miércoles, 29 de junio de 2005

EKKLESIA, DEMOCRACIA RADICAL

Leonardo Boff

Siempre que hablamos de democracia, nos referimos a la experiencia fundadora de los griegos, en cuyas ciudades los ciudadanos ejercían el poder de decisión de forma directa de acuerdo al principio del predominio de la mayoría. Por más que la idealicemos, especialmente después de las teorizaciones de Platón y Aristóteles, la democracia era en realidad muy restringida. Las ciudades-estado eran pequeñas y solamente 1/6 de su población ejercía la democracia, concretamente, los ciudadanos libres. Las mujeres, los esclavos, los artesanos, los extranjeros y los inmigrantes estaban excluidos. Pero la experiencia griega se convirtió en referencia para toda la reflexión política posterior.
Sin embargo, hay otra experiencia de democracia, mucho más radical que la griega, que fue vivida por las dos primeras generaciones de cristianos. Ésta es paradigmática para todo pensamiento utópico posterior, aunque haya sido abandonada por el cristianismo vigente, que se organizó de forma opuesta. No se convirtió en referencia para el discurso político actual por haber sido realizada en el marco de una experiencia religiosa, poco o nada valorada por el pensamiento laico y laicista. Hoy, a pesar de su nicho religioso, vemos que la democracia cristiana, como cualquier otro fenómeno social, merece consideración especialmente cuando se busca una democracia radical, llevada a todos los campos de la convivencia humana, a los movimientos sociales y también a la economía, es decir, una democracia total.
La experiencia generadora de la democracia radical cristiana fue la práctica de Jesús: absolutamente anti-discriminatoria, anti-jerárquica y de fraternidad universal. San Pablo resume todo diciendo: «Ahora ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, pues todos son uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). El resultado fue que esclavos, libres, portuarios, mercaderes, abogados, soldados... independientemente de su situación social y de su género, formaban comunidades fraternales que vivían la «koinonía» (comunión), palabra que expresa el comunismo radical de «poner todo en común», repartiendo los bienes materiales «según las necesidades de cada uno». Y como elogio se dice que «no había pobres entre ellos» (Hechos 2 y 3). Esa democracia era verdaderamente radical pues toda la comunidad participaba en la toma de decisiones. La ley básica era: «lo que concierne a todos, debe ser decidido por todos». Eso valía también para el nombramiento de los obispos y de los presbíteros.
Dicha comunidad se llamó «ekklesia» en griego, «ecclesia» en latín e «iglesia» en castellano. El sentido original de «ekklesia» no era religioso, sino político: la asamblea popular. Se escogió ese nombre profano para distinguir la democracia cristiana de otras expresiones religiosas de la época.
Esta memoria se ha perdido en la Iglesia Católica. En cierta ocasión, preguntaron a Juan Pablo II si la Iglesia era una democracia. Respondió: no, es una «koinonia». Ahora bien, «koinonia» es sinónimo de democracia radical, cosa que seguramente el papa no pensó. En efecto, tal como se estructura hoy, no es «koinonia». Es una monarquía absoluta espiritual organizada bajo la herencia de las monarquías del pasado. Como tal, cierra las puertas a la democracia cristiana de los primeros tiempos. O sólo la acepta bajo la forma inocua de la espiritualización. Es importante que rescatemos la memoria revolucionaria escondida en la palabra «Iglesia». ¿No inspira tal vez otra manera de ser cristiano y de ser ciudadano?

lunes, 20 de junio de 2005

La mundialización y los pobres

Jung Mo Sung

Un sobrino mío, de 12 años, fue a Corea del Sur a conocer la tierra de sus padres. Allá él me compró un regalo: una pluma Parker (marca estadounidense), aunque la caja había sido fabricada en Tailandia, la funda en Inglaterra y la carga en Francia. Es un ejemplo de lo que se está llamando mundialización (o «globalización», con un evidente anglicismo).
Mundialización es el nombre que se da a uno de los fenómenos más importantes de nuestro tiempo, o quizá de todos los tiempos. Hoy las fronteras nacionales cuentan muy poco en términos económicos. A las antiguas empresas multinacionales se les llama transnacionales. No es un simple cambio de nombres; es un cambio real.
El inicio de la aceleración del proceso de internacionalización de la economía se dio después de la Segunda Guerra Mundial. En aquellos tiempos, se consideraba empresas multinacionales a las empresas que estaban presentes en varios países. Hoy, con la mundialización de la economía, esas empresas trabajan como si no existiesen ya las fronteras nacionales. La pluma Parker es un ejemplo. Pero hay muchos otros. Los famosos artículos Nike -una marca estadounidense- no es producido en Estados Unidos, sino en países de Asia. Las bicicletas nacionales brasileñas ya no son producidas en Brasil: las empresas importan más baratas las piezas de otros países, y las montan aquí.
Esa mundialización de la economía está siendo posible gracias a la revolución tecnológica que está dándose en nuestro tiempo. El uso de computadoras, robots, satélites, fibras ópticas y otras tecnologías, acorta las distancias, conecta fábricas distantes y aumenta vertiginosamente la productividad. Cn ello, el capital nacional e internacional (el dinero usado para conseguir más dinero) «viaja» velozmente por el mundo en busca de mejores negocios, productos más baratos, mercados más lucrativos.
Esta lógica, basada en la maximización del lucro, ha generado un aumento de la producción y de la riqueza para unos pocos, y un aumento de la pobreza y del desempleo para muchos en todo el mundo, especialmente en América Latina.
Los que tienen dinero suficiente para participar de esa «gran fiesta de consumo» proporcionada por la mundialización, la defienden con uñas y dientes. Es la oportunidad que tienen de realizar el sueño de consumir productos importados. Se sienten «ciudadanos del mundo», no porque viajen mucho, sino porque consumen mercancías «mundiales».Se identifican mucho más con las personas de cualquier parte del mundo que consumen las mismas marcas , que con las personas pobres de sus países.
El lado sombrío de este sueño que llega a ser pesadilla para los pobres, es la exclusión y la miseria a la que resulta condenada la mayor parte de la población mundial. Exclusión que es el resultado de una lógica económica que tiene en la competencia de todos contra todos su «valor ético» supremo.
Necesitamos ser testigos de otro sueño: el de una sociedad diferente, que promueva «fiestas» donde todos puedan participar. Una sociedad donde la solidaridad tenga valor, una sociedad más parecida al sueño de Jesús. Una sociedad donde «todos tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

domingo, 5 de junio de 2005

BREVÍSIMA INTRODUCCIÓN DE LA ECONOMÍA A LA TEOLOGÍA (*)

La economía es una ciencia fascinante, definitivamente la reina de las ciencias sociales a pesar de que busca convertirse, si no en exacta, por lo menos en una ciencia de la aproximación debido a su cada vez más profuso uso de los métodos estadísticos sofisticados. Los manuales básicos de economía (Paul Samuelson, Gregory Mankiw, Michael Parkin y otros) circunscriben su campo de estudio en la relación intrínseca entre producción, distribución y consumo de los bienes destinados a la satisfacción de necesidades y es justamente en este punto capital, en la base de todo el razonamiento económico, en el que la teología y la economía se relacionan. Dios nos creó como seres finitos, de necesidades que deben ser satisfechas en todos sus aspectos –inclusive antes de la caída- y pone las bases de la actividad económica cuando anuncia las consecuencias no imaginadas por Adán y Eva luego de la entrada del pecado en la creación material.

Pero hay más. Dios, aunque no coloca a la economía como centro de la vida del pueblo de Israel al decretar su Ley, la toma en cuenta. En palabras de Jung Mo Sung, teólogo laico brasilero, está interesado en que la satisfacción de necesidades por parte del hombre se haga respetando la dignidad humana: “Nuestro Dios se revela como el Autor de la vida humana y los que creemos en este Dios de la Vida, tenemos que defender la dignidad de este don en nombre de nuestra fe”. Se ve esto en la ley del Diezmo, en el año de Jubileo (donde todo se redistribuye y se restaura a su estado original) y hasta en normas aparentemente superfluas como aquella de “no pondrás bozal al buey que trilla”, eminentemente agrícola. Es claro que a Dios le interesa la economía, por eso, parte de nuestra reflexión sobre la divinidad se enfoca esos términos, y mucho más en tiempos en donde el rico es cada vez más rico así como el pobre es cada vez más pobre, ahondándose la desigualdad y tendiendo el mundo a un triste horizonte de exclusión – no exclusión. ¿Cuál es la respuesta teológica al modo en que los seres humanos desarrollan sus actividades económicas? Más aún, ¿Cuál es la respuesta cristiana? ¿Qué tiene que decir Dios, por ejemplo, a la lógica del libre mercado, paradigma absoluto del pensamiento económico contemporáneo al igual que su parangón, la democracia, desde el punto de vista político?
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(*) Una reflexión preliminar con la intención de ser ampliada. Algunas ideas se extraen de "Neoliberalismo y Mercado" de Lino Dolan (http://peru.op.org/dolan/neolib.html)