una carretera pegada a un abismo pero imaginando estar en una autopista de diez carriles en el medio de una meseta. Mientras todo vaya bien, la iglesia seguiría siendo maravillosa e idílica, pero si se introducían elementos exógenos que perturbaran el equilibrio, todo se iría al tacho de basura. Sin saberlo, había generado una situación peligrosa, porque la imperfección existe ―exceso de inocencia, le llaman algunos― y porque habría sobrevalorado a la iglesia.

Con el cambio de milenio, las cosas comenzaron a cambiar. El débil equilibrio se alteró, lo que incrementó el riesgo escandalosamente. Y no había mitigantes que me ayuden.

viernes, 5 de marzo de 2010

Dejados atrás (1)

Hace más de una década hubo una chica me gustó mucho. Con sus intermitencias, el sentimiento estuvo incrustado en mí por casi tres años: iba y venía porque cuando yo decía que ya, que era suficiente, que finalmente le había dado vuelta a la página, que el último intento de escape tuvo éxito, la volvía a ver y descubría que todo era ficticio, que el castillo inexpugnable que había armado se caída a pedazos ladrillo por ladrillo, atacado por mil arietes que al final dejaban clavar en mi corazón una bandera con el nombre de la susodicha. Ella me dio un par de veces palabras durísimas que no soltaron las amarras, sino que hicieron que estuviera más anclado a su puerto, más firme, más tontamente esperanzado.

Poco a poco, me di cuenta que esa situación me estaba afectando demasiado y que contaminaba otras áreas de mi vida más relevantes, dañando a otras personas que no lo merecían. Pero me costaba horrores pensar en olvidarme de todo; tenía, además, una extraña fijación en la espera, en la paciencia, en el amor que vendría a mi puerta luego de años de diligente y esforzada expectativa. Eso podía llevarme a estadios cercanos a la locura, pero no importaba: la vivencia lo valía todo.

El único recuerdo de ella, que guardaba como un tesoro en mi billetera, eran dos billetes de un dólar que un día me regaló en circunstancias que olvidé por completo. Gabriel y Gema, mis hermanos, conocían del significado de los billetes, sabían que para mí tenían un valor incalculable, e intuían mis idas y vueltas sentimentales.

Sin intuirlo, junio, agosto y septiembre del año 2000 se transformaron en un período trascendental en mi vida porque las decisiones y la gente que conocí en esos meses determinaron la vida tal cual la tengo hoy. Cerca al cumpleaños de Gabriel, con mucho hartazgo, pasé una mala noche y en la mañana ―no recuerdo el día con precisión―, me dije que era suficiente, que ya bastaba, que había que botar al lastre por la borda. Sé que es subjetivo, pero me sentí finalmente libre y listo para ver hacia delante y ya no hacia atrás. El futuro demostró que esa sensación fue real.

Esa misma mañana, con mis hermanos adolescentes nos fuimos a comprar no se qué a la Av. La Molina. En el cruce de Los Viñedos con Los Cerezos paré un momento. Saqué mi billetera, la abrí y extraje los dos dólares que allí siempre estaban… y le entregué uno a Gabriel y otro a Gema, que me miraban sorprendidísimos, con muchas dudas de lo que estaba haciendo. Gema preguntó si estaba seguro de lo que hacía; yo le dije que sí, que era el tiempo, que por favor tomaran ese tótem para mi y que dispongan de él como quisieran. Gabriel no dijo nada, pero entendió lo que sucedía. Era un símbolo, una señal, un hito que marcaba mi decisión de dejar las cosas y que quería comenzar de nuevo otra vez.

Porque a veces es de esa manera: hay que marcar el fin de los conflictos y las dudas, de las reticencias e indecisiones, para así poder continuar en los caminos en los que uno decide andar. Sean en las rutas sentimentales ―mi pequeña historia previa lo refleja―, laborales, amicales, y también las espirituales.