domingo, 31 de enero de 2010

Desde las tripas

Es verdad que a veces parece que Dios está inerte, observando en silencio cómo los seres humanos nos vamos a mierda por culpa de nuestras miserias que conviven junto a los deseos perversos y egoístas que nos inundan. Debo reconocer que ese silencio que Dios parece prodigar desconcierta y atonta, desespera y consume, nos desintegra en sensaciones de desamparo y soledad, sin saber qué hacer o qué decir. Los bibliamaniáticos nos atosigan con sus referencias literales de la Biblia ―porque Dios ya habló allí y por esas páginas están las respuestas a todo―, con cierta frecuencia inaceptables ya que toleran el odio a lo diferente, nos ametrallan con mensajes del fuego consumidor de sus interpretaciones apocalípticas y fomentan la segregación religiosa: yo salvo y santo, tú perdido. Por supuesto que la Biblia es revelación de Dios, pero si de verdad creen que Dios y el diablo hicieron una apuestita con Job de por medio y piensan que eso pasó de verdad, estamos en problemas. No es sorpresivo que la teología resultante, tan carente de amor y tan llena de armas de destrucción masiva, sea rechazada por millones de personas (aunque tristemente aceptada con fuerza en nuestra Latinoamérica) y no resista un contraste serio y desapasionado con las palabras de vida del Maestro. La botaríamos a la basura al enfrentarla con el amor que Cristo predicó en las tierras palestinas.

Algo que debemos recordar es que la forma de comunicación de Dios con su imagen y semejanza (Gn. 1:26) no se limita al propio texto contenido en la Biblia, sino que tiene muchos otros conductos. Por ejemplo, nosotros mismos, los cristianos, somos cartas vivientes que con nuestro actuar mostramos a Dios (2 Co. 3:2-3) porque Su ley está escrita en nuestros corazones (Heb. 8:10, Rom. 2:15.). Y en verdad esto tiene cierto sentido. Si el Espíritu Santo mora en nuestros corazones (1 Cor. 3:16, Rom. 8:9, Eze. 36:27) porque hemos sido justificados por la sangre de Jesucristo derramada en la cruz, ¿no tendrá eso un efecto en nuestra forma de ver del mundo, en nuestra cosmovisión, en nuestro actuar? ¿Nuestro caminar no sería, en cierta forma, si estamos más o menos en sintonía con Él, el caminar de la trinidad? ¿En vano no somos embajadores (2 Cor. 5:20) llamados a reconciliar el mundo? Al menos, en teoría, sí. Que en la práctica no suceda es otra cosa.

Entonces, el cristiano es revelación viva, pero podemos ir un poco más allá. Liberándonos del maniqueísmo que divide al mundo entre los buenos-y-santos-que-irán-al-cielo y los desgraciados-pecadores-que-irán-al-infierno, por encima de todo está la condición humana de imagen y semejanza del creador que se manifiesta en especial en nuestra alma y nuestro espíritu. Somos imagen y semejanza porque compartimos una parte del ser de Dios de manera contingente, y somos imagen y semejanza porque nuestra actividad refleja a ese Dios creador, y esto no depende de nuestra condición soteriológica. Esa especial cualidad, venida de nuestra propia naturaleza, hace que nuestra vida en su propia cotidianeidad, en sus ideas y vueltas, en dolores y quebrantos, en júbilos y desbordamientos, almuerzos y cenas, en aburrimientos y monotonías, en esclavitudes y vicios, en cárceles y enfermedades, en el norte y en el sur, en inglés y castellano, en sombras de muerte y agonías, en crisis y fracasos, en éxitos y victorias, en palacios y chozas, sea una fuente de donde también podemos ver a Dios. Podemos ver a Dios en un atardecer al lado del acantilado pero también en los ojos de un niño haitiano huérfano o en el de un trabajador agrícola de las punas peruanas, y lo podemos ver, también y de manera harto distinta, en la enfermedad injusta y en la postración inmisericorde: una palabra divina puede nacer desde nuestras propias tripas. Nuestra experiencia de vida es, en cierta medida, fuente de la revelación de Dios, que complementa a las otras y que jamás debe ser despreciada como insignificante o de poco valor, como se hace con tanta frecuencia.

viernes, 15 de enero de 2010

Haití: lloviendo sobre mojado


Todos sabemos que Haití es el país más pobre de América. Sus indicadores económicos y de desarrollo humano están a niveles de un país africano, y si el Perú no ha caído más bajo en sus números índices relativos es porque existe Haití como eterna cola de todas las estadisticas. Pobre hasta la saciedad, contaba con hospitales paupérrimos, pésimas carreteras, servicios básicos deficientes, una dependencia atroz de la ayuda internacional inclusive hasta con cosas tan elementales como la seguridad interior (un contingente de soldados peruanos está allá como cascos azules de la ONU). Literalmente, un desastre como nación y como colectividad.

Como si la pobreza extrema no fuera suficiente castigo, suficiente carga, exagerado impuesto por vivir en la tierra, le cae a ese pueblo un terremoto que le destruye lo poco que tenía. Si ya la pasaban bastante mal, con este sismo que trajo abajo su maltrecha capital se les vino el acabose, les llovió sobre mojado. ¿Es que así es Dios, que trae castigo tras castigo debido a su idolatría histórica? ¿Los haitianos merecían el terremoto por andar lejos de los caminos del altísimo? ¿Cien, doscientos mil muertos por su pecado?

Ya están insinuando eso algunos líderes evangélicos que vienen del transfondo fundamentalista. Hablan de un Dios que tiene todo bajo control, que domina todo y decide todo. Que es amor y propietario de una justicia eterna, inexorable y quizá cruel ante nuestros ojos. Hablan de la idolatría como un pecado gravísimo, que según los textos veterotestamentarios merece escarmientos tan severos como la muerte completa de una ciudad con mujeres, niños, ancianos y animales incluidos: son los costos de la pureza exigidos por un Dios tres veces santo. Que Dios juzga a todas las naciones y Haití, hogar del vudú, sede destacada del espiritismo y la brujería, llena de viejas prácticas llegadas de la oscura África, atada a poderosos espíritus territoriales, cavó su propia tumba al no seguir los consejos del Todopoderoso. Su práctica pseudo-religiosa fue su castigo directo que trajo la perdición para ellos: el reino de la muerte y la destrucción, un adelanto de las copas y trompetas apocalípticas. Curiosamente, lo mismo decían de la Nueva Orleans del Mardi Gras.

Cuando uno percibe el dolor de un niño de dos años rescatado de los escombros de su casa, cuando observa los cadáveres de los bebés amontonados junto con los de otros cientos de personas, resulta incomprensible pensar en una justicia divina que, sin piedad, aniquila a vidas ya miserables por efecto de la pobreza. ¿Todos esos muertos son porque “Dios tiene un propósito que ahora no podemos comprender, pero que en el futuro, quizá en el más allá, dilucidaremos y, al tener todo claro, no podremos dejar de alabar la grandeza de nuestro Dios”? ¿Son ejemplo de la sabiduría alabada por Salomón? “El Antiguo Testamento lo avala” Dirán algunos. ¿Existirán otras herramientas interpretativas que nos brinden otras lecturas de esos textos? A mi entender, sí. Planteamientos más acordes con la imagen de Dios que Cristo nos trajo, comprometido con los marginales, alejado del poder, cercano al dolor de los necesitados, venido a servir y a entregar su vida por todos (Mc. 10:45).

Todos moriremos. La muerte no nos debe asustar y Dios ve todo desde una perspectiva cósmica, donde la muerte no es más que un evento superfluo”, quizá alguien diga por allí. Pero Dios es un Dios de vida, que hizo un sacrificio enviando a su hijo para vencer a la muerte (1 Cor. 15:21,22). Cristo, con su crucifixión y resurrección de la tumba (Jn. 11:25), proclamó su victoria e implantó un nuevo tiempo con el acercamiento de su reino. Si Cristo trajo la vida eterna derrotando a la muerte, ¿tiene sentido que la utilice para pulverizar herejes? Para mí, no. Las ideas de un Dios en control, surgidas de los padres de la iglesia y hoy bien implantadas en las cabezas y corazones de millones de cristianos, no tienen razón de ser al confrontarlas con la realidad del dolor humano. Un Dios asesino no es la nota al pie de página del Cristo sufriente. Un Dios que acompaña en el dolor y nos ayuda, en cambio, sí lo es (Mt. 28:20b). Y eso debemos mostrar como cristianos, en lugar de erróneos mensajes de juicio y destrucción merecida. Ver el dolor haitiano nos llama a la ayuda, al soporte y la solidaridad. Si nos llama al ímpetu de predicar el juicio y el merecimiento de la destrucción haitiana, algo anda mal en nuestro corazón.


Lecturas adicionales sugeridas

Recomiendo la lectura sobre el tema de Haití de los artículos de Carolina García, Akire San, FFuentes y Eduardo Galeano.

 Imagen
www.timesonline.co.uk

sábado, 9 de enero de 2010

Integralidad




Les presento la séptima edición de la revista digital Integralidad, que trabajamos desde el Centro de Misiología Andino-Amazónica (CEMAA) en Lima (Perú). Sus comentarios serán bienvenidos. Para acceder a ella sólo tienen que hacerle click a la imagen de arriba.

miércoles, 6 de enero de 2010

Hijos de la insurgencia

Latinoamérica es amante de los esquemas controladores y dictatoriales. Nos gusta la mano dura y que las botas llenas de barro nos tengan bien pisoteados, mientras hacemos mil ejercicios de sobrevivencia con salarios subsaharianos. Para afuera deseamos libertad pero en el fondo, al lado del corazón, añoramos a los Chávez, Velascos, Fujimoris, Pinochets y Ortegas. Por ello los cristianismos que privilegian el control han prosperado tanto en nuestros países. El pentecostalismo, lleno de pastores estrictos y sometimientos inverosímiles que la gente acepta de buena gana, es un perfecto ejemplo, casi ideal a pesar de la horizontalidad que trajo la democratización del carisma. Su crecimiento sigue dándose porque calza con el alma latinoamericana, tan carente de figura paterna y abundante en dioses débiles y serviles.

Todo esquema de control siempre se va implantando por etapas, suave al inicio, pero que al final sataniza con voracidad a los críticos, mientras alaba las estructuras que se definen como tierra santa, como el santuario incólume que debe mantenerse por-los-siglos-de-los-siglos-amén. Los líderes mismos, los llamados, tienen caracterizaciones especiales, cada vez más altas y cercanas a las nubes. Los apóstoles de hoy son un claro ejemplo: intocables, casi todopoderosos, poseen un robusto apetito por controlar que se acompaña de una enorme hambre de sus congregaciones por ser controlados. Una sincronía perfecta en la que todos, aparentemente, están felices. Pero estar felices no necesariamente es sinónimo de que todo está bien.

Algunos de nosotros no vemos las cosas como si estuvieran al lado del cielo sino que, con cierto temor, consideramos que el riesgo que la iglesia asume hoy por su estilo de liderazgo es desmedido. Creemos que la verticalidad en las relaciones del clero evangélico y el laicado no hace bien a la gente, la estupidiza, no la permite desarrollarse, la convierte literalmente en un rebaño. Sin embargo, entendemos que la superación de esto puede tomar algunos años más. ¿Muchos? No lo creo. La tecnología y la facilidad de la interacción de las personas de hoy puede empujar con mucha rapidez a los cambios, a pesar de la pobreza y la enclenque educación que recibimos.

Mientras las cosas van cambiando, sin embargo, algunos tratan de apurar el proceso, en abierta oposición al establishment. Por supuesto que el liderazgo reacciona y ve a los opositores casi como embajadores del mismo Satanás. Han protegido las estructuras generando marcos de “pensamiento” bastante estrictos, en donde los disidentes son poco espirituales y deben ser alejados y sus palabras no escuchadas. No quiero ni imaginarme si aún estuvieran vigentes los métodos de la inquisición católica romana.

La rebeldía y la insurgencia son, entonces, malas palabras, antivalores dignos de los no creyentes, de los ateos que no quieren saber nada con Dios. Lo paradójico del asunto es que si estas actitudes no hubieran existido en la historia de la iglesia, probablemente aún se cobraría dinero por las indulgencias. Sin rebeldía e insurgencia, Lutero jamás habría publicado sus 95 tesis, Savonarola se hubiera quedado tranquilo en su monasterio dominico, silencioso ante la degeneración de los Borgia, y Calvino nunca hubiera configurado su teología. Y no existiríamos. O seríamos los católicos que muchos no toleran, o los sectarios que otros desprecian u alguna otra cosa que solo imaginarla provoca escalofríos. Sin rebelión ni enfrentamiento contra la institucionalidad religiosa, no existiría la iglesia evangélica. Somos, pues, hijos de la insurgencia, y querrámoslo o no, debe ser algo que debe marcar nuestro constante caminar. Nuestro andar en pos de ser los mejores cristianos que nos sea posible. Insurgencia no debe ser una mala palabra.


Imagen: http://www.manueltalens.com/imagenes/angel.jpg