jueves, 16 de febrero de 2006

El resucitado

La banda sonora, ruidosa y melancólica de julio, con arpas y saxofones vetustos que les hacían recordar la infancia pobre y violenta mientras completamente borrachos lloraban pensando en el desarraigo adolescente que vivieron empujados por el hambre, la pobreza, el dolor, se instalaba al frente de mi casa y se preparaba para gemir por unas horas. Yo los vi siempre, desde el inicio de mis recuerdos hasta el día que me fui, más de un cuarto de siglo después, y siempre las mismas lágrimas, los mismos saxofones y las mismas arpas, la misma bulla que no me dejaba dormir por la noche y que a la mañana siguiente dejaba la callecita de tierra llena de chapas de cerveza y de personas a las que había que levantar como a Lázaro. Una vez, en el invierno de 1994, con la callecita de tierra mojada por la garúa, fui a comprar pan y un muerto a punto de la resurrección dormía sentado junto al quiosco pero parecía haber competido en una competencia lucha en fango, y en sus sueños chacchaba palabras ininteligibles en quechua, su idioma materno, mientras yo mascullaba palabras en mi español colegial de adolescente de quinto de secundaria de escuela pública. Tocaba y tocaba la reja de la tiendecita pero nada, solo escuchaba el quechua y el nombre del pueblecito de donde eran todos dueños de las pequeñas casas de la manzana, una y otra vez, de una forma cansina pero exacerbada a la vez, sin gozo, quizá con algo de pesar. Yo me impacientaba y el muerto quiso resucitar pero en vez de eso empezaron a correr las lágrimas mientras el nombre del pueblito era reverberado como en una especie de transmigración donde a más repetición más rápidamente se llegaría al lugar elegido. Era obvio dónde él quería llegar.

En eso, despertó.

Me miró, quizá se avergonzó un poco por el barro y las lágrimas, pero luego sonrió y se fue. ¿Por qué? Seguramente pensó que la transmigración esa fue real y que el barro del que estaba embadurnado era, en verdad, lodo de la plaza principal del pueblito de su infancia y no el de la callecita de tierra al lado de una acequia limeña. Eso era para él suficiente motivo para ser feliz a muchos kilómetros de la tierra originaria: fundido con ella, uno con la identidad, uno consigo mismo.

Y cierto, se fue feliz.

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