lunes, 24 de agosto de 2009

El paso del tiempo

Con la amistad es imposible ser utilitario. No sé si digo eso porque, por lo general, en mis relaciones amicales siempre he sentido que he dado poco, casi rayando con la miseria mientras lo que el otro entregaba era algo tan valioso que me salvaba la vida; ergo, hablar de la imposibilidad de lo utilitario sería casi como una justificación a todo lo que recibí, dándole un sentido que no dejaría mi imagen al nivel de un vil aprovechador, sino resaltando que no importa lo que uno brinde, lo trascendente es el hecho del dar desinteresado, enorme como el universo e incondicional como el amor de Dios por nosotros.

Ese desbalance lo sentí con el amigo de los primeros años de la primaria, que me enseñaba un mundo ficticio el cual era conocido a plenitud por él, y aunque todo era quimérico sus relatos daban cabida a mis sueños pueriles; también con aquellos de secundaria, quienes escuchaban vez tras vez mis laberintos de mi profunda confusión, o con los de la universidad, de los que aprendía de su talento innato y rebosante. Yo siempre quedaba al debe.

Algo así me sucedía con mis amigos y, al mismo tiempo, hermanos en la fe. El más cercano de todos era en apariencia opuesto a mí pero con el tiempo encontramos coincidencias profundas; sin embargo, a pesar de sus palabras generosas me quedaba siempre corto, como si abusara de su confianza y su gran corazón, oculto en la seriedad aparente de su vida. No podía observar qué suministraba yo: era evidentísimo que él lo daba todo.

Uno puede dar mucho o poco, pero esas cosas que fueron entregadas casi sacrificialmente son inexorablemente castigadas por el paso del tiempo y el furor de los múltiples eventos en los cuales nos vemos envueltos. La vida es un goteo permanente donde los años pasan, nos casamos, nacen nuestros hijos, se nos muere gente querida, nos hieren con odio visceral, herimos por pura sed revanchista, el trabajo nos traga, los tiempos se reducen, Dios nos enseña cosas nuevas que nos alumbran como una supernova y nos lleva por caminos diferentes tan contundentes como una autopista de diez carriles, aprendemos y desaprendemos acumulando alegrías y soportando las tristezas. Con este alud de acaecimientos, a veces las amistades simplemente no logran soportar. Se quiebran, se despedazan como un vidrio que es impactado por una piedra. A veces, uno mismo es el que lanza la piedra, a veces son otros, a veces no es nadie quien hace que el vidrio se haga añicos: simplemente sucede por el simple efecto del distanciamiento. En ocasiones, ni te das cuenta. Tristísimo es cuando la ruptura se da porque los senderos destinados a los amigos se separan porque Dios así lo pide, ¡y en este caso jamás debió haber discordia! Lamentablemente, las pasiones humanas suelen ser más fuertes, y se comen a la fe en el Señor común.

Cuando el horizonte de la relación se encuentra en el pasado, solo la remembranza es lo que le da valor inapreciable a esa amistad ya devaluada hasta el extremo, y esto no es algo malo. Porque si uno se encuentra en donde está hoy, si uno avanzó y es mejor persona, si uno simplemente sigue creyendo en la redención del mundo a pesar de las viles cosas que uno lee todos los días, si uno vive en esta tierra, con frecuencia es porque alguien estuvo en el pasado apoyándonos, dándonos la mano, regalándonos esperanza, motivándonos para seguir. Y eso es incalculable. Lo que no puede tasarse es lo que en verdad queda, lo que prevalece, a pesar de todo. A pesar de nosotros mismos.